Por Manuel Alcaraz Ramos, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Alicante (EL CORREO DIGITAL, 07/07/06):
Hay que remontarse a los aciagos años de la Guerra Civil para encontrar algo semejante: la prohibición de decir misa en toda una diócesis. Va a ser verdad, pensé cuando leí el titular que anunciaba el prodigio, lo que venían vociferando los honestos cardenales y en España se ciñe la guadaña sobre la libertad de cultos. Así que resolví renunciar a mi proverbial anticlericalismo y dirigirme a donde fuera menester a manifestar mi solidaridad con los perseguidos católicos. Pero entonces leí la letra pequeña del artículo. Y comprendí. La prohibición la había efectuado el señor arzobispo de Valencia con motivo de la visita del Papa y pretendía no distraer a la feligresía con eucaristías de andar por casa y ofrecerles un argumento más para cerrar las filas, ya prietas de por sí, en torno al anciano venido de Roma.
La verdad es que el asunto da para multitud de chistes levemente sacrílegos. Pero me los ahorraré. Daré un nuevo ejemplo de cómo los vituperados ateos o agnósticos solemos ser bastante más cautos en nuestras ironías y denuestos que los martiriales jerarcas, tan dados a insultarnos por un quítame allá esas pajas u otras debilidades de la carne o del pensamiento. Que la verdad es que están hechos unos brutotes.
En honor a la verdad hay que testimoniar que, consultados por los periodistas y, supongo, en absoluto secreto, que buena está la fraternidad de los cristianos como para que los creyentes eleven la voz, algunos sacerdotes manifestaron su desacuerdo con la medida con dos clases de argumentos. Unos apelaban a la incapacidad del mismísimo Papa -y no digamos de un vulgarcillo arzobispo- para derogar mandatos divinos y parecía, hasta ahora -yo lo recuerdo de cuando la Primera Comunión- que el Jefe había dicho eso de «haced esto en memoria mía», sin esas limitaciones marcadas por la mercadotecnia. Para otros, el argumento es más pedestre o, si se prefiere, más cargado de caridad: ¿Cómo iba a dejarse sin el Pan de los Ángeles a unos parroquianos que, en ocasiones -en muchísimas ocasiones-, son gente mayor, para que acudan a los fastos reevangelizadores de la familia a una ciudad que está, en algunos casos, a unos 100 kilómetros y, encima, a unos actos que durarán más de cinco horas?
Cuando escribo esto no sé en qué ha parado la cosa. Supongo que, con la discreción acostumbrada, el arzobispito de marras, todo amor, autorizará excepciones a su regla -al fin y al cabo la Iglesia es maestra en estas cosas- mientras habrá abierto una investigación para ver quiénes son esos deslenguados incapaces de entender la importancia de congregarse en torno al señor XVI. Y aquí, precisamente aquí, reside la clave de todo el asunto.
Mis conocimientos teológicos son tan menguados que pueden ser despreciados, pero tengo para mí, desde hace algún tiempo, varias lecturas y una visita reciente a Roma, que, simplemente, el catolicismo está muriendo precisamente en las alturas: lo están matando en el Vaticano. No sé de su pregonada vivacidad en África o en Filipinas, pero por aquí el culto a Dios esta siendo sustituido por el mero culto al Papa. Papolatría, creo que se dice eso. Sin duda el Concilio Vaticano I y la declaración de Infalibilidad ya fue un paso en esa dirección que algunos han considerado la mayor herejía de la Historia. Pero aquello se mantenía dentro de sus propios límites por razones sociológicas precisas. Lo de ahora, si bien se alimenta de algunos de esas pulsiones decimonónicas, es otra cosa: es la religión de un sector de las clases dominantes en la Europa de la globalización y de la sociedad de la información.
Desquiciados ciertos sistemas de valores y de seguridades, sólo la dinámica de una movilización permanente permite a las ideologías reaccionarias activar a muchedumbres de jóvenes, marcándolas con algunas exigencias que, se supone, las harán aristocráticamente más puras y, a la vez, conscientes de su papel dirigente. Pero esa movilización, en estos tiempos, ya no puede hacerse en torno a principios abstractos sino que, para estos residuos de épocas pretéritas, han de encarnarse en un Hombre. Eso lo entendió muy bien Juan Pablo II. A este pobre Benedicto, del que se dice que no le agradan las multitudes, le toca ir siguiendo la estela, porque a ver quién es el guapo que se apea del carro -o del 'papamóvil', tanto da-.
El Papa, pues, se configura como un ídolo tangible, al que se trasladan los rasgos magníficos de la deidad primigenia, la celestial, como una promesa perpetua de santidad: conocer al Papa -tocarle con las manos o con la vista o el oído- es tener la certidumbre de haber sido visitado por la santidad, por la Presencia inefable y por la Palabra no sólo interpretada, sino redefinida, ortodoxamente reconducida en cada oración, llevada mucho más allá de los textos bíblicos si hace al caso. En realidad, en el imaginario de miles de fanáticos se borra la distinción: es mucho más rentable acudir a adorar al Papa que otras prácticas piadosas o de caridad -apreciadas quizá como rutinariamente conservadoras-. En buena medida los movimientos carismáticos viven retroalimentándose en esos encuentros con el Papa, espoleta y gancho de las nuevas vocaciones-en-el-mundo y garantía de integridad en el terreno esencial de los valores ligados a la reproducción de un modelo ideológico marchito: sexualidad autolimitada, misoginia angustiosa, hipocresía estructural en lo social.
Y a la jerarquía le viene bien: es perfectamente aceptable, para ocultar su fracaso, cambiar el abandono de la fe por miles de jóvenes -la mayoría- y de adultos, el vaciamiento de los templos en esta Europa herida de relativismo y la ausencia real de influencia cultural -la que se ejerce convenciendo- por esas masas enfervorizadas de entusiastas papales. Como pide el mafioso: «Decidle al señor Corleone que no era nada personal: era sólo negocio». Y hace mucho tiempo, salvo honradas excepciones, que la jerarquía católica está mucho más por mantener pirámides de poder que por ejercer una iluminación pastoral que, también, incluya el diálogo con los diferentes y con los no creyentes. Y para ese negocio, nada mejor que el 'show' papal, con sus olas de emotividad y con su papanatismo que alcanza hasta a líderes políticos de la izquierda. Ya pasará el platillo el cobrador de la sotana.
En fin, lo dicho, que Dios no, pero el Papa bien vale una misa.