Prometeo, ante la pandemia

“Debemos ser humildes ante la fuerza de la naturaleza”, declaró hace días un Boris Johnson manifiestamente incómodo ante la necesidad de implementar duras recomendaciones sanitarias a pesar de las presiones de la City. “Humildes ante la naturaleza”, ¿por qué? ¿No se percibe en esta resignación el reconocimiento de una pérdida? ¿Cuándo desapareció el orgullo antropológico prometeico de enfrentarnos, con recursos técnicos y científicos, al dolor causado por una naturaleza injusta? Es llamativo que el tono de un primer ministro humillado por la urgencia de frenar el flujo económico coincida con el relato new age, tan recurrente, de que las catástrofes de todo tipo son producto de la hybris humana, esa soberbia e insolente desmesura que nos lleva a ignorar nuestra dependencia de la madre naturaleza.

Puede que la reticencia de Johnson a usar un lenguaje intervencionista políticamente incorrecto y a plantear que también somos humanos dotados de dignidad, gracias al conocimiento científico, para intentar no doblegarnos a las tragedias revele algo importante. Que el primer ministro no pueda interpelar a su sociedad más que apelando a nuestros límites y no a la épica a la que otros mandatarios anteriores apelaron, para animarla en momentos dramáticos, indica algo interesante de la propia lógica del discurso neoliberal instalado después de la II Guerra Mundial. El llamado “fin de la historia”, la polarización estática de la Guerra Fría y la creciente sensación de ingobernabilidad de las sociedades de los sesenta nos han llevado a olvidar ese modelo nacional de reconstrucción intervencionista y humanamente confiado llamado espíritu del 45. ¿Quién puede hoy hacer política apelando a ese orgullo?

Como destacan los teóricos críticos del neoliberalismo, si algo caracteriza su lectura de la realidad social es un cuestionamiento radical de la función estatal. Para los neoliberales alemanes de posguerra solo había que aprender una lección del trauma nacionalsocialista: la necesidad de un Estado lo más frugal posible desprendido de cualquier pulsión intervencionista, que ahora pasaba a ser vista interesadamente como “totalitaria”. ¿El fascismo? Una hipertrofia estatal.

La particularidad neoliberal no pasa solo por poner el Estado al servicio de una estricta creación de competencia o “no tocar los mercados”, sino por la comprensión de que estos “conocen” mejor la lógica del juego económico. Adelgazamiento del Estado de derecho también. Si los mercados “saben más” es porque, humildemente, han dejado atrás toda voluntad “prometeica” de intentar acceder al conocimiento último de la estructura social y, por tanto, intervenir sobre ella.

Si una idea desde entonces se ha impuesto como mantra es la contraposición entre la libertad racional de los mercados y una dimensión estatal totalitariamente proteccionista, justo la dicotomía que la pandemia erosiona poniendo en crisis. Son comprensibles por eso las advertencias sobre la crisis de gobernanza. ¿Cómo gobernar hoy cuando la agenda neoliberal ha enseñado que el mejor Gobierno es el más discreto y la actual situación obliga a hacer uso de todos los recursos del Estado? ¿Cómo gobernar cuando los dirigentes actuales se han entrenado en la idea de que el Estado ha de renunciar a su “funesta arrogancia” (Hayek) de planificación a favor de la sensata sabiduría de los mercados?

El sentido común antiprometeico del siglo XX tuvo éxito por haber sabido articular las demandas posfordistas en torno a la diferencia y la ofensiva cultural neoliberal frente a un enemigo caricaturizado: un monstruo estatal totalitario. No se trata de regresar a este Estado keynesiano, una posibilidad anacrónica. Sin embargo, como señala Wendy Brown, la pérdida de convicción, sobre todo en la izquierda, en “la capacidad humana de crear y guiar la existencia, o incluso asegurar su futuro, es el sentido más profundo y devastador en que la modernidad ha terminado”.

Desde aquí se comprende la llamada pseudoreligiosa a la humildad del político curtido en las élites de Eton. Lo que está entrando en contradicción es, por un lado, la visión teológica acerca de un mercado deificado invisible, y, por otra parte, la urgencia política de intervenir por razones humanitarias. En este escenario, la izquierda debe contrarrestar esta desesperanza confiando en los poderes humanos frente a interpretaciones religiosas del dolor social. Si la solución neoliberal pasa por cualquier medida excepto por la toma humana de decisiones políticas y la intervención sobre las condiciones económicas de la existencia, un pensamiento progresista no puede hoy dejar de ser prometeico, menos humilde ante una “naturaleza” que es una interesada construcción histórica.

Germán Cano es profesor de Filosofía en la Universidad Complutense.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *