Prohibido hacer historia

El Parlamento español ha tomado una iniciativa que, de forma harto lamentable, cabe calificar de histórica, a saber, acabar con la historia misma, cerrarla a cal y canto, dejando claro de una vez por todas que los buenos han ganado, que el fin de la historia ha llegado porque ellos están en el poder, lo que implica, además, que no solo tratan de dictar el pasado, sino que pretenden ponerle siete llaves al futuro: o nosotros y la verdad que hacemos ley, o el fascismo.

Con todo, lo más asombroso no está en ese pretendido cierre, que, entre otras cosas implica un imposible lógico, pues nada hay tan abierto como el juicio sobre lo pasado, mientras que esta malhadada ley llega a incluir multas de miles de euros para quienes se atrevan a publicar algo que no concuerde con la visión que se impone de forma tan autoritaria como impropia de una democracia, sino en que, además, este oportunista y chapucero fin de la historia sirve para modificar de manera arbitraria y cínica lo que sostiene de forma espontánea la mayoría  de los españoles, a saber, que ninguna contorsión del pasado reciente podrá hacer que acabemos viendo a los criminales de ETA como unos luchadores por la libertad.

Para hacernos pasar por esa oquedad tan angosta se recurre a condenar el franquismo sin miedo a que nadie proteste, algo que nuestro Parlamento ya había hecho, de modo muy explícito y con una declaración unánime del Congreso de los Diputados, el 20 de noviembre de 2002, que condenaba la dictadura franquista y reconocía la necesidad de reparar a los que habían sido injustamente condenados y de reconocer los derechos de los exiliados, una obligación legal que se ha satisfecho, dicho sea de paso, gastando miles de millones de euros desde esa fecha.

Toreo de salón se llamaría a esta acción legislativa si se hubiese adoptado de manera ingenua y no, como es el caso, para colar de matute una falsedad casi extravagante al sugerir que el régimen dictatorial extendió sus fechorías hasta 1983, tras ocho años de gobierno democrático y con Felipe González, que ha de ser el primer sorprendido y ofendido, en la presidencia del Gobierno.

Es evidente que esta ley inquisitorial trata de escamotear la verdad porque desconoce y menosprecia el que, durante esos años, los asesinos de ETA se cobraron la vida de centenares de inocentes, pero tamaña barbarie se pretende emboscar como una contribución generosa para acabar con la dictadura de un general muerto en 1975, ocho años atrás de la nueva fecha histórica para poner coto a sus maldades. Franco no tuvo jamás simpatía alguna por la democracia, y si de él hubiese dependido no habría llegado nunca, pero nadie dotado de un mínimo buen sentido puede homologar a los asesinos de ETA como amigos de la libertad.

El que los etarras se pretendiesen justificar por estar luchando contra el franquismo no puede hacer olvidar que lo que en realidad buscaban era desestabilizar la democracia española, tanto por ser una democracia como por ser española, y a punto estuvieron de conseguirlo de no ser por la fortaleza de las jóvenes instituciones, el valor y el sacrificio de las fuerzas de seguridad y de decenas de militares, y la paciencia y la generosidad de las víctimas de ETA que supieron renunciar a la venganza y depositaron en las instituciones de la democracia la esperanza en la justicia y la confianza en que se reconocería su dignidad y sacrificio, algo que la nueva ley contribuye a negarles.

La ley es una iniquidad, pero, además, es una estupidez cuyos mandatos solo podrían tener efecto en medio de una absoluta falta de libertad, en especial de una muy básica, cual es la libertad de pensar, la capacidad de discrepar de modo tajante y abierto hasta de lo que algunos puedan tener por más evidente y respetable, conforme a la sabia sentencia de Hayek que dice que la libertad consiste en que los demás puedan hacer cosas que no nos gusten a nosotros.

Es de esperar que en España no pueda volverse a implantar un sistema que persiga la libertad de pensamiento, la libertad de conciencia o la libertad de cátedra, preceptos que, por fortuna, tienen su correspondiente amparo constitucional, pero hay que advertir con toda claridad que si la mayoría legislativa que ha impuesto este disparate llegase a tener más fuerza sería prudente temer que lo impensable pasase a convertirse en realidad. El franquismo con otra cara, y con retóricas de distinta apariencia, volvería a ser posible si los que apoyan esta legislación tan absurda pudiesen llegar a tener un poder sin límites, algo que solo podría otorgarles un electorado suicida, un evento indeseable pero no imposible.

Detrás de este tipo de iniciativas liberticidas hay una pulsión iliberal muy fuerte, un convencimiento de que la alternativa, un triunfo de la derecha a la que siempre se pretende disfrazar de fascismo, constituye siempre un fracaso de la democracia, porque solo esta izquierda capaz de tragar con todo es garantía de la libertad, es decir del socialismo sin barreras. Cuando este tipo de izquierda que niega el derecho a la alternancia consigue alcanzar un poder capaz de anular las garantías constitucionales acaba siempre por instaurar un régimen de partido único, como en Cuba, como en Venezuela, como en Nicaragua.

De nada sirve que nos consolemos pensando en que estamos muy lejos de que algo como eso pudiera suceder en España, deberíamos estar ciertos, por el contrario, de que la aprobación de leyes como la de Memoria democrática, constituyen un paso cierto en la peor dirección, un intento en hacer exclusiva y excluyente la visión del pasado que tiene el conjunto de fuerzas que la han promovido.

Las medidas razonables que pueda incorporar esta ley son solo el caramelo que trata de ocultar la amarga medicina que se nos aplica, el trágala de una visión sectaria y sin fundamento de nuestro pasado más reciente, la negación de la generosidad de los pactos de la transición, el intento, en suma, de ir introduciendo armatostes capaces de desmantelar nuestro edificio constitucional.

Esta ley sirve para ir haciendo a poquitos lo que en el fondo pretendía ETA, proclamar que nuestra Constitución, que nuestra libertad y nuestra democracia no eran dignas de aceptación sino de derribo, y en esas están, de  momento con un cierto disimulo,  pero conscientes de que a través del boquete que han abierto en el edificio se podrán colocar bombas de mayor efecto.

No creo que nadie que haya visto cómo un presidente que proclamaba que no podría dormir con un Gobierno como el que tiene se pueda asombrar si él, o alguien todavía más mentiroso, acaba diciendo que lo que creían era una democracia se ha mostrado como una plutocracia fascista y que ya iba siendo hora de implantar la verdadera libertad, el verdadero socialismo, y ponernos todos a obedecer sin rechistar las consignas de quienes nos habrían librado de una buena vez de los penúltimos rasgos del fascismo, ya que los últimos siempre quedan para una vuelta de tuerca posterior.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro publicado es La virtud de la política (La Antorcha).

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