Promesa incumplida

Por José Antonio Alonso, catedrático de Economía Aplicada y director del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (EL PAÍS, 26/03/06):

En 1960, al inicio de la oleada descolonizadora de la posguerra, África subsahariana tenía una renta per cápita equivalente al 38% de la media mundial; en la actualidad, casi nueve lustros después, apenas supone el 23%. En términos relativos, África subsahariana es hoy indiscutiblemente más pobre de lo que era entonces. ¿Qué ha podido pasar? Es difícil obtener una respuesta plenamente satisfactoria: tal es la diversidad de factores que han contribuido a este resultado. La inquietud se acrecienta si se tiene en cuenta que, desde su independencia, los países africanos han recibido una sobredosis de asistencia internacional, con la implicación de reputados economistas, entre ellos algunos premios Nobel.

La crónica de este fracaso debiera llamar a la modestia a quienes ejercen como asesores económicos, incluidas las instituciones internacionales. Es poco lo que conocemos acerca de los factores que garantizan el desarrollo. Y, de hecho, la experiencia de los casos considerados más exitosos (Corea del Sur, Taiwán, Vietnam o China, entre otros) contiene una peculiar combinación de factores previsibles y de otros que contradicen la doctrina más canónica. No parece, pues, que exista nada parecido a una pragmática universal del éxito en este ámbito a la que nos podamos acoger.

Pese a que no conocemos a ciencia cierta qué genera desarrollo, sabemos algo mejor qué factores resultan abiertamente perjudiciales. Dos aparecen como muy relevantes para entender el caso africano. El primero alude a la ausencia de instituciones creíbles y legitimadas para articular la voz colectiva, proveer bienes públicos y garantizar el desarrollo de los mercados. En buena parte de África, el mandato de las instituciones públicas está lejos de asentarse en un contrato de mutuo compromiso con la ciudadanía: ni la sociedad sostiene a las instituciones, ni éstas se sienten obligadas frente a la ciudadanía. El segundo problema tiene que ver con la presencia recurrente de conflictos y guerras abiertas en la región: un mal que ha afectado a África de forma muy severa en las últimas dos décadas. Pues bien, la experiencia revela que sin un cierto grado de estabilidad y sin capacidad de gobierno es imposible el desarrollo. En la gestación de ambas carencias han tenido una responsabilidad indudable las potencias industriales que primero en la colonización y después en la guerra fría convirtieron a África en tablero de ajedrez de sus respectivos intereses.

A los problemas señalados han de sumarse otros dos que operan como pesados lastres para el futuro africano. El primero es la deuda externa acumulada por la región, cuyo pago compromete a más del 12% de los ingresos de exportación; el segundo, la virulencia con la que se ha extendido el sida en algunos países, que ha diezmado una generación y ha hecho retroceder parámetros sociales que se consideraban definitivamente asegurados.

Como consecuencia de este cúmulo de factores, África subsahariana se encuentra, en términos relativos, peor de lo que estaba al iniciar su independencia. Existen episodios singulares de éxito, pero su número mengua a medida que nos aproximamos a la actualidad. Todo ello alimenta ese espíritu de afropesimismo que flota en el continente. Si se recurriese a la antigua y poderosa heurística sugerida por Hirschman, habría que reconocer que en África es bajo el nivel de lealtad que suscitan las instituciones y limitada la capacidad de articular una voz colectiva que aliente el cambio. En estas condiciones para muchos no queda sino la salida individual como respuesta. La emigración masiva se conforma, entonces, como la única opción posible cuando no existe confianza en la acción colectiva; aunque para ello se arriesgue la vida y se nutran nuevos cementerios marinos.

No obstante, ni siquiera la salida individual es una opción al alcance de todos. Ni son los más pobres los que emigran, ni es de los países más pobres de donde dominantemente proceden. Incluso para emigrar es necesario tener un cierto patrimonio: de activos económicos para sufragar el viaje; y de recursos personales para poner en valor en el mercado de destino. La globalización ha generado por esta vía un nivel más extremo de exclusión: aquellos que ni siquiera tienen a su alcance el derecho a la movilidad, al desplazamiento.

Frente a ello ¿qué puede hacer la comunidad internacional? Hasta ahora la actitud de los países desarrollados ha venido regida por una contradictoria dualidad: desconsideración de África en el diseño de los marcos regulatorios a escala internacional, por una parte, y paternalista recurso a las fórmulas concesionales (incluida la ayuda) como mecanismo compensador, por el otro. Si con el primero se dificultan las oportunidades de desarrollo de los países africanos, con el segundo se pretende corregir levemente ese resultado, al tiempo que se alivian conciencias y se promueven lealtades y clientelismos de los gobiernos locales. Un ejemplo de este proceder lo proporciona la Unión Europea: por una parte, mantiene el severo tono proteccionista de su Política Agrícola y, al tiempo, ofrece a la región ayuda internacional y algunas concesiones preferenciales. Más allá de la distorsión de mercados que este proceder genera, es cuestionable su eficacia en términos de desarrollo. La experiencia lo demuestra: los países de África subsahariana son los que disfrutan de un trato preferencial más holgado por parte comunitaria, pero al tiempo son los que más cuota de mercado han perdido en la importación europea. En muchos casos, las preferencias no han hecho sino anclar más severamente a estos países en productos de limitado dinamismo comercial y bajo valor añadido.

Como parte de esta respuesta, se ha alimentado también una perversa dependencia del continente respecto a la ayuda internacional. En los últimos cuatro años, África subsahariana (700 millones de habitantes) recibió 15 veces más ayuda que India (algo más de 1.000 millones de habitantes). En cerca de 22 países africanos la ayuda internacional llega a suponer más del 10% del PIB nacional; y en 18, la ayuda supone más del 50% de los recursos totales del Estado. En estos casos es difícil que las autoridades no terminen tentadas por prestar más atención a los donantes que a sus respectivas sociedades, degradando la calidad de las instituciones.

En todos estos problemas tienen una responsabilidad manifiesta las élites y gobiernos africanos, pero, también, la comunidad internacional. Europa está obligada a cambiar el diseño de su política respecto a África, si no quiere enfrentarse a problemas de mayor calado en el futuro. La ayuda es, sin duda, necesaria, pero no debe constituir ni un sustituto de la voluntad de desarrollo de los países, ni un paliativo a unas relaciones internacionales que, en conjunto, niegan aquello que la ayuda dice promover. Un mayor grado de coherencia en las políticas de los países industriales será necesario si se quiere que el desarrollo de África deje de ser una elusiva promesa.