Progresismo, democracia y minicracia

Hay muchos progresismos, todos creen que del presente va a salir un futuro mejor. Van del acercamiento progresivo de los hombres al reino de Dios, de San Agustín, a la sociedad igualitaria a través de varias dictaduras (en Platón y Marx, por ejemplo) y al desarrollismo económico de tantos americanos y europeos.

Van acompañados de un cierto automatismo, un porque sí: ese futuro nadie podrá pararlo, sobre todo si los creyentes en él colaboran. Desprecian mil veces la realidad: de algún modo, creen, todo irá hacia adelante. Algo mejor nos será dado: no se dice de dónde o por dónde llegará. El pasado está muerto, es una serie de curiosidades: dioses y ritos, tiranos y revoluciones. A partir de esto, nacerán el hombre nuevo y la sociedad nueva. «Pero vosotros, ¿qué queréis?» le preguntó al progre de turno un antiguo decano de Filosofía y Letras. «La perfección del hombre», contestó.

Es en alguna medida el hombre nuevo de los cristianos (antes de los budistas y Platón). Los progresistas, desde el XVIII y aún antes, ayudaban a empujar el alumbramiento de ese hombre y esa sociedad nueva, ahora ya desarrollista. Solo que a veces, al arremeter contra tantas cosas, provocaban sin querer revolución, tiranía y desastres y un lamentable tener que volver a empezar. A veces el hombre nuevo era «el hombre en el hombre», que decía Platón, un santo; a veces, era más bien un monstruo nuevo (o un monstruo primigenio).

Pasando a la experiencia personal, recuerdo con melancolía a aquellos progres nuestros de los años sesenta y setenta. Era muy fácil: con hacer lo contrario de Franco, todo iría bien. Iban a caballo de la ola, también ellos se crecerían y tendrían poder (como así fue). Eran agresivos, también medrosos. Acabaron en hombres tan convencionales como cualquier otro.

En fin, los más inteligentes aprendieron un poco de realismo, aunque tuvieran a veces que girar en redondo. Así Felipe González. Aunque algunos goles, de grado o no, hubieron de encajar. Marcaron, tras precedentes, el inicio del declive de la educación española: una contrapartida bien triste del progresismo. No supieron combinar el ascenso de la economía y de las masas con la estabilidad, por lo menos, de la cultura. Salvo la elemental y la especializada.

Paradojas: no siempre hay línea recta, también hay marchas atrás, aperturas y cierres. De todos modos, González era, en cierto, modo, un progre que aprendía de los hechos: sencillamente, porque era inteligente. No podía estar contra Marruecos y EE.UU. ni socializar más allá de ciertos límites ni meterse en conflictos sin salida, ni tomar decisiones de mero resentimiento histórico.

Zapatero es lo contrario, un progre dogmático que no aprende. Se ha quedado, intelectualmente hablando, en la adolescencia. Tiene fórmulas mágicas, con una sonrisa y unas palabras todo lo arregla. Todo será suave y pacífico, encarrilado en línea recta hacia un futuro sin sombras. Somos muchísimos los que le hemos dicho que su política es un error: pues nada. Lo triste es que muchísimos españoles parece que no se enteran.

Acabo de publicar un libro, El reloj de la Historia. Homo sapiens, Grecia antigua y mundo moderno, que intenta hacer ver que no todo es igual a todo, que no existe una tendencia única en la vía de la Historia. Los buenos historiadores ya lo sabían. Los intentos de mejora provocan, a veces, catástrofes, la libertad también. Hay avances y retrocesos, ciclos. La vida es complicada e incierta.

Esto ya lo sabía Platón, que vivió tantos movimientos infernales, acciones y reacciones, miserias dentro de una democracia degenerada. Que inventó teorías para traer el gobierno del Bien. Pero queriendo curar al hombre abrió una serie de reacciones y enfrentamientos. El hombre encierra fuerza y grandeza, pero de aquí salen cosas muy opuestas, desastrosas a veces. Y es imposible mutilarlo, ya ven cómo el Cristianismo y el Marxismo chocaron con el viejo ser del hombre, que no se dejó domesticar más que muy parcialmente.

