Protejamos a los más vulnerables

Según informaciones recientes, seis centros de trabajo protegido han tenido que cerrar ya en Catalunya como consecuencia de la crisis. Se trata de empresas que, en sectores diversos, proporcionan empleo a más de 7.500 personas aquejadas de diferentes tipos y grados de discapacidad. Las federaciones afectadas temen que la sangría continúe en los próximos meses. Algo falla en nuestra sociedad cuando noticias como ésta pasan inadvertidas a la mayoría, sin merecer mayores comentarios ni reacciones.

El empleo protegido es una de las piezas menos prescindibles de la arquitectura institucional de nuestro Estado de bienestar. Lo es, de entrada, porque suministra un medio de vida a mujeres y hombres que pueden trabajar, y trabajar bien, pero que no dispondrían de las mismas oportunidades que sus conciudadanos para acceder a un empleo remunerado. Eso es, desde luego, importante, pero aún lo es más el hecho de que hace posible la inserción social de personas que, en otro caso, se verían marginadas, excluidas. Por eso, el empleo protegido es la prueba del nueve de nuestra voluntad colectiva de inclusión, de nuestro empeño por no dejar a los más débiles fuera del campo en el que jugamos el partido de la vida cotidiana. Y aún algo más: para algunos –como ocurre, por ejemplo, con los enfermos mentales–, la posibilidad de trