Prostitución voluntaria

"Hay que distinguir entre prostitución voluntaria y forzada”, dicen quienes han defendido estos días la creación de un sindicato de “trabajadoras sexuales”. “Si una mujer se prostituye por decisión propia, ¿cuál es el problema? Está ejerciendo su libertad, laboral —eligiendo un oficio que le da dinero y la empodera— y sexual. ¿Quiénes somos nosotros para decir a las mujeres lo que deben hacer con su cuerpo? Se debe perseguir la trata, por supuesto; pero tenemos que respetar, legalizar y proteger la prostitución voluntaria”.

La argumentación es impecable. La pregunta es si tiene algo que ver con la realidad. Para empezar: ¿es cierto que hay mujeres que ejercen la prostitución libremente?, y en tal caso, ¿por qué lo hacen?, y ¿las empodera?... No se me ocurre mejor respuesta a estos interrogantes que un libro autobiográfico publicado en francés en 2001: Putain, de Nelly Arcan (hay edición española: Puta, editorial Planeta, 2002). El suyo es un caso ideal, sin nada que enturbie la pureza del experimento: una chica joven, blanca, de clase media, con papeles en regla y sin apuros económicos, habitante de un país moderno e igualitario, Canadá, decide un buen día ofrecer sus servicios a una agencia de prostitutas de lujo. ¿Por qué motivo? Ella misma se lo pregunta, tiempo después, en la consulta de un psicoanalista. Con su estructura de asociaciones libres, su introspección descarnada, su brutal impudor, Puta parece la transcripción del monólogo que su autora debió desarrollar en el diván.

Prostitución voluntariaLa explicación psicoanalítica del caso particular de Arcan no parece difícil. Es hija de un padre que no se acuesta con su mujer, pero sí con putas, y de una madre que es un cero a la izquierda en la pareja y a la que el desinterés de su marido sume en una depresión tal, que se pasa el día en la cama. Pero no es lo individual lo que nos interesa, sino lo social. Y aquí coinciden perfectamente: son las dos caras de la misma moneda. Lo que Nelly Arcan, según vamos entendiendo, ha percibido es que vive un mundo —del que su familia es solo una versión exagerada— cuyo criterio de valor supremo es el deseo masculino.

Cuando mira a su alrededor, Arcan ve a mujeres cuyo único poder es el que pueden ejercer a través de los hombres, utilizando como moneda de cambio el sexo o los hijos. Mujeres obsesionadas por gustar y aterrorizadas ante la idea de envejecer. Mujeres-muñecas, que pasan “de la cama a la maquilladora al gimnasio a la boutique a la dieta al cirujano al striptease y nuevamente a la cama...”. ¿Dónde lo ve? En todas partes. En los cuentos infantiles, que nos presentan a hombres que hacen cosas por sí mismos y a mujeres que solo valen en la medida en que gustan a los hombres. En los Pitufos: personajes masculinos variados, con personalidad, intereses, iniciativa (el pitufo deportista, el poeta, el gruñón...) y un solo personaje femenino (¿para qué más, si todas las mujeres son iguales?), la Pitufina, con la que Nelly Arcan se compara varias veces, y que no es nada, más que mona. En los libros de Historia, donde de la mitad de la población no se habla, como si no hubiera estado allí o no hubiera hecho nada digno de mención. En la cultura en general, donde las mujeres mayores, sabias, poderosas, o no existen, o son pintadas como odiosas y ridículas. En la pornografía. En las revistas de moda. En la sociedad, donde más que las ambiciosas y las trabajadoras, las que triunfan son las sexys... Aunque, por supuesto, el discurso oficial afirma lo contrario. Recuerdo haber leído que Melania Trump visitó una escuela de niñas, ¿y qué les dijo, precisamente ella? Que lo que importa en una mujer es... la inteligencia.

El argumento “distingamos la prostitución voluntaria de la forzada” es atractivo, pero falaz. Se basa en un concepto, el de “consentimiento”, que no toma en cuenta todos esos factores que afectan más a los pobres que a los ricos, a los países periféricos que a los centrales y a las mujeres que a los hombres: falta de recursos, escasez de alternativas, impotencia. Si gran parte de la prostitución es, como ellos dicen, libre, ¿es casualidad que quienes la ejercen sean, en una mayoría abrumadora, mujeres pobres y del Tercer Mundo? Lo que llamamos “consentimiento” ¿es voluntad o, más bien, como apunta (por experiencia propia) Amelia Tiganus, resignación? ¿O es que eso no nos importa?... Es falaz, también, porque apela a la “libertad sexual” para justificar actos que para las mujeres implicadas no tienen nada que ver con el placer. Engaña al presentar como fruto de una elección de las mujeres lo que es un negocio entre hombres (proxenetas de un lado, puteros de otro) en el que las mujeres son la mercancía. Como ha escrito Françoise Héritier, “decir que las mujeres tienen derecho a venderse es ocultar que los hombres tienen derecho a comprarlas”. Y en lo que a las políticas respecta, diferenciar entre prostitución “buena” (que hay que regular) y “mala” (que la reglamentación haría desaparecer) omite el hecho, sobradamente demostrado, de que legalizar no reduce la trata, no garantiza los derechos de las prostitutas (son poquísimas las que se dan de alta) y empeora su situación: si es legal, todo vale, desde “tarifas planas” de cerveza, salchichas y mujeres ilimitadas, hasta la posibilidad de defecar sobre la prostituta, como se ha visto en Alemania.

“Tú lo has querido, te repiten”, escribe Nelly Arcan, “como si lo que yo quiero no tuviera que ver más que conmigo, como si no fuera precisamente lo que ellos querían”. Ella vive la prostitución como un infierno: aunque entiende por fin que los puteros “no me follan a mí, ni siquiera mi raja, sino su idea de lo que es una mujer”, aunque confiesa su “odio” por los clientes y por sus propios “gestos mecánicos y dolorosos de muñeca despeinada”, sigue necesitando percibirse “excitante” para ellos como única manera de sentirse “poderosa”... en una sociedad basada en la desigualdad entre hombres y mujeres. Pues esa es la clave de bóveda: es eso lo que la prostitución refleja, lo que la explica, lo que tienen en común todas sus modalidades. Por eso era de esperar que un Gobierno como el de Pedro Sánchez que se define como feminista se declarase también abolicionista. El rifirrafe sobre la legalización de un “sindicato de trabajadoras sexuales” es un buen momento para que lo demuestre con hechos.

En cuanto a Nelly Arcan, se ahorcó en su piso de Montreal en septiembre de 2009, a los 36 años.

Laura Freixas es escritora.

1 comentario


  1. Vale, se prohíbe. Pero entonces también todo lo que afecta a personas que están condicionadas para discernir, desde las drogas hasta el bingo o los créditos usurarios a golpe de cinco clicks.

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