Problemas y liderazgos

O sea que vamos a ponernos a ello. Vamos a hacer una lista de nuestros problemas importantes y otra lista de los obstáculos reales para resolverlos con eficacia. Vamos a tener el complicado valor de definir a quiénes compete la responsabilidad de acometer esta tarea, un ejercicio difícil e incluso peligroso.

Intentar concentrar todas las culpas en el estamento político es una tentación natural pero también es un grave error. Tienen sin duda una culpa cierta y significativa, pero son uno más en una lista numerosa de culpables. En aceptar esta idea está la clave de una España más realista, más madura y más eficaz.

Hay que poner sobre todo la mirada, una mirada inquisitiva, en nuestra sociedad civil, un tema al que en España se le rehuye permanentemente. Es más fácil ejercitarse en desplazar la culpa en otros estamentos y especialmente al político, que ya está acostumbrado a que se le señale como culpable de todos los males. Pero ojalá fuera tan simple el problema.

La sociedad civil tiene que asumir -a través de sus instituciones- su responsabilidad en todos y cada uno de los problemas que surgen. Es este, lo he señalado en muchas ocasiones, uno de los problemas más serios que habrá que superar: la debilidad de una sociedad civil con una escasa capacidad de acción y de influencia en la ciudadanía.

En su ‘España invertebrada’ afirmaba Ortega y Gasset que «lo primero que el historiador debiera hacer para definir el carácter de una nación o de una época es fijar la ecuación peculiar en que las relaciones de sus masas con las minorías selectas se desarrollan dentro de ella».

Alrededor de esta frase -orteguiana pura- conviene ahora reflexionar sobre el estado de nuestra nación y también sobre nuestra responsabilidad tanto a escala individual como colectiva.

Vivimos un momento histórico en donde se ha puesto de manifiesto la ausencia de líderes en casi todas las áreas, y el tema merece una buena y reposada atención porque esa ausencia tiene causas y tiene consecuencias.

Las ‘minorías selectas’ no surgen de forma natural y espontánea. Su selección se genera a través de un proceso de muy variable duración y complejidad que acaba concretando las identidades con verdadera perfección. Es ahí donde fracasamos esplendorosamente al igual que varios países europeos. En el mundo anglosajón la búsqueda de líderes forma parte del quehacer normal, especialmente en el mundo político y en el empresarial.

Los liderazgos en España tienen muchas peculiaridades porque nuestra relación con ellos se manifiesta habitualmente como si fuera una relación con el poder sin valorar y enfatizar su capacidad transformadora y renovadora que es donde reside su esencia.

Por de pronto la renovación de los liderazgos ofrece resistencias numantinas. Es muy poco frecuente que se establezcan plazos máximos de duración e incluso cuando se establecen se suelen buscar fórmulas para poder extenderlos, bien cambiando la norma o interpretándola con flexible generosidad.

La expresión ‘erótica del poder’ define bien este fenómeno. Según Kissinger es «el mayor afrodisiaco», y por ello muchas de las personas que lo detentan, en vez de ejercerlo con honestidad, se dedican exclusivamente a intentar mantenerlo ‘sine die’, incluso cuando se detecta el rechazo de la ciudadanía. Desprecian las críticas que reciben o las silencian incluso con amenazas. Es por ello absolutamente cierto que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Ha llegado pues el momento en el que la sociedad civil tiene que decir ‘basta’ y dar un golpe de solapa para fijar ideas y en cuanto se pueda un golpe de timón. Necesitamos un liderazgo que lidere de verdad.

Liderar de verdad implica ante todo asumir el problema, en explicarlo con claridad, exponiendo los riesgos que conlleva y el tiempo que requiere para superarlo y en evitar a ultranza las múltiples formas de atribución de culpas a otras personas o instituciones que es un ejercicio demasiado frecuente en esta época, y que al final busca como remedio vender la idea de que la culpa es un poco de todos.

La lectura de los medios de comunicación ofrece todo género de ejemplos en este sentido y muchas veces los planteamientos son tragicómicos. Los éxitos se magnifican hasta límites intolerables y los fracasos o se ocultan en la medida máxima que se pueda, o se atribuyen a factores ajenos e incontrolables. Es imposible encontrar culpables.

El profesor Luis Miguel González de la Garza y yo mismo hemos publicado un trabajo que guarda relación indirecta con este tema. Es la idea de crear y defender el derecho a no ser engañado, dándole la vertebración jurídica necesaria para poder ejercerlo ante quienes falseen la realidad.

El buen liderazgo tiene que absorber una carga ética abundante porque entre sus efectos positivos importantes está el de la ejemplaridad, y hay que reconocer que son más frecuentes los líderes que venden y aconsejan pragmatismos defensivos humillantes que los que exigen la grandeza de «mirar lejos», como pedía Ortega y Gasset. Hay que recordar en este mismo sentido el verso del ‘Cantar del Mío Cid’, cuando afirma «qué buen vasallo si tuviera un buen señor».

Merece la pena por todo lo anterior que investiguemos con valentía si España tiene o no un déficit de buenos liderazgos. Parece muy probable que la respuesta tenga que ser negativa. Tenemos pocos ejemplos a seguir y además unas estructuras de poder muy poco sofisticadas, muy rígidas y muy vulgares. Hay sin duda excepciones brillantes que, además de confirmar la regla, ponen de manifiesto que tenemos un inmenso potencial de crecimiento que desperdiciamos por falta de audacia, valentía, decisión y constancia; un dato al que se añaden la envidia, el miedo a fracasar y el propio tratamiento del fracaso, en donde se diluye la idea de la segunda oportunidad, que en los países anglosajones ha dado frutos excepcionales. En esos países, los ‘curriculum vitae’ sin fracasos de ningún género, se estudian con muchas reservas. Un fracaso bien asumido llega a ser un factor claramente positivo para contratar un directivo.

No tenemos otro remedio que asumir esta nueva mentalidad y librarnos de tantos prejuicios estériles.

Antonio Garrigues Walker es jurista.

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