Protección jurídica para un Rey

En la historia encontramos de todo o de casi todo, desde el Discurso de Pericles hasta la actual pandemia planetaria. Por eso se dice que es maestra de la vida. En la biografía de Juan Carlos I hay también de todo. Tragedia y soledad, una muy seria doble dependencia, simulación y disimulo, firmeza y silencios, falta de comprensión de su padre –justo la persona de quien más la necesitaba–, prudencia rayana en el laconismo, amigos desinteresados y de los otros, infidelidades, aciertos que lo llevaron a la cumbre nacional e internacional, sonados errores de quien durante tanto tiempo fue extraordinariamente cauto, aventuras las más de las veces inconfesables, zonas oscuras, simpatía y momentos de extroversión no siempre oportuna… En síntesis, una biografía en la que, no obstante la aparente accesibilidad y real simpatía de la persona, hay vivencias menos conocidas. La lectura de su anecdotario, cuando se publique, deparará sensaciones plurales, encontradas, unas positivas y otras algo menos, pero siempre interesantes; no en vano es protagonista principal de medio siglo de historia española.

De ahí el interés de su deriva desde hace unos años, que podríamos formular así: de cómo se dilapida increíblemente un inmenso capital político y humano, de cómo una persona que sortea durante varias décadas las presiones de su padre, el recelo y la animadversión de los jefes del régimen autocrático e incluso las fuerzas de la oposición al franquismo –que hacían apuestas sobre los días, todo lo más semanas, que duraría su reinado–, más tarde encumbrado por la opinión pública mundial gracias a su inteligente comportamiento democrático, vacía sus enormes y repletas alforjas históricas adoptando innecesariamente una actitud opuesta a la que tan excelentes resultados le había deparado durante décadas.

Los españoles nos sentimos tan abrumados por la sucesión inclemente de noticias que, pese a las evidencias, nos resistimos a creer que hayan podido suceder. El Rey que tuvo que navegar con inteligencia entre Escila y Caribdis, entre su padre y Franco, con determinación e inteligencia para hacer posible lo necesario en nuestro país; el Rey aplaudido por su alocución ante las cámaras de televisión el 23-F, pese a que el texto leído no podría ganar jamás un concurso de redacción; el Rey que un año más tarde recibía el Premio Carlomagno por sus grandes servicios a Europa; el Rey que ha sido hombre europeo del último cuarto del siglo XX... ha dilapidado ese inmenso capital político y es ahora mirado con incredulidad, desprecio y resentimiento.

Un principio general de todo régimen democrático de Derecho es el de responsabilidad de los poderes públicos. La Constitución española lo recoge, junto a otros principios del Estado de Derecho, en su artículo 9.3. Pero, como es propio y usual en las monarquías, el Rey es declarado irresponsable e inviolable; por tanto, no se le puede residenciar ante un tribunal; antes al contrario, la justicia es administrada por los tribunales en nombre del Rey. Pero en democracia, donde hay poder hay responsabilidad; viceversa: si no hay responsabilidad, no hay poder. De ahí la institución del refrendo, que corre a cargo del presidente del Gobierno; en su caso, del ministro competente por razón de la materia; y, en fin, también del presidente del Congreso de los Diputados en los actos que jalonan la investidura de un presidente del Gobierno.

Todo lo anterior se refiere evidentemente a los actos oficiales, de Derecho Público, como la sanción de una ley o la expedición de un decreto. Pero tampoco responde judicialmente de otros actos, sea de índole económica o por vulneración de la Ley de Seguridad Vial, o por un delito de sangre, lo cual es reminiscencia del absolutismo regio, régimen en el que el único poder, y poder absoluto, era el del Rey. En las democracias, el Rey ha perdido poder, pero no su posición por encima de los poderes ordinarios del Estado. En fin, con ocasión de la abdicación del Rey Juan Carlos I se aprobó una ley que declara su inviolabilidad por todo lo actuado durante su reinado; y para los actos realizados después, se dispone su aforamiento en el Tribunal Supremo.

