Problemas y soluciones

Parte de la frustración y desencanto que aquejan a esta humanidad perpleja radica, acaso, en la asunción de que todo problema tiene solución, cuando la mayoría de los problemas no pueden solucionarse. Simplemente. Tendemos a pensar que, igual que el fin natural de un enigma es su remedio, lo son el de la enfermedad, el de la pobreza y el de la guerra, o el de los virus con forma de ángel (exterminador), dispuestos a cubrirlo todo con su manto negro. Quizá convenga contemplar que el propósito de un dilema no sea siempre el de servir de meta, sino a veces de espuela, de deberes más que de examen, que la realidad no es la sección de pasatiempos de un periódico ni una bomba que desactivar ni una ofensa.

Hay problemas sin solución, es así de simple. Así de descorazonador. A veces todas las opciones son malas. A veces sólo queda elegir entre romperse la tibia, el peroné o la vergüenza. Siempre habrá guerras, siempre enfermedad, siempre injusticia, siempre pobreza. La vida no es arreglable porque la vida no es un problema. No hay solución, por tanto. ¿Puede resolverse la muerte? Si el mundo es un enigma que descifrar, ahondar en su arcano no implica desactivarlo, o no necesariamente, o no siempre, aunque apetezca sentir la indignación del niño que cree que todo ha de ser de su talla o tener, si no, apaño.

Gobernar es, seguramente, enfrentarse a eso. Tratar de conciliar derrotas; elegir la mejor de las opciones entre muchas malas (que no haya nada que hacer no significa que no haya que hacer nada). Gobernar no parece fácil, ni satisfactorio en casi ningún sentido que importe, sorprende que haya quien se muestre tan sediento de subirse al burro y quien ponga tanto empeño en no bajarse, casi siempre por razones inservibles. Tampoco es que lo pongamos fácil: tomar una decisión supone afrontar una sentencia, un juicio a menudo irresponsable. Cuando todas las opciones son malas, lo son todas las reacciones. Cuando lo bueno y lo malo no sirven, quedan lo mejor y lo peor, y lo mejor, cuando es malo, luce y queda como malo y como malo sólo, porque las demás opciones son supuestas, no existen, no hay con qué comparar nada, salvo con la buena fe y el humo, que se parecen. En una situación imaginaria en que cuarenta personas fueran a morir sin remedio o, con una mano osada, pudieran hacerlo sólo diez, conseguir que murieran las menos sería, ¿matar a diez o salvar a treinta? Los titulares irían por barrios -cada cual sirve a un señor-, pero gusta lo que gusta y lo que queda es, al final, lo que ha pasado, no lo que habría pasado ni lo que podría haber pasado. Lo que no puede medirse no puede demostrarse. Ni venderse.

Salvar el mundo compensa si, cuando el meteorito está a punto de golpear la Tierra, el héroe sale de la cabina ante los ojos de todos y lo detiene en el último ay. Entonces todo está claro: el riesgo, las consecuencias (felizmente malogradas), el mesías musculoso, el acto épico. Pero, si nadie miraba, lo que queda es el sonido del paradón, que asusta y hace llorar a los niños, el río que se desborda por el batir del aire y que anega los campos, el temblor de tierra que derriba los postes de luz y tumba el muro que separaba el sembrado de otro sembrado; y llegan las demandas al héroe, que debió haber dialogado con el meteorito y esperado al voto ponderado de la mayoría.

En el mundo real nadie vuela, se hacen, con suerte, proyecciones, se calibran alternativas que quedan desactualizadas ante la aparición de nuevas variables que sustituyen viejas variables que parecieron servir un rato para evitar lo que no evitaron y que todos fiscalizamos desde cualquier piadero; lo que la realidad a menudo despliega es más bien un abanico de desastres entre los que elegir (con el cuerpo bien encogido) uno, que atiende a un acercamiento posible a la realidad, uno solo, o a uno de sus fragmentos, a una aproximación concreta, ojalá que la más ancha, la de mayor alcance, pero que desatiende otra, porque no puede evitarse, o atiende, si no, a la segunda para descuidar la primera. Porque no puede evitarse. Y eso, imaginando un mundo exacto y, por tanto, inexistente, en que los delegados de clase se condujeran con la mayor entrega, la mayor honestidad, la mayor renuncia. Que ya es imaginar.

Sucede además que, a veces, un problema ni siquiera es un problema, sino un nido de problemas, una maraña de nudos enredados y embrollados, como esta gran ola verde de un millón de brazos que todo lo ocupa y a todo afecta, esta tormenta perfecta. La tortilla, ¿con mascarilla o sin mascarilla? (Y con cuál y cuándo y desde cuándo y cuánto va a durar el criterio). El colegio, ¿presencial o en casa? ¿Cómo separamos a los niños en las clases? ¿Quién se va a quedar con ellos si permanecen en casa? Los bares, ¿abiertos o cerrados? ¿Cómo evitamos el contagio en las barras? ¿Cómo pagamos los sueldos de quienes las cierren? ¿Vida o economía? (O, dicho de otra manera: la muerte, ¿a cámara rápida o lenta?). ¿Hay solución? ¿Hay respuesta? ¿Funcionan las pruebas que todo lo prueban, se hacen suficientes, se hacen demasiadas? ¿Existe el virus? ¿Existe el Cielo? ¿Es aún legal enfermar de otra cosa? ¿Hay tapabocas que tapen (de una vez) todas las bocas? Cuando se elige entre el aire y el agua, ¿qué se elige?, y, ¿entre el cianuro y el arsénico? ¿Se acierta cuando la realidad lo desborda todo y nos excede y empequeñece y nos convierte en un grano de arena y en una gota de agua, que son las metáforas que se usaban antes de los píxeles, cuando la realidad era aún en baja resolución, antes del sonido envolvente, antes de que el flujo de la vida pudiera seguirse en tiempo real y a la carta desde casa?

No hay acierto posible (ni visible) cuando toda opción es un fracaso, salvo el de dar, a pesar de todo, la pelea. Se yerra mejor o peor, con mejor o peor criterio; se contiene, si se puede, el daño; con honestidad o con cálculo, con más o menos desprendimiento, de forma elevada o reptando, con responsabilidad o al dictado del desvarío. O de la ambición. O del capricho. O del miedo. La realidad no es una revista a la que darle la vuelta para escrutar la respuesta, no es una serie ni es una novela de éxito ni es un juego de mesa que apilar en el trastero. Acaso la vida sea para vivirla, y no para resolverla.

Rodrigo Cortés es cineasta y escritor.

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