Promesas y realidades

La campaña electoral previa al 22-M, que en realidad dura ya varios meses y se prolongará ineludiblemente hasta las próximas generales, se ha caracterizado esta vez por un rasgo inusual: la crisis económica, que no solo obliga a todos a una gran austeridad en el gasto, sino que ha desacreditado radicalmente las propuestas cargadas de megalomanía derrochadora que eran habituales antaño, está condicionando los discursos de los políticos, que no saben muy bien qué decir cuando se les niega la posibilidad de recurrir al fastuoso y habitual desparrame de promesas.

De entrada, es evidente que la oferta programática de un menor gasto y de una mejor administración tiene muy corto recorrido y resulta bien poco entusiasmante. El discurso encaminado a desacreditar al adversario, que en general ya está suficientemente desacreditado por sus propias obras, tampoco da mucho de sí ya que siempre se incurre en el error de reiterar tópicos. El de denunciar «agendas ocultas» es quizá el más inquietante de ellos, pero tampoco resulta muy creíble ya que la hipocresía es el incesante pecado venial de la clase política.

Cabe, claro está, la posibilidad de intentar el discurso ideológico, es decir, de enunciar propuestas teóricas y abstractas que marcarían una dirección de avance. Sin embargo, las elecciones autonómicas y locales se prestan poco a lucubraciones de esta índole puesto que lo que está en juego no es ni la configuración del marco global de nuestro Estado ni siquiera se discute más que indirectamente la hegemonía general de unas fuerzas políticas sobre otras.

Esta evidencia tropieza esta vez, sin embargo, con la sensación muy extendida en el conjunto del Estado de que estamos ante unas elecciones premonitorias y por lo tanto decisivas, por lo que en ellas estaría ya parcialmente en juego la posibilidad de alternancia y, por consiguiente, la mudanza ideológica inherente a ella.

La primera cuestión, la formación o no de una inercia que contribuiría a la victoria de Rajoy en las generales, es un asunto que tiene su foco en las elecciones castellano-manchegas, que se celebran en una de las tres comunidades autónomas en que el PSOE gobierna todavía desde la formación del Estado de las autonomías. Como es conocido, la candidata popular a la presidencia regional es María Dolores de Cospedal, secretaria general del PP; su victoria oxigenaría las anodinas expectativas de su jefe de filas, y su derrota daría ímpetu y alas a la desgastada opción socialista, que se prepara para la elección de un jefe de filas que cargue sobre sus hombros la candidatura presidencial.

En lo referente al debate ideológico, es casi inexistente, pero hay una singularidad reseñable: la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, reconocida aspirante a ocupar la silla de Rajoy, está introduciendo elementos doctrinales en la campaña, que, además de resultar baratos en tiempos de penuria, llenan sibilinamente el gran vacío de ideas que se ha formado en torno al líder popular en la sede de Génova. Aguirre ha ofrecido, por ejemplo, más libertad educativa, un bello enunciado que, sin embargo, privilegia a la educación privada y va por tanto a halagar los oídos de la clientela natural de la lideresa conservadora. La presidenta ha lanzado además otros guiños sugerentes (y maliciosos) hacia el centro y hacia la extrema derecha que probablemente contribuirán a afirmar sus buenos resultados: ha efectuado propuestas para socorrer a los desahuciados por impago de su hipoteca, ha recordado con insistencia que ella ya ha expulsado de las listas a «los del Gürtel», y, para equilibrar, ha hecho un gesto a la caverna al manifestar que a su juicio no hay nada que vincule el 11-M con Bin Laden.

En suma, puede decirse que, con algunas excepciones, la falta de materia concreta -de recursos- para sustentar programas municipales y autonómicos no se ha suplido con imaginación, sino con evasivas. Los planes de estabilización como el que nos agobia son ocasiones magníficas para reflexionar, recomponer la figura, racionalizar situaciones, adaptar la superestructura política a las demandas de la estructura social. Pero hay muy poco de todo esto en la trastienda de los candidatos, desolados por el corsé de austeridad y desconcertados por su propia circunstancia. Por fortuna para ellos, ha salido en su socorro la cuestión de Bildu, que ha precipitado una gran conmoción que tiene su reflejo en el torrente mediático y que sirve de carnaza a los actores del inane forcejeo que precede al día 22.

Por supuesto, honrados munícipes y aspirantes a serlo desgranarán estos días programas prosaicos ante la mirada atenta de unos ciudadanos desconfiados, confusos y vapuleados por la (mala) coyuntura, pero, en general, esta es una campaña plana y tediosa, desconcertantemente vacía para el electorado. Para un electorado que ya se había acostumbrado a escuchar programas irrealizables, pero ilusionantes, y que, por su parte, también grita, como los latinos del chascarrillo de García Márquez, aquello de «no más realidades: ¡queremos promesas!».

Por Antonio Papell, periodista.

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