Hasta aquí, el dato jurídico, brevemente expuesto. La práctica nos dice que todo lo anterior no puede mantenerse en determinadas circunstancias de gravedad o de repulsión de la opinión ciudadana. De manera que, si no se puede someter al Rey a un tribunal, se le pone un barco en Cartagena para que salga de España (caso Alfonso XIII), o se le facilita el paso a Francia (caso de Isabel II). Lo que es una forma de exigir responsabilidad política (sólo política) por actos que acaso habrían merecido la exigencia de responsabilidad penal (el apoyo de Alfonso XIII a la Dictadura de Primo de Rivera, o los rasgos de Isabel II). Es decir que, a la larga y en casos extremos, se exige responsabilidad a los Reyes, pero sólo políticamente, perdiendo el cargo y teniendo que autoexiliarse.

Cualquier lector puede reaccionar criticando ese tipo de soluciones como hipócrita y chapucero. Pero la política es así, y no sólo bajo formas políticas monárquicas. Los lectores menos jóvenes y los asiduos lectores de Historia recordarán que el presidente Nixon delinquió (caso Watergate) y el Congreso autorizó su juicio. Pero se llegó a un acuerdo: la impunidad a cambio de que dimitiera. Es decir, la responsabilidad penal fue sustituida por una responsabilidad política consistente en la pérdida de la Presidencia. Nihil novum sub sole.

Además, este tipo de soluciones es menos suave de lo pudiera parecer. El procesamiento de un Rey no tiene apoyo jurídico y es, por tanto, un acto revolucionario. De ahí que suela ir acompañado o ser sustituido por algo de más largo alcance: su destronamiento, el cambio de régimen, el cambio de dinastía, etcétera.

¿Y qué ocurre si después es absuelto por los tribunales? Es el caso de Christian Wulff, presidente de la República Federal de Alemania, quien dimitió al ser investigado por corrupción y tráfico de influencias, cargos por los que la Justicia le absolvió después; pese a todo, había quedado resueltamente dañado.

El aforamiento está justificado. No resulta decoroso que quien ha sido Jefe del Estado sea citado por un juez de Almería y, a continuación, por otro de Gijón. Este privilegio es muy antiguo; procede de la Edad Media, cuando los nobles sólo podían ser juzgados por sus pares. Había Parlamentos judiciales (Montesquieu presidió el de Burdeos) y por eso todavía la Cámara de los Lores tiene funciones judiciales. Pero, de nuevo, este privilegio tiene una parte desfavorable: como juzga el Tribunal Supremo, si la sentencia es condenatoria, no hay segunda instancia a la que recurrir.

Ni política ni jurídicamente hay nada que impida el debate sobre la limitación de la inviolabilidad del Rey. Y si es conveniente o no seguramente va en opiniones. Lo que sucede es que los términos elegidos aquí y ahora para plantearlo son espurios, puesto que se ven mezclados con la contraposición entre república democrática y monarquía no democrática (incluso autocrática), con lo que se están comparando magnitudes heterogéneas. Es como si decimos república totalitaria no, monarquía democrática sí. Un verdadero disparate. Puro veneno para la opinión pública. Inaceptable.

Más aún: la Monarquía no está ayuna de argumentos favorables a su continuidad como forma de la Jefatura del Estado; tres principalmente:

a) La no adscripción del Rey a ningún partido político, como tampoco de los demás integrantes de la Familia Real.

b) Su renovación automática sin interregno, con el correspondiente conocimiento previo de la persona del sucesor por parte de la ciudadanía, habitualmente con décadas de anticipación.

c) La no necesidad de negociaciones ni votaciones, como sucede en las repúblicas parlamentarias, parta el nombramiento de un Jefe del Estado sin poderes efectivos, que se prolongan en ocasiones durante meses.

Antonio Torres del Moral es catedrático de Derecho Constitucional.

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