Ante una posible y nueva legislación acerca de la interrupción voluntaria del embarazo, y las nefastas consecuencias que de esa ley se van a derivar, hay que ponerse en guardia ante el deterioro que va a sufrir la valoración de la persona y de la misma sociedad. Hay que decir claramente que no se puede conculcar un derecho tan fundamental como es el de la vida, también del que ya ha sido engendrado, aunque todavía no haya visto la luz. Las disposiciones que se avecinan hacen regresar a la ley de los más fuertes, que agravan los problemas sin resolverlos, que en lugar de buscar soluciones adecuadas se pretenda eliminar a quien está en camino de poder vivir como persona.
Estamos ante un grave atentado a la igualdad y una claudicación del principio de protección al más indefenso. ¿A quién interesa la interrupción del embarazo? Desde luego, no a quien va a nacer, que será la víctima inocente del aborto. Es decir, de la muerte. Han decidido por él, le han robado el derecho a vivir y tiene que pagar los errores que otros cometieron. Si la madre hizo con su cuerpo lo que quiso, ahora es su hijo quien paga las consecuencias. Lo quieran o no, van a ser padres, aunque en este caso de un hijo muerto.
La misma palabra interrupción, empleo eufemístico de eliminación y crimen, ya está indicando que se está poniendo límite a algo que está llamado a seguir adelante. En el caso del aborto, lo que se interrumpe es el proceso vital de un nuevo ser que ha comenzado, con derecho a que no se le impida continuar su curso de desarrollo.
El aborto es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento. Algo abiertamente inmoral, pues está en juego el derecho fundamental a la vida.
Aunque el aborto es condenable por sí mismo, también lo es por las deplorables consecuencias que acarrea a la madre y a la misma sociedad. Remontándonos a la fecha de la ley de despenalización del aborto en determinados supuestos de 1985, más de un millón de padres han destruido a su hijo. El equivalente a una gran ciudad. En muchos de los casos, han sido tales los chantajes, las presiones y hasta las amenazas a las que ha sido sometida la mujer, que se puede considerar como una especialmente agresiva violencia de género.
Tanto la madre como el hijo van a quedar en un completo desamparo, sujetos a muchos acosos sociales, presiones familiares y mediáticas que condicionarán la libertad de la madre, obligándola a optar por un aborto no deseado. Una descarada violencia que priva a la mujer de su libertad. Acoso, también, a los profesionales de la salud, que van a verse fuertemente presionados para colaborar en algo que repugna a su conciencia.
La madre va a ser tan víctima como su hijo, aunque de forma diferente. Tendrá que arrastrar, quizás durante toda la vida, el trauma de la culpabilidad, el remordimiento, la pérdida de la autoestima, la soledad interior. Y todo ello en un país que está navegando entre los niveles más bajos de la natalidad y los más altos en el número de abortos. En fin, abocado a ser un pueblo de viejos y de violentos.
Se ha llegado a una banalización tal de la vida, que su cotización como valor indiscutible ha caído desplomado. Vale muy poco y se puede eliminar sin el menor de los escrúpulos. La persona no vale casi nada y es fácil prescindir de ella. Se puede matar a alguien con toda impunidad. El grado de indefensión en el que queda la vida humana es increíble. Estará al libre arbitrio de otros individuos, que pueden considerar molesto al hijo que viene y hay que destruirlo. El más inocente y el más débil será el más agredido y menospreciado.
Nadie tiene derecho sobre la vida de los demás, ni siquiera la madre sobre el hijo. La justicia, el derecho y la vida no pueden venderse, ni a plazos ni a precio alguno. Son valores tan altos y preciosos como innegociables. El Estado, con todas sus instituciones públicas, debe tutelar el incuestionable derecho a vivir. El camino de solución a los problemas que pueda tener la sociedad nunca puede ser el de la eliminación de la vida humana, sino arbitrar medidas positivas para una seria y adecuada educación afectiva y sexual, protección de la madre con ayudas familiares, posibilidad de adopción...
El aborto, como recordaba Benedicto XVI es una «profunda herida social», no un derecho humano. Lo que deben proteger las leyes de los Estados es el derecho a vivir, no a impedirlo. La madre no es la dueña de la vida de su hijo. No queremos que la madre vaya a la cárcel, pero tampoco que desaparezca el hijo en una trituradora, en la alcantarilla o entre los detritos de un hospital.
Ahora bien, junto a esa defensa de los derechos, hay que poner las medidas que hagan posible el poder ejercerlos, como pueden ser las del apoyo económico, médico y social a las embarazadas para que puedan tener a su hijo. Establecer incentivos para la adopción. Que la maternidad no lleve consigo, en forma alguna, inseguridad en el empleo, dificultades para el cuidado del hijo, limitaciones económicas insalvables...
El magisterio de la Iglesia quiere contribuir, y de la manera más noble, a la defensa de la dignidad de la persona, tanto de la madre como del hijo. La postura es muy clara: no a la gran injusticia del aborto y sí una abierta defensa del derecho a vivir desde la concepción hasta la muerte natural.
Estamos acostumbrados a que se acuse a la Iglesia de querer imponer sus criterios morales a la sociedad entera. Esta acusación, al menos en el caso del aborto, carece de fundamento, pues la defensa de la vida humana nos obliga a todos por igual, creyentes o no, y a todos nos corresponde defenderla y cuidarla con exquisito esmero desde la concepción hasta la muerte natural. El ejercicio de una conciencia crítica le viene muy bien a la sociedad. Puede hacerle despertar de ese sueño nefasto en el que se piensa que todo lo posible puede hacerse, aun a costa del derecho de los demás y de la extorsión de las conciencias.
El discurso nos lo sabemos de memoria: que son los reaccionarios de siempre, los obstrucionistas del progreso, los enemigos de la innovación. Parece como si el avance y lo nuevo fueran propiedad exclusiva de un determinado sector y para valorar todos y cada uno de los movimientos de la conducta. El criterio de valoración ética no está en unas ideas, sino en lo que Dios ha puesto en lo más íntimo de la conciencia de cada hombre. Y que Jesucristo, para nosotros, se ha encargado de recordárnoslo.
Carlos Amigo Vallejo