Entre los beneficiarios de los programas sociales del Gobierno federal se identifican diferencias sustantivas con respecto al resto de la población en cuanto a la aprobación presidencial, la intención de voto por Morena y el apoyo en una hipotética revocación de mandato, en algunos casos de hasta 15%. Esto muestra el enorme riesgo de que, sin un diseño, evaluación y mecanismos de control adecuados, los programas sociales del Gobierno no ayuden a resolver los problemas históricos de la sociedad mexicana y, por el contrario, se conviertan en una herramienta político-electoral en beneficio del Gobierno actual.
El clientelismo político-electoral no solo está prohibido en la legislación, sino que puede y debe ser clasificado como un mecanismo de corrupción. Los recursos para los programas sociales provienen de los impuestos de los mexicanos, los aprueba el Congreso y están sujetos a una serie de condicionamientos establecidos por diferentes leyes y reglamentos. El ejercicio de estos recursos también se rige por normas y procedimientos que, de no ser observados, causan distintos tipos de sanciones: desde administrativas hasta penales.
¿Todo programa es clientelista? No necesariamente. La política social, siempre necesaria para atenuar la desigualdad, reducir la pobreza o ampliar oportunidades, tiene distintos componentes como la protección de algunos derechos fundamentales —salud o educación, creación de beneficios universales o la atención específica a grupos vulnerables mediante intervenciones focalizadas.
Son éstos últimos los más proclives al uso clientelar y, nos guste o no, los programas sociales tienen dividendos que poco tienen que ver con el alivio de las necesidades: los réditos políticos. Sirven para crear una base de apoyo a los gobernantes que los adoptan, las llamadas clientelas.
No se trata de que los Gobiernos no tengan una política social compuesta de programas sociales que beneficien a los sectores más necesitados de la población. Entre otras, y después de la de brindar seguridad a los ciudadanos, es una de las obligaciones fundamentales del Estado. Más aún, es la razón de ser del Estado de bienestar. Puede decirse con justicia que es válido que los Gobiernos de distinto signo se diferencien entre sí por el tipo de programas que ofrecen y la amplitud de los mismos. Lo que no es válido es que los programas sociales no se apeguen a la normatividad y que estén concebidos, diseñados y operados con criterios político-electorales en lugar de con criterios sociales.
La única manera de saber el criterio que priva en los programas elegidos y puestos en marcha es la evaluación de los mismos en su fase de diseño, después en su operación y por último en su eficacia, esto es, en el logro de sus propósitos. La vigilancia en todas estas etapas es clave. Y no, no cualquier vigilancia. Es indispensable que haya uno o varios órganos independientes encargados de la evaluación programática y presupuestaria. Es indispensable, también, la transparencia y el acceso público a la información para que otros entes, como la academia o las organizaciones de la sociedad civil, puedan contribuir con sus propias evaluaciones, aún cuando sus conclusiones y recomendaciones no sean obligatorias.
Hoy, como en el pasado, los programas sociales son el instrumento de los políticos para ganar popularidad y hacerse de, mantener o ampliar su base de votantes. En toda democracia, los gobernantes no sólo quieren tener un alto grado de aprobación, sino que su proyecto de nación tenga la mayor permanencia posible. Para ello es necesario mantenerse en el poder a través de la reelección –en México no la hay para el presidente- o la del partido gobernante y ganar para sí tantos cargos como sea posible para tener mayor margen de decisión.
Lo que no ocurre en toda democracia es la discrecionalidad en el manejo de recursos destinados a los programas independientemente de su utilidad y eficacia sociales. Y es aquí precisamente en donde entra el fenómeno de la corrupción. Caracterizar a un programa o conjunto de ellos como clientelista depende de muchas variables: ¿a quién van dirigidos?, ¿se condicionan?, ¿realmente se entregan?, ¿se entregan en su totalidad o se retiene una parte con alguna argucia?, ¿a través de qué medios?, ¿hay contacto personal entre el beneficiario y el “repartidor”, ¿tienen algún sello o identificación oficial?, ¿se hace propaganda gubernamental con ellos?, ¿es ésta personalizada?, ¿son fiscalizables?
En todas estas variables, antes como ahora, México sale mal librado. Tal y como han mostrado las primeras “Evaluaciones de Diseño con Trabajo de Campo a 17 Programas Prioritarios de Desarrollo Social 2019-2020” del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), los programas adolecen de muchos problemas. Entre ellos, la no identificación de la población objetivo, la forma de medir las metas, la ausencia de lineamientos para la aplicación de los recursos y la falta de evaluación para saber qué tan efectivos están siendo los programas.
Esta evaluación confirma los hallazgos que desde diversos think tanks, organizaciones de la sociedad civil, organismos internacionales, academia y reportajes de periodismo de investigación han sido publicados y divulgados desde que se dieron a conocer los programas y comenzaron a operarse.
La mayoría de los estudios no gubernamentales señala las bajas probabilidades de éxito que tienen para lograr sus objetivos dado el mal diseño y peor operación. Las conclusiones de estas investigaciones señalan: a) los programas no fueron sometidos de inicio, como obliga la ley, a la evaluación de CONEVAL; b) no parece haber concordancia entre el diagnóstico, el objetivo buscado y los mecanismos para lograrlo; c) los padrones se mantienen en la opacidad; d) la mayoría funciona sin reglas de operación; e) no existe información comprobable de cómo se dispersan los recursos ni del porcentaje de beneficiarios que realmente los están recibiendo; f) el subejercicio de los programas es cuantioso y no se sabe a dónde se destinan los sobrantes programados; g) la entrega de dinero en efectivo parece estar resolviendo la necesidad de que ciertos sectores de la población cuenten con recursos extras para día a día, pero no para resolver los problemas de educación, salud, falta de capacitación, empleo u oportunidad para abrir un negocio.
La situación no es muy distinta si se atiende a las auditorías, todavía incompletas, realizadas por la Auditoría Superior de la Federación. Por citar un ejemplo, el órgano de Control Interno de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, encontró que en el caso de Jóvenes Construyendo el Futuro (auditoría 15/2019) existían “anomalías” en 55% de los apoyos a jóvenes. Éstas consisten en la no existencia del centro de trabajo en el domicilio reportado, la falta de capacidad para recibir a becarios pues el número de ellos es mayor al número de trabajadores totales del establecimiento, la no identificación del representante legal, la baja del becario porque el capacitador le solicitó un “moche”.
Todo esto, en cuanto a la evaluación programática y de ejercicio de recursos. Pero, la situación es distinta si vamos a los hallazgos de los réditos políticos de los programas sociales. Aquí la evaluación cambia y sí se cumplen los propósitos de aumentar la popularidad y la rentabilidad político-electoral.
La 2ª Encuesta Nacional Anual, Percepciones sobre Corrupción 2020 llevada a cabo por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad junto con el departamento de datología del periódico Reforma, arroja resultados interesantes que confirman los beneficios políticos de los programas sociales de la presente administración.
La aprobación presidencial entre hogares con beneficiarios de programas sociales y muy particularmente entre los beneficiarios directos es mayor que entre la población que no recibe esos programas y que entre la población en general.
Entre la población en general la aprobación del presidente López Obrador es de 59% y la desaprobación del 37%. Pero si nos movemos a los hogares en los que hay al menos algún beneficiario de programas sociales la aprobación es de 66.07% y la desaprobación de 30,27%. En contraste, entre los hogares en los no hay beneficiarios la aprobación baja a 51,9% y la desaprobación sube a 44,32%. La discrepancia es notable y se hace mayor si el encuestado es el beneficiario directo. En este caso la aprobación sube a 68,25%.
Pasando al plano electoral, los resultados son similares. El año pasado (2019) fue aprobada la revocación de mandato para el presidente de la República. De llevarse a cabo, ésta tendría lugar en el 2022, un año después de las elecciones intermedias. Mientras que 66.61% de los beneficiarios directos y 65,09% de las personas que viven en hogares con algún beneficiario votarían por la permanencia de López Obrador en la presidencia, el porcentaje baja a 49,61% entre los no beneficiarios. ¡Una diferencia de 17 o de 15,5 puntos porcentuales!
Al preguntar por la intención de voto el panorama es muy similar. Entre la población en general el voto se sitúa en el orden de 32,6% para Morena, seguido por el PRI por con tan solo 14,9% y el PAN con 11,8%. Si la misma pregunta se hace a los habitantes de hogares en los que se recibe algún programa social, la intención de voto por Morena sube a 38,5% y si se trata del beneficiario directo a 39,8%. En cambio, en aquellos hogares en los que no hay beneficiarios, la preferencia disminuye a 26,8%.
En otro orden de preocupaciones, la encuesta preguntó sobre si los programas estaban siendo condicionados y es de reconocerse que la inmensa mayoría de los hogares o beneficiarios directos encuestados, 95,5% y 91.12% respectivamente, dicen no haber recibido una petición de “favor, apoyo, político o dinero” a cambio de haber sido inscritos en el padrón. Curiosamente, entre los no beneficiarios, el porcentaje de personas que dijeron haber recibido una petición de condicionamiento baja a 70,41%. No hay explicación cierta a este fenómeno ni puede deducirse que no fueron inscritos al haberse negado a aceptar el intercambio.
Dentro del mismo plano electoral se examinó también la percepción sobre el origen de los recursos para los programas sociales y no es de sorprender que la suma de los que contestaron “Andrés Manuel López Obrador” o “Morena” es casi igual a los que tienen la percepción de que es el “Gobierno Federal” quien otorga los beneficios. Aún cuando no puede hacerse una separación tajante entre “López Obrador” que ha sido un presidente omnipresente y “Gobierno Federal”, las menciones a este último tienen una connotación más institucional o menos personal.
La variación entre programas sobre el origen de los recursos no varía significativamente salvo en un caso -Sembrando Vida- en el que la mención de López Obrador es significativamente mayor con 35,9 de los hogares o beneficiarios directos opinando que el programa proviene del presidente. Este porcentaje se incrementa a 45,3% si se le suma el porcentaje de que es Morena quien es el responsable de otorgar los recursos.
Es de destacar que los Gobiernos estatales y municipales están prácticamente anulados en la identificación de los ciudadanos como contribuyentes a los programas sociales. Solo un 6,36% y un 0,47% respectivamente piensan que estos órdenes de gobierno tienen algo que ver con los programas.
Estos datos no son triviales en términos de los dividendos o réditos político electorales. Aun cuando no puede concluirse que todo beneficiario se convierta en automático en una persona leal al presidente o a su partido, queda claro que tanto la popularidad como la intención de voto están relacionadas entre sí, dando una preeminencia política al presidente y una ventaja a su partido.
A este hecho habría que agregar que, si los programas sociales no se manejan con la pulcritud y transparencia debidas y, a la vez, no son auditados ni auditables, estaríamos frente a ineluctables actos de corrupción operados desde el Gobierno.
Ma. Amparo Casar es doctora en Ciencias Políticas por la Universidad de Cambridge, cofundadora y presidenta de Mexicanos Contra la Corrupción e Impunidad.