El verdadero gobierno, la verdadera libertad, el verdadero progreso no han sido descubiertos todavía. Solo unos cuantos hilos que se combinan variamente. Ni es la democracia progresista el ungüento amarillo. Ha curado cosas, sí, salvado problemas inveterados. Y producido monstruos, también, cuando se ha corrompido. Ya lo sabía Platón, insisto. ¿Y cuál es la verdadera democracia? Difícil problema.

Desde luego, no esta de España. En ella triunfan imágenes y eslóganes. Subyugan, pese a todo. Y no es la racionalidad lo que triunfa siempre, como proponía Protágoras.

Artur Mas critica, por ejemplo, que el partido vencedor en unas elecciones sea luego atado como Gulliver por los enanos. De acuerdo. Pero ¿no obligaron ellos, una minoría mínima, al PSOE y el PP a cambiar su curso, paralizarse casi? Cosas esenciales para España que quedaron abandonadas -en beneficio de ellos, de una minoría ínfima.

Este es solo un ejemplo de las trampas de la igualdad y de un cierto tipo de democracia. Una minicracia más bien, en que fuerzas e intereses estadísticamente mínimos, contrarios al ser de la nación, se imponen. Y en que incluso dentro del PSOE, un partido español, dejan al margen a todo el que no comulga con una pequeño sector, el que se encoge ante los mini.
Desde el comienzo, ha habido por parte de los gobiernos españoles una dejación de los poderes que les confería la Constitución (y la tradición y el bien de España). Ante chantages múltiples, o por seguir el tradicional todos-contra-la-derecha, han ido cediendo ante ETA (con la máxima excepción de Aznar) y los nacionalismos. Ya ven a dónde se llega con las concesiones. Pero, volviendo al tema central: la historia es demasiado compleja para que la reinventen los políticos y la entiendan las masas, movidas por hechos y gestos circunstanciales.

Hay constantes, claro, pero ¡tan inciertas en el detalle! Hay por ejemplo, una tendencia a la apertura y creatividad, salida, según yo, de nuestra asendereada cultura greco-romana-moderna. Pero ¡cuántos excesos y cuánta reacción, cuánto conflicto, cuánta incertidumbre! Todo demasiado complejo y laberíntico para el político y el hombre común, que busca logros inmediatos. Todo lleno de problemas, a veces con sangre; a veces se curan, a veces no. Volver a empezar.

No se puede criticar a nadie que se agarre a la esperanza. Pero hay esperanza racional e irracional. Yo al progre, que me respetaba, en parte estábamos de acuerdo (no en que yo me «definiera» en sus términos), lo miraba en aquellos tiempos con simpatía, al tiempo que con desconfianza por su simplismo ahistórico. Ya sabemos que en tiempos de lucha los grupos se alían en torno a mínimas palabras. También ahora, parece. Ahora el progresismo es nuestra religión oficial, el político ha de predicarlo en sus múltiples variantes. Incluso si desconfía de él íntimamente.

Mientras no nos peguemos el batacazo, juntos, todos los pueblos de España, bien va. Algo aprenderán, quizá, los progresistas radicales, pese a todo. Y la historia siempre deja una esperanza. El hombre es un ser de esperanza, ha salido de los más duros atascos. ¡Pero a qué precio!

En fin, en el siglo XVIII había casi un acuerdo de gobierno en Europa, unos ideales. Luego la Revolución, el Marxismo, el Nacionalismo y el Bolchevismo metieron la gran cuchilla entre unos y otros. Luego vino la democracia como una vía de conciliación. Lo ha sido y ha sido lo contrario.

Estamos en la democracia de partidos. Mejor esto que debatir con las armas. Pero se desvía cada día de su modelo ideal. Mas que democracia es minicracia, ya lo he dicho. Y los partidos son a veces pequeños feudos, oficinas de colocación, digamos, que quitan libertad hasta a sus miembros y que con sus acuerdos con los mini perturban la democracia.

Francisco Rodríguez Adrados, de las Reales Academias Española y de la Historia.