Prohibido encaramarse al Aventino

Por Pedro J. Ramírez, director de EL MUNDO (EL MUNDO, 30/10/05):

Fue un hito de carácter ético en la historia del parlamentarismo contemporáneo. El 14 de junio de 1924 casi 150 diputados abandonaban con silenciosa dignidad la Cámara italiana en señal de protesta por la desaparición y ya presentido asesinato de su colega el socialista Giacomo Matteotti, secuestrado días antes por una escuadra fascista. Evocando la secesión de los representantes populares cuando en la Roma antigua se hicieron fuertes en una de las colinas que forman el perímetro de la ciudad, su gesto fue bautizado como la rebelión del Aventino.

El propósito de los aventinianos era forzar la caída de Mussolini con la palanca moral de la dramática escenificación de su incompatibilidad con un régimen que era capaz de silenciar de forma tan brutal a un disidente. Tachando de «inconstitucional» al Gobierno, apelaban al pueblo, pero sobre todo apelaban al rey Víctor Manuel III, quien tres días después, al desdoblar su servilleta al inicio del banquete de Estado que ofrecía en el Quirinal al Negus, se encontró con una expresiva nota: «Majestad, el asesino de Matteotti está sentado junto a vos. Entregadlo a la Justicia». Cuando sus ojos se cruzaron con los de su primer ministro, el jefe de la casa de Saboya se dio cuenta de que la servilleta de Mussolini incluía un mensaje aún peor: «Eres el asesino de Matteotti. Prepara tus manos para los grilletes».

Si hoy les cuento esta historia no es porque el jefe de la oposición centrista e inspirador del Aventino fuera un periodista liberal llamado Giovanni Améndola, que era a la vez el fundador y director del diario Il Mondo. Siempre he admirado a Améndola como uno de los héroes de la forja de la democracia del siglo XX, pero si traigo a colación su retirada parlamentaria es porque, además de un hito de carácter ético, aquello supuso un tremendo fracaso y por ende un trágico error.

Durante unas semanas -sobre todo cuando en agosto apareció el cadáver de Matteotti molido a golpes y apuñalado en una orgía de violencia en el interior del propio vehículo en que fue secuestrado- el Gobierno fascista se tambaleó. Presionado por las protestas callejeras y sumido en una de sus profundas depresiones, Mussolini estuvo a punto de dimitir. Pero en ese momento clave la caja de resonancia del Parlamento no emitió ningún sonido. Automarginados en otra estancia del propio Palacio de Montecitorio, sede de la Cámara, los diputados de la oposición seguían encaramados a lo que ellos mismos definían como el «Aventino de la conciencia», pues alegaban que la mera participación en las sesiones supondría legitimar a un Gobierno que había cruzado con creces la raya de lo admisible.

Pero transcurrió el verano y nada de lo que se esperaba que sucediera sucedió. El boicot que inicialmente fue percibido como un acto de dignidad empezó a adquirir, en medio de las inevitables disensiones internas, perfiles de ridícula puerilidad. «Pronto quedó claro que no constituían ninguna amenaza seria que pusiese en peligro la autoridad de Mussolini», sentencia con tristeza Richard Bosworth en su gran biografía del Duce.

A los aventinianos sólo les quedaba la prensa. Améndola provocó una gran convulsión política y social cuando en un alarde de periodismo de investigación y denuncia publicó la confesión de uno de los capos fascistas implicados en la planificación del asesinato de Matteotti. Su colega Luigi Albertini, mítico director de Il Corriere della Sera, sumó fuerzas arremetiendo contra el Gobierno y fustigando -¡ay!- el «silencio de los industriales».Fue entonces cuando Mussolini le replicó en el Senado: «Si Su Majestad el rey Víctor Manuel III de Saboya me pidiera la dimisión, le haría el saludo y le obedecería. Pero cuando quien me la pide es Su Majestad Il Corriere della Sera, entonces digo no».

Influido por el filofascismo de su madre y bloqueado por su propia pobreza de espíritu, el Rey no movió un dedo alegando que la Constitución le obligaba a ser «ciego y sordo». «Mis ojos y mis oídos son la Cámara de los Diputados», explicó a una delegación del partido de Matteotti. Con esa red bajo sus pies, Mussolini pasó al contraataque, subiendo a la tribuna para llamar «revolucionarios» a los ingenuos disidentes y enviando al Parlamento las llamadas leyes fascistísimas que acababan con la libertad de prensa y sentaban las bases de una abierta dictadura. Las almas buenas del Aventino sólo pudieron contemplar atónitas desde su turris eburnea cómo la apisonadora totalitaria superaba los distintos trámites sin que ni el jefe del Estado ni la movilización popular suplieran su huelga de votos caídos. Apenas un año después Giovanni Améndola sufría la misma suerte que Matteotti a manos de parecidos rufianes, dejando con su martirio a su hijo Giorgio -precursor del eurocomunismo y líder del sector moderado del PCI- la oportunidad de aprender la lección de que sin pragmatismo no hay política.

Aunque en el trastero de mi memoria habitaba ya una vibrante película de mediados de los 70 sobre todos estos hechos, con Franco Nero en el papel del diputado socialista y Vittorio de Sica en el del juez que investiga el crimen, no fue hasta la semana pasada cuando salió a relucir el Aventino en una conversación con el inteligente y lúcido consejero delegado de Antena 3 Maurizio Carlotti, en torno a la actual disyuntiva política del Partido Popular.

Ni él ni yo pretendíamos, por supuesto, equiparar la aprobación del Estatuto catalán al asesinato de Matteotti ni sugerir ninguna similitud entre dos figuras tan sustantivamente opuestas como Mussolini y Zapatero. En realidad la expresión subirse al Aventino ha trascendido ya hace mucho al propio episodio que la popularizó y se utiliza en la política italiana siempre que alguien opta por abandonar un foro o renuncia a participar en un debate como forma de hacer patente su enmienda a la totalidad de lo que se discute.

Podría establecerse, es verdad, algún paralelismo en torno al «silencio de los industriales», cómplices por omisión de un régimen en el que no creían -conste que precisamente de eso no hablé con Carlotti-, pero pincharía en hueso quien tratara de asimilar la pánfila complacencia de Víctor Manuel III a la actitud de la Corona española ante el actual envite a la unidad de la Nación.Tanto Don Juan Carlos como el Príncipe Felipe -no podía ser más oportuna su apelación de Oviedo al «pacto constitucional»- han hablado con claridad en público y me consta que en privado redoblan sus gestiones para contribuir a la búsqueda de la estabilidad y el consenso.

El que sí está ante un dilema político idéntico al de Améndola y todos los aventinianos es Mariano Rajoy. Una parte nada despreciable de la dirección de su partido le insta a mantenerse al margen de los debates de la Comisión Constitucional mediante una de estas tres modalidades: a) abandonándola, b) no presentando ninguna enmienda al Estatuto, c) presentando sólo enmiendas de supresión, artículo tras artículo. Otro sector que, en mi opinión, es el que acierta le pide, en cambio, que agote cada resorte de la acción parlamentaria para tratar de devolver el extraviado Estatuto a la senda constitucional y obligar al Partido Socialista a retratarse día tras día ante la opinión pública.

Puesto que me consta que después de nuestro debate radiofónico de hace unas semanas Jaime Mayor ha flexibilizado considerablemente sus posiciones, sólo me preocupa ahora que esta evocación del Aventino le lleve a descubrir que otro de sus grandes protagonistas fue el padre de la Democracia Cristiana italiana Alcide De Gasperi, quien probablemente signifique para él bastante más de lo que para mí significa el valiente y cabal Améndola. De ahí que deba apresurarme a advertir que el mejor argumento que es capaz de aportar la biógrafa de De Gasperi, Elisabeth Arnoulx de Pirey, en su defensa de la táctica aventiniana es que «fue un bello ejemplo dentro de la tradición romana de responsabilidad cívica y espíritu de libertad, uno de esos gestos que salvan el honor, como el de César cuando se recogió los pliegues de la toga para morir con dignidad».

Lo que se espera de Rajoy no es ni que salve nuestro honor ni que muera con dignidad, sino que contribuya con inteligencia y eficacia a resolver el problema creado por Zapatero y sus aliados y que al hacerlo encuentre el camino que lleve al PP a ganar las próximas elecciones. Más allá del voluntarismo, se trata de dos objetivos a su alcance si examinamos con rigor cuáles son los trámites que debe superar el Estatuto catalán y cuál es la correlación de fuerzas en nuestro Parlamento.

¿Con qué apoyos cuenta Zapatero para introducir en el texto aprobado en Barcelona esas enmiendas de fondo que, después de conocer el informe de los juristas del PSOE, ha asegurado que sería necesario incorporar a un mínimo de 80 artículos -«y cada vez que lo leemos encontramos problemas nuevos»- si se quiere garantizar su constitucionalidad? Ya sabemos que Carod está dispuesto a pactar lo que sea con tal de mantener sus inauditas cotas de poder en Barcelona y en Madrid y que Artur Mas, después de hacerse el ofendido durante el mayor tiempo posible, volverá a sacrificarse en el último minuto «por el bien de Cataluña» con tal de que le den protagonismo y una mínima mercancía que vender. El problema del presidente es que la credibilidad de un pacto para deshacer el estropicio entre las mismas fuerzas que lo fabricaron será muy pequeña si el PP sabe administrar sus bazas.

Es lógico que el miércoles Rajoy insista en primer lugar en el fraude de ley que significa tramitar como reforma estatutaria un texto que manosea groseramente una y otra vez la Constitución.También que subraye una y otra vez la irresponsable conducta de Zapatero y su partido a la luz del propio diagnóstico de los peritos socialistas: si este Estatuto está tan plagado de inconstitucionalidades como ellos mismos dicen, ¿cómo es posible que fuera impulsado desde La Moncloa y que llegue al Congreso gracias a los votos de los socialistas?

Pero una vez establecidas estas premisas, Rajoy tiene la gran oportunidad de consagrarse como el hombre de Estado que necesita la situación límite que vivimos. Quien le estará escuchando no será tan sólo la militancia del PP, sino la Nación en su conjunto, pues son millones los votantes del PSOE e Izquierda Unida que están en total desacuerdo con lo que hasta ahora han hecho sus representantes en relación al Estatuto. Ese cuerpo social que, como digo, excede con creces las propias bases de su partido, empieza a ver a Rajoy como una especie de valor refugio, un último reducto del sentido común en la defensa de una idea democrática de España acorde con los principios de la Transición y espera de él algo más que una crítica demoledora de lo que para todos es cada vez más obvio. En mi opinión ganará el debate quien sea capaz de hacer una oferta de pacto más creíble y eficaz para devolver el Estatuto al redil constitucional con un nivel de consenso equivalente al de hace un cuarto de siglo.

Si el PP le tiende la mano para sacarle del pozo en el que él solito se ha metido, Zapatero tendrá dos graves problemas. Uno ante la opinión pública, pues quedará en evidencia que la realidad del PP no se corresponde con la caricatura intransigente fabricada por la propaganda social-nacionalista. Y el segundo ante sus socios parlamentarios, pues el único requisito de Carod para seguir sosteniendo a Zapatero y ceder cuanto haga falta en relación al Estatuto, es que sea contra el PP.

Si Rajoy le hace una oferta concreta y verosímil, habrá llegado en suma el momento de que el presidente confirme o desmienta para siempre la tesis de que no es la aritmética parlamentaria ni la falta de alternativas de gobernabilidad, sino el peso de sus camuflados prejuicios ideológicos lo que le está impidiendo llegar a ningún acuerdo con el PP. Y España entera sabe ya que de este lío sólo se sale con un gran pacto entre los dos principales partidos nacionales. Queda por ver cuándo llegará, cuál será su modalidad y quién será el inquilino de La Moncloa cuando suceda.

Mi pronóstico es que aunque Rajoy mueva ficha -que está por ver que lo haga-, Zapatero no le dirá ni sí ni no, ni siquiera todo lo contrario. O mejor dicho le dirá las tres cosas a la vez, remitiéndolo todo a la fase de enmiendas de la Comisión Constitucional.Frente a quienes piensan que eso sería caer en su trampa, yo estoy convencido de que ahí es donde él cavaría su tumba. Si junto a tropecientas enmiendas de supresión, el PP presenta otras tantas con textos alternativos que demuestren que no está contra cualquier modificación del Estatuto de Cataluña -¿cómo no va a admitir, por ejemplo, todas las que finalmente acepte en el de Valencia?- sino contra aquellas que sean contrarias al interés general, cada sesión se convertirá en un calvario para Zapatero.Si el PSOE vota con Carod se lo reprocharán sus electores, poniendo en el disparadero a aquellos barones regionales que se la juegan en 2007. Si vota con el PP, le abandonarán sus aliados, obligándole a optar entre el gran pacto de Estado que trata de eludir y las elecciones anticipadas.

Nunca una intervención parlamentaria ha sido tan esperada. El 70% de los españoles rechazamos lo aprobado en Cataluña, pero el miércoles habrá al menos diez parlamentos a favor del Estatuto y sólo uno en contra. Es de suponer que el presidente de la Cámara lo tendrá en cuenta al administrar los tiempos. Rajoy se ha encerrado estos días con sus dos bebés y una tonelada de papeles para perfilar su posición. Pero lo esencial es la decisión política.

Sus finos reflejos al plantarse en San Sadurní de Noya y hacerse la foto del brindis con el cava que, según destacados socialistas, le correspondía haber protagonizado a Zapatero, son un buen augurio.Ahora hace falta que elija bien la colina a la que debe encaramarse porque la inteligencia y la flexibilidad no son incompatibles con la firmeza y el justo castigo de las malas acciones. De hecho no estaría de más que el líder del PP recordara a sus compañeros y seguidores más enfurruñados y ansiosos de todo tipo de desquites que en la colina Capitolina, además de las principales instituciones romanas, también estaba la roca Tarpeya, desde la que se arrojaba al vacío, entre otros, a los malos gobernantes.