Prohibido entretenerse contando otra vez los mismos muertos

El 17 de septiembre de 1936 el autoconstituido como Tribunal Popular de Almería dictó sentencia contra 43 militares implicados en la allí fallida sublevación del 18 de julio. Era la Causa Número 3 de las que juzgaba este órgano revolucionario y concluyó con 36 condenas a muerte, una cadena perpetua, cuatro absoluciones y dos sobreseimientos. Sin embargo, en el momento de ejecutar tales disposiciones surgió un pequeño problema técnico: todos los condenados habían sido ya asesinados el mes anterior en Cartagena. Comentando el episodio con lúcida ironía, el gran hispanista Bartolomé Bennassar concluye y advierte que «hay que evitar contar dos veces los mismos muertos».

Aunque tan sabia recomendación vaya dirigida en su caso hacia quienes se acercan sin cautela a los desequilibrados cómputos de las víctimas de la Guerra Civil realizados por los simpatizantes de uno u otro bando, también debería haber sido enunciada el pasado jueves por el presidente del Congreso de los Diputados antes del lamentable debate sobre la Ley de la Memoria Histórica.

Y digo «lamentable» no porque los principales oradores no dieran la talla, que tanto la vicepresidenta Fernández de la Vega, como el misacantano Torres Mora o el mucho más sólido que elocuente Manuel Atencia, brillaron a gran altura, sino porque la esencia del proyecto gubernamental pivota sobre una gran falacia y lleva camino de causar daños muy superiores a los que pretende reparar.

La gran falacia es que la sociedad española tiene una deuda pendiente con las víctimas del franquismo y de la Guerra Civil porque la reconciliación se ha basado durante la Transición en la amnesia y el olvido. Con toda razón y solvencia el portavoz popular pudo poner sobre la mesa una docena de normas legales -desde la ley de Amnistía hasta el decreto que otorga pensiones a los niños de la guerra enviados a Rusia- que prueban el celo de todos los gobiernos y parlamentos de la democracia a la hora de reparar las injusticias del pasado. Por eso más de medio millón de españoles han recibido prestaciones compensatorias vinculadas a ese concepto.

Incluso en un plano tan subjetivo y opinable como el de la evocación pública, es obvio que si algo ha caracterizado la literatura, el cine y el periodismo de las tres últimas décadas ha sido la exaltación del sufrimiento de los perdedores de la Guerra Civil y el juicio implacablemente severo a los abusos de los vencedores. Baste recordar la gran exposición sobre el exilio organizada en comandita por la Fundación Pablo Iglesias y el Museo Reina Sofía en el otoño de 2002, es decir en pleno apogeo de la mayoría absoluta del PP. Fue inaugurada por el Rey, la ministra de Cultura Pilar del Castillo y Alfonso Guerra y en el transcurso del acto Don Juan Carlos le dio un efusivo abrazo a un Santiago Carrillo alborozado de ver incluidos en la muestra de objetos dignos de admiración los primeros documentos con los que entró clandestinamente en España.

Sin embargo alguien tan ecuánime como Bennassar no puede eludir referirse al hoy nonagenario dirigente comunista como uno de los tres «tétricos agentes del sistema» a quienes identifica como responsables de las sacas y matanzas de presos de noviembre del 36 en Madrid, tan crueles y mucho más mortíferas que las tristemente célebres «masacres de las prisiones» que desde septiembre de 1792 abochornan a los parisinos. Bastaba leer hace unos meses el emocionante artículo de Alfonso Ussía sobre el asesinato de su abuelo Muñoz Seca o escudriñar con escalofrío la esquela publicada hace unos días en EL MUNDO por los familiares de los dos centenares de menores ejecutados extrajudicialmente en Paracuellos, junto a los miles de víctimas restantes, para darse cuenta de lo imposible que es mirar hacia atrás con inquina de manera asimétrica.

La esencia de la Transición no ha sido el olvido sino el perdón, según la receta enunciada por Azaña cuando para su generación era ya demasiado tarde. A las razones morales se unieron las de índole práctica. «Un juicio al franquismo hubiera conllevado de inmediato el de los responsables importantes de la represión republicana supervivientes, incluido Santiago Carrillo», concluye Bennassar en el epílogo a un libro de título tan certero y elocuente como El infierno fuimos nosotros.

