Prometen y cumplen

Al menos, los políticos españoles. El PPSOE, sin ir más lejos. No es por llevar la contraria a la quejosa letanía que acompasa nuestras campañas electorales: “Las promesas son papel mojado”, “en la oposición dicen una cosa y en el Gobierno hacen otra”, etcétera... Sino que lo dice un estudio que compara hasta qué punto los partidos de diversos países cumplen sus promesas electorales y en el que ha participado el economista español Joaquín Artés. Los partidos de gobierno españoles —PSOE y PP— se encuentran entre los partidos más cumplidores, por detrás de los británicos y a la altura de los suecos. Y significativamente por encima de, por ejemplo, austríacos e italianos.

De media, los partidos españoles que han llegado al Gobierno han puesto en práctica, al menos parcialmente, un 70% de sus promesas electorales. Además, como subraya Artés, PSOE y PP cumplen sus promesas tanto cuando disfrutan de mayoría absoluta como, y aquí viene lo relativamente sorprendente, cuando gobiernan en minoría. Buscan los apoyos parlamentarios necesarios para ser fieles a sus mandatos electorales.

El problema del PP y PSOE no es que no hayan cumplido, sino que no han representado. Esta precisión es importante para guiarnos en el movido escenario poselectoral que se nos avecina. PP y PSOE han sido eficaces con los temas que han tenido en la agenda. Sin embargo, sus programas no han representado unas demandas ciudadanas que, larvadas durante años, han cristalizado esta pasada legislatura. PSOE y PP no han sido equitativos, sobre todo generacionalmente. Han dejado de lado temas que preocupan a un electorado más joven, dinámico y cultivado democráticamente, a la par que precario y enfurecido por la corrupción.

Prometen y cumplenParalelamente, la gran contribución de las dos fuerzas emergentes en estas elecciones, Podemos y Ciudadanos, no ha sido una forma distinta de hacer política: nueva, horizontal, rupturista y digital. De hecho, a medida que crecían en las encuestas, hemos visto cómo adoptaban características de la política de toda la vida: vieja, vertical, reformista y analógica. Con discursos cargados de referencias clásicas, de Gramsci a Suárez, pasando por Kennedy. Su éxito electoral se ha basado en introducir temas ausentes en la agenda: un mercado laboral que iguale oportunidades, una garantía de ingresos mínimamente decentes, respuesta a los desahucios, o un mayor acercamiento de los gobernantes a los gobernados (minimizando aforamientos y coches oficiales; y maximizando la transparencia).

Así, el Parlamento español resultante de estas elecciones tiene el potencial de combinar eficacia y equidad. Tenemos dos partidos, PSOE y PP, que hacen lo que prometen, y dos, Podemos y Ciudadanos, que prometen lo que debería haberse prometido. Hoy nuestro sistema de partidos es más homologable al de las democracias proporcionales europeas que tanto admiramos, con un partido conservador y uno socialdemócrata que representan la divisoria tradicional de las sociedades industriales y que todavía recogen entre un cuarto y un tercio de los votos. Estos partidos están flanqueados —aunque eventualmente pueden ser superados— por partidos minoritarios pero más sofisticados. Por un lado, partidos liberales (como Ciudadanos) de clases medias urbanas y profesionales, con votantes individualistas pero a la vez muy conscientes del valor de lo público. Por el otro, formaciones rojo-verde-moradas (como Podemos) más porosas que sus precursoras poscomunistas a las atomizadas demandas de unos nuevos votantes progresistas, que son colectivistas pero a la vez muy celosos de la libertad individual.

Los españoles hemos pintado un mapa parlamentario que nos representa fidedignamente. Pero corremos el peligro de que la mayor representatividad se traduzca en una menor efectividad. Que tengamos más promesas que nunca en el Parlamento, pero que éstas no se cumplan. Como a menudo ha ocurrido en Italia, donde el multipartidismo no ha fomentado el consenso sino el frentismo.

Y ese riesgo es elevado si exploramos el fondo de la aparentemente pacífica campaña electoral que hemos vivido. En su superficie, nuestra política se ha vuelto consensual de la noche a la mañana: representantes de la sociedad civil, grupos de interés y creadores de opinión todos reclaman al unísono una nueva política basada en pactos amplios y que abandone la cultura de la confrontación. Los políticos, sensibles siempre al espíritu de los tiempos por propia supervivencia, se han cansado de decir que estaban “de acuerdo con” sus contrincantes en infinidad de puntos.

Pero la campaña ha revelado una sombra en la política española que oscurece las posibilidades de consenso. Nuestra política se ha personalizado de forma extrema, con unos candidatos que han monopolizado los espacios en los medios de comunicación, tanto políticos como de entretenimiento. Y cuando la política se convierte en una lucha entre líderes, y no entre programas, tiende a plantearse como un juego de suma cero, en el que lo que uno gana el otro lo pierde. Los programas electorales se pueden dividir y los partidos pueden sacrificar ésta u otra promesa a cambio de un pacto estable de gobierno. Algo teóricamente posible en cualquier combinación entre los cuatro partidos, con la posible excepción de las que incluyan a PP y Podemos juntos.

Sin embargo, un líder no se puede dividir. Y no es fácil que esté dispuesto a sacrificarse por el bien del partido a largo plazo. Los líderes viven instalados en la inmediatez y tienen incentivos —y poder— para dinamitar cualquier puente con otros partidos y forzar nuevas elecciones en cuanto vean que las encuestas les ponen por delante en la carrera a La Moncloa. Para impedirlo debemos centrar el debate público en torno a las políticas sobre la mesa y no a las sillas de los políticos.

En las próximas semanas, todos recitaremos el programa, programa. Pero, en la práctica, seguiremos llenando los espacios informativos con la declaración de última hora de cualquiera de los cuatro líderes en lugar de los pros y contras de unir las propuestas de distintos partidos. Que la política española se convierta en un circo romano de intrigas palaciegas no depende tanto de los actores como de los espectadores. ¿Asumiremos nuestra responsabilidad, premiando a los políticos que tiendan la mano y castigando a los oportunistas? ¿O seguiremos disfrutando desde el sofá de esa lucha cainita por el poder (del Gobierno o del partido) en la que se ha convertido la política mediática en España?

El régimen del 78 ha cumplido sus promesas. Para que el régimen del 2015 cumpla las suyas, nos tocará esforzarnos mucho más.

Victor Lapuente Giné es profesor de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo y autor de El retorno de los chamanes (Ed. Península).

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