Nos encontramos en el tramo final de una legislatura constitucional en España, la octava, y si algo está claro es que hacer análisis o valoraciones en torno a lo que han sido las decisiones políticas relevantes o a los procesos que han marcado la actividad política y el debate público se hace especialmente oportuno y conveniente, sobre todo si sirve para identificar problemas que se han instalado en nuestra vida institucional y buscar referencias de futuro. Y lo cierto es que en este momento histórico o político donde las claves de los procesos propuestos se asientan en las incertidumbres y las dudas, y sobre todo en la inseguridad jurídica, la radicalidad o la falta de consensos, se sigue necesitando profundizar en los elementos que nos unen y que, desde la diferencia también, nos han ido fortaleciendo en España y más concretamente aquí, en el País Vasco.
Los procesos políticos que han protagonizado esta legislatura de mayoría y Gobierno socialista y que han sido planteados desde instituciones políticas diversas se han instalado en la unilateralidad, y sobre todo se han caracterizado por producir más problemas que por dar solución a los existentes. Estos procesos, claramente identificados por su planteamiento y gestión al margen de los pactos y los acuerdos necesarios, se han concretado en tres actuaciones secantes y de retroceso que van a lastrar, y mucho, nuestro futuro inmediato. El proceso de negociación abierto por el Gobierno de España con ETA-Batasuna, que ha tenido al presidente Zapatero como su principal impulsor; el proceso político que ha conducido a través de la reforma del Estatuto catalán a la reforma 'de facto' de la propia Constitución española, sobre la que aún no se ha pronunciado el Tribunal Constitucional, pero con el daño ya hecho, y el plan Ibarretxe en sus diversas y sucesivas fases, suponen, fundamentalmente, no sólo el alejamiento de la búsqueda de acuerdos amplios, sino que también se han caracterizado por los déficits de seguridad jurídica y constitucional que han conllevado.
Estas tres materializaciones de procesos políticos se presentan como la clave para entender que en esta legislatura que finaliza las prioridades políticas gubernamentales han estado, por un lado, en descartar a toda costa el acuerdo con el Partido Popular, principal partido de la oposición, y, por otro, en poner en subasta el pacto constitucional, iniciativa ésta que el Gobierno ha compartido con otros por acción o por omisión.
Es decir, el 'proceso de paz' (de negociación con ETA-Batasuna), con las expresiones y cesiones que todos hemos podido constatar, y el proceso político de reforma del Estatuto de Cataluña han buscado escenificar y concretar, con apariencia de lealtad institucional, el aislamiento de la única opción política estatal esencial para dar la estabilidad necesaria a cualquier acuerdo importante. No pueden existir acuerdos de Estado sin la participación del partido que representa a diez millones de españoles. Serán acuerdos de coyuntura o de conveniencia y, como tales, débiles y vulnerables. Sobre todo considerando que para alcanzar esos acuerdos insatisfactorios y endebles han tenido que deteriorar e incluso dinamitar consensos previos y acuerdos de referencia como el pacto constitucional y el Pacto por las libertades y contra el terrorismo.
Por otra parte, el proceso político planteado por el lehendakari Ibarretxe con expresión interna -reforma estatutaria y consulta de autodeterminación- y externa -desbordamiento constitucional- se aleja en la misma medida pero de otra manera de las necesidades de estabilidad y trata de lanzar a Zapatero un reto que tiene serias dificultades para neutralizar por sus compromisos parlamentarios y presupuestarios. Aquí la deslealtad es la clave. Este proceso político instalado con carácter de amenaza permanente se fundamenta en el acuerdo nacionalista para hacer saltar por los aires otro de los grandes acuerdos que definen nuestra autonomía, que no es otro que el pacto estatutario y, en su seno y en su origen, el foral. El plan Ibarretxe, I y II, constituye no sólo la pretensión de sacralizar la autodeterminación y convertirla en el objetivo político a corto plazo de este Gobierno tripartito, sino también de articular como fórmula 'ad intra' el desarme foral. La foralidad es el concepto que mejor define nuestra singularidad autonómica, pero también se demuestra que es la expresión más clara de un proceso político previo basado en la lealtad y en el pacto con mayúsculas. Y esto no es soportable por las jerarquías nacionalistas.
El enfrentamiento de los vascos con el resto de España y la división interna con ruptura de los elementos de cohesión existentes constituyen el otro gran 'anti-pacto' que hoy se presenta. Es decir, respectivamente, una apuesta estrictamente unilateral del presidente del Gobierno, una articulación mixta Gobierno de España, Partido Socialista y nacionalistas catalanes, y una tercera deriva estrictamente nacionalista se constituyen en las tres escenificaciones de una cultura política pragmática y cortoplacista de resultado cero. Para nuestro desarrollo como Estado-nación, que se ha instalado en nuestra realidad institucional y política. Queda pues de manifiesto que un proceso necesario para el desarrollo de nuestro país debe fundamentarse en otras claves que muchos estamos dispuestos a seguir defendiendo como lo llevamos haciendo hace mucho tiempo al amparo y al cobijo, sobre todo, de la Constitución del 78 y del Estatuto de Gernika.
El proceso o los procesos a definir sólo pueden pasar por los grandes acuerdos. Estos acuerdos amplios no lo son porque aglutinan a los partidos políticos mayoritarios, sino porque concitan como mínimo la voluntad de más 20 millones de españoles. Ahí es donde se justifica la fortaleza de cualquier proceso político a emprender. Fue la fortaleza del Pacto por las libertades y contra el terrorismo, fue la fortaleza del Pacto de Toledo o de la Justicia, fue antes la fortaleza del pacto constitucional y de la Transición. Y será la fortaleza del proceso político que nos conduzca definitivamente a la reforma de la Constitución o a la reforma del Senado. Que desde luego se materializará de nuevo en el proceso de derrota del terrorismo después del fracaso del emprendido esta legislatura. Procesos y acuerdos que necesitan liderazgos y políticas de Estado, no de coyuntura ni de exclusión como las planteadas en esta legislatura.
Y en nuestro caso, en Euskadi, todo debe seguir sustentándose en nuestro acuerdo foral, perfectamente plasmado en nuestro Estatuto y en nuestras diversas instituciones territoriales de autogobierno. Al fin y al cabo, en la confrontación política que vive nuestra tierra, a los demócratas vascos el hilo institucional alrededor de la foralidad nos une más que nos distancia. Y en ese terreno hay mucho que explorar aún. La foralidad sí es nuestra auténtica singularidad y personalidad y la mejor expresión y marco para trabajar por una mejor autonomía más que por más autonomía. En definitiva, la búsqueda de los planteamiento políticos de futuro debe hacerse sobre bases conocidas y que se han demostrado eficaces a la hora de aglutinar voluntades, no sobre arquitecturas unilaterales que se alejan del gran acuerdo o sobre desafíos particularistas. En estos años recientes la experiencia en España, y la nuestra en Euskadi, en relación a los procesos políticos nos ha hecho ser testigos del esfuerzo inverso y por consiguiente del desgaste y del fracaso colectivo.
Y es cierto que tiene muchas dificultades construir un discurso atractivo y de referencia en torno a los pactos de Estado o en el trabajo por las amplias mayorías, y no digamos lo complicado que es ilusionar a la sociedad en las claves de la foralidad como fórmula para allanar los asuntos que rodean los problemas identitarios. Parece más llamativo el diseño de límites y fronteras, o el de desacuerdos y distancias. Pero no hay más alternativa para el desarrollo político de nuestra sociedad que abordar un proceso de pactos y acuerdos fuertes estables. Por ello la estrategia del aislamiento llevada a cabo por Zapatero y su teoría de la 'tensión' política como conveniencia electoral y la confrontación planteada en España hoy por el nacionalismo y su afán de ruptura deben dar paso a nuevos tiempos y, por supuesto, a nuevos talantes.
Carmelo Barrio