Los hechos han demostrado que era compatible honrar, homenajear, compensar económica y moralmente, reivindicar en suma, a todas las víctimas con dar por prescritas las responsabilidades penales de todos los verdugos. La frontera no podía ser otra que la de la implantación de la democracia. Por eso la amnistía benefició por igual a criminales de los dos bandos durante la guerra, a implacables ejecutores de las leyes injustas de la dictadura, a policías torturadores y a terroristas asesinos del FRAP y de la ETA.

La sociedad española entendió que ése era el precio de la reconciliación y lo pagó no sin profundos desgarros, pero con el convencimiento de que se trataba de la receta que garantizaba no volver a las andadas. El tiempo le dio enseguida la razón ante la admiración de la comunidad internacional que vio emerger una democracia próspera y estable. Y si los 40 años de dictadura se caracterizaron por un implacable maniqueísmo en la denigración de los vencidos, todos hemos comprendido que durante los 30 que llevamos ya de democracia se haya producido un natural efecto compensatorio en la opinión pública, consistente en exaltar la legitimidad republicana prescindiendo de sus fatídicos abusos y errores y sepultar en el pecado original del franquismo hasta sus más indiscutibles logros.

El ajuste de cuentas estaba ya exclusivamente en manos de los historiadores cuando, contra todo pronóstico y sin que mediara demanda social relevante alguna, el Gobierno de Zapatero lo ha reintroducido en la agenda política. Ni siquiera cuando el nuevo presidente concluyó su discurso de investidura con una sentida y hermosa referencia a su abuelo podíamos imaginar que la sombra de ese militar republicano, que probablemente fue tan fiel a sus ideas como recuerda su nieto, recorrería toda la legislatura, levantando a su paso la memoria de otros miles, decenas de miles, centenares de miles de abuelos que en su mismo bando o en el contrario también se comportaron de forma que sus descendientes consideran digna de veneración y respeto. Y como unos y otros pagaron demasiado a menudo con la vida por esa coherencia o incluso por una mera apariencia de adscripción ideológica, hétenos aquí, que 70 años después de la tragedia, ha estallado la guerra de las esquelas que nadie suscitó ni con motivo del 50º aniversario cuando gobernaba González, ni del 60º cuando lo hacía Aznar.

Mientras a la anterior camada de españoles se le pidió con buen criterio que mantuviera cerradas las tumbas de sus padres, a la actual se le estimula a abrir las de sus abuelos. Ése es el disparate que, de entrada, ya duplica las posibilidades de conflicto porque nadie ha tenido más de dos progenitores ni menos de cuatro abuelos. Además, mientras en el Chile en el que los nietos de Pinochet y Prats acaban de intentar poner las cosas en su sitio a base de exabruptos y escupitajos las guerras de los abuelos tuvieron lugar cuando ellos ya eran hombres bien entrados en años, muchos de los nuestros mataron y murieron siendo casi adolescentes lo que amplía muy notablemente el margen de tiempo para ese rencor de segunda generación.

Lo único bueno de lo que pasó el jueves es que Zapatero ya ha podido darse cuenta del lío en el que se ha metido. Ni un solo grupo apoya su revisionismo de medias tintas. Para el PP va a ser facilísimo ponerle en evidencia porque una significativa porción de los propios dirigentes, diputados, militantes y votantes socialistas admite que, independientemente de cuál sea su contenido, una ley así sólo puede plantearse mediante el consenso. Entre tanto CiU, el PNV y Coalición Canaria han tomado conciencia de que son los salvavidas que necesita alquilar el Gobierno y, como es natural, ya andan barruntando el precio. Porque, como era previsible, los únicos interesados en descoser las concienzudas costuras de la Transición consideran ridículamente insuficiente el mecanismo de los diplomas de reparación moral, extendidos por el Parlamento sin efecto jurídico alguno, que yo comparé este verano con aquellos Bailes de las Víctimas de la Francia del Directorio a los que sólo tenían derecho a asistir los familiares de algún guillotinado.

De hecho a los desaforados diputados que intervinieron en nombre de los socios del Partido Socialista en el Gobierno catalán se les entendió absolutamente todo. Cuando el energúmeno Tardá y su coequipier Herrera reclamaban que se procediera contra los «genocidas franquistas», hablaban de «nuestro bando» o exigían que el Rey pidiera perdón por encarnar la continuidad del Estado, sólo servían de eco a la Oficina Judicial desde la que sus ancestros Samblancat y Barriobero se esmeraban en la época de referencia en gestionar la degollina de sacerdotes, financieros y burgueses bajo la espantada tutela del Gobierno de Companys. Ése es el sentido de la Justicia asociado a su memoria histórica.

Si el problema para el PSOE va a ser la nula rentabilidad electoral de esta iniciativa que lleva camino de quedarse en tierra de nadie, desde el punto de vista de los intereses generales más bien habría que hablar de lucro cesante. Hago mío, tirando por elevación, el diagnóstico del sociólogo Tezanos en el órgano del guerrismo: quien se distrae en aventuras ultraperiféricas es porque no tiene ningún mensaje que vaya dirigido a la médula espinal de sus votantes. Mientras Zapatero se entretenga con cosas que nadie pedía como el Estatuto catalán, la negociación con ETA o la Ley de la Memoria Histórica, podrá seguir camuflando su falta de perspectiva o de capacidad política para definir lo que Tezanos anhelaría como un proyecto para la izquierda del siglo XXI y a mí me bastaría percibir como un plan mínimamente coherente para seguir modernizando España.

Y puesto a ocuparse de las víctimas del fanatismo totalitario, más le valdría centrarse en las estrictamente contemporáneas, en lugar de remontarse dos o tres generaciones río arriba. Todos sabemos ya cuáles eran los proyectos políticos por cuya causa murieron los asesinados durante la guerra y la dictadura. Ambos fracasaron en el siglo pasado y, por mucha imaginación que se le eche, ni la II República ni el franquismo han sido la fuente de inspiración de la España actual.

Lo que importa no es de dónde venimos sino en dónde estamos. Son las víctimas de la democracia las que deben obsesionarnos a todos. No esos remotos antepasados sacrificados por cuchillos arcaicos en altares distantes, sino estos centenares de coetáneos nuestros asesinados por el terrorismo con el propósito de destruir el actual régimen constitucional y torcer nuestra voluntad colectiva. ¿Seremos o no capaces de hacerles justicia logrando que brille la verdad y preservando su legado?

Ésa es la pregunta que en definitiva le hacemos todos los días a Zapatero desde que llegó a La Moncloa en relación a las víctimas de los coches bomba de ETA y de los trenes de la muerte del 11-M. Nobleza obliga a subrayar que el presidente no ha hecho nada infame que induzca al desaliento, pero tampoco nos da la confianza necesaria ni en sus palabras ni en sus actos. Los dados de la negociación política con ETA siguen rodando y el juicio sobre la matanza de Madrid se acerca sin que desde el poder se nos aporten respuestas tranquilizadoras. En lugar de empeñarse en cumplir con sus deberes inmediatos ante esa hilera de cadáveres aún calientes, Zapatero ha pedido que le reabran las fosas del pasado para recontar los fríos esqueletos de un terrible anteayer. Horror con horror se tapa.

El presidente ha sido muy hábil destituyendo al policía que ha aportado todos los datos clave en los que se asienta el sumario del 11-M cuando sólo quedan dos meses para la vista oral. El cese de Manzano al frente de los Tedax implica cortar el principal cordón umbilical que unía a su Gobierno con la manipulación policial de la investigación y dejar por completo en manos del tribunal la patata caliente de qué hacer con un sumario forjado a base de chapuzas y mentiras.

Yo ya no podré seguir inquiriendo a Zapatero ni dónde están los informes de los análisis de los focos de los trenes, ni por qué los restos no se enviaron al laboratorio de la Policía Científica, ni cuáles fueron los «componentes de la dinamita» detectados. La próxima vez que lo haga el presidente enarcará las cejas y se encogerá de hombros: todo eso sucedió cuando aún gobernaba Aznar y ese policía ya no está con nosotros.

Retirando su confianza a Manzano y arrojándolo a los pies de los caballos que lo pisotearán durante la vista oral, Zapatero se ha comportado como si no tuviera nada que temer de lo que a partir de ahora pueda descubrirse sobre el 11-M. No faltará quien lo vea como un rasgo de inconsciencia, pero yo lo interpreto como una prueba de prudencia. Fulminando al testigo de cargo número uno con que cuentan el juez Del Olmo y la fiscal Sánchez, el presidente nos viene a decir que él también ha terminado por darse cuenta de que aquí hay gato encerrado. Magro consuelo para quienes somos una y otra vez vituperados por sostener lo propio, tras aportar todos los elementos que han puesto en la picota al turbio policía. Y es que nuestro propósito nunca fue acusar a Zapatero o a su partido de complicidad en la matanza de Madrid sino conseguir su plena implicación en averiguar quiénes fueron todos sus autores e inductores. Por desgracia el presidente sigue entretenido en otros menesteres.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.