Profesionales

En 1673, Molière estrenaba una comedia sobre quien se cree enfermo, y no lo está, y quien se dice médico, y no lo es. Las críticas del Enfermoimaginario no se dirigían a la medicina en general, como a veces se dice, sino a los miembros de la Sorbona, una institución que mantenía, desde su creación en el siglo XIII, un férreo control de la enseñanza y la práctica de la medicina en Francia. Desde los tiempos de Molière hasta la aparición de las ciencias de la salud, a comienzos del siglo XIX, todas las reformas educativas se enfrentaron, una y otra vez, con la oposición de los miembros de esta corporación, algunos de los cuales también formaban parte del Parlamento de París, una de las reliquias feudales del nuevo Estado moderno. La crítica a la que Molière se adhiere considera que los miembros de la Facultad no están interesados realmente en los avatares del cuerpo ajeno, sino en la sobrevivencia del propio, en la perpetuación de sus privilegios económicos y de sus exenciones jurídicas. Obsesionados con un sistema de acceso y promoción basado en la lealtad y el vasallaje, los jóvenes doctores no aprenden en la Facultad más que a citarse los unos a los otros en latín, permaneciendo cerrados a cualquier forma de innovación, ya sea en el conocimiento del cuerpo o en el tratamiento de la enfermedad. Todos ellos son contrarios a las demostraciones anatómicas, a la circulación de la sangre, así como a la aplicación de remedios químicos. Más adelante, también se opondrán al uso de la vacuna.

Al contrario que otros cuerpos profesionales, la obcecación de los diplomados de París se encontrará con dos problemas nada imaginarios: en primer lugar, los pacientes (reales) se les mueren. En segundo lugar, los pacientes (también reales) no solo los ignoran, sino que también los combaten. La madre española de Luis XIV fue tratada de cáncer por el médico de la corte, mientras que la intervención de la fístula del rey corrió a cargo de su propio cirujano, también ajeno a la Facultad. Fiel a los principios de centralización del Estado, el monarca no es partidario de la monarquía parlamentaria, como le reprochará Chateaubriand, pero sí defiende un modelo político contrario al orden feudal, como le reconocerá Voltaire. Su siglo, el de Louis XIV, estaba gobernado por una idea que le sobrevivirá durante la Revolución, el Imperio y la Restauración. En esa idea, que no es otra que la idea misma de Francia, el rey no gobierna sobre las personas, sino sobre los cuerpos del Estado, incluyendo a los diplomados de la Facultad de Medicina de París.

Las críticas de Molière van dirigidas a una forma de profesionalización que podríamos denominar «corporativa», por oposición a otra que podríamos considerar «estatal». La primera está regulada por principios de naturaleza feudal, desde las formas endogámicas de acceso hasta los mecanismos de recompensa y perpetuación. La segunda obedece a un intento de centralización de los poderes del Estado, así como a la liberalización de un ejercicio que permita una mayor eficacia en los remedios. Con todas las modificaciones que se quiera, los conflictos entre ambas formas de profesionalización han sido constantes en la historia de Europa. Los ejemplos son innumerables, y casi siempre con los mismos resultados: no hay intento de crear una política centralizada de gestión de recursos económicos o humanos que no choque con intereses corporativos. La difícil aplicación de los programas Ramón y Cajal, Juan de la Cierva, pero también la incorporación de algunos investigadores Icrea en Cataluña, rechazada por los autodenominados «científicos de plantilla», no hace sino replicar una extraña y vieja letanía.

En nuestro mundo contemporáneo ya no sorprende que, ante los intentos de modernización de la Universidad, muchos profesionales respondan con ideas extraídas del viejo feudalismo endogámico. Su proclama de libertad no podría reflejar de manera más íntima los esfuerzos titánicos por conservar pequeños privilegios y exenciones. Al mismo tiempo, sus frases lapidarias recuerdan con demasiada frecuencia a la visdormitiva de la que se burlaba Molière. Hay que señalar, sin embargo, que mientras la Comisión Europea intenta dar el golpe de gracia a los restos de mentalidad feudal que sobreviven en las universidades europeas no ha comprendido que la definitiva reforma de la investigación debe ir a acompañada no solo de un presupuesto, sino también de una idea. La defensa de las nuevas formas de enseñanza y de la práctica profesional no tenía, en el caso de Luis XIV, nada que ver con el mecenazgo. Su propósito tampoco era la reforma de la educación; ni siquiera el uso instrumental del conocimiento en esta batalla o en aquella empresa. Su obsesión era Francia. El monarca comprendió bien que el trabajo de sus funcionarios repercutía no solo en la gloria de la corte, sino en la construcción interna del Estado y en su posicionamiento geopolítico. Frente al poder de las facultades, el monarca y sus ministros comenzaron a crear museos, centros de investigación y enseñanza que sobrevivieron a la Revolución, a veces con otro nombre, y se consolidaron en el nuevo mapa de la investigación francesa durante el siglo XIX.

La reforma en los modos de financiación de las Humanidades propuesta en Vilnius hace unos meses, encaminada a integrar toda investigación en un conjunto de retos sociales, solo permite dos opciones: o resistir y trabajar como hasta ahora para mayor gloria de un pequeño petimetre, o hacerlo para intentar producir un beneficio social en los próximos diez años. El Horizonte 2020 que preocupa tanto a la Comisión Europea es acertado en muchos de sus diagnósticos, pero ingenuo en su alcance. No necesitamos un proyecto de profesionalización para los próximos diez años. Necesitamos poner encima de la mesa un gran proyecto para los próximos doscientos. Nuestra obsesión no debería ser este o aquel reto social. Nuestra obsesión debería ser Europa. En la perspectiva de un proyecto semejante, de una construcción política de la significación de Europa en un mundo globalizado, los médicos imaginarios no tienen cabida, desde luego, pero tampoco caben el cortoplacismo, la falta de memoria histórica o la ausencia de ambición política. Molière estrenó su Enfermo imaginario en el quartier en el que, como su nombre indica, los parisinos escuchaban hablar el ridículo latín de la Sorbona. Poco antes el Rey Sol había creado un gran teatro anatómico en el que las demostraciones convocaban a cientos de personas venidas de los lugares más lejanos de Europa. Frente a la actitud profesoral de los médicos de París, que no se manchaban las manos con cadáveres, la anatomía comenzó a florecer en Francia. Hoy en día, la gran expresión de la lucha monárquica contra la corporación feudal lleva el nombre del gran filósofo de la biopolítica. «Michel Foucault», así se llama la placita en la que se levanta, qué paradoja, uno de lo grandes monumentos del absolutismo: el Collège de France.

Javier Moscoso, profesor de investigación del CSIC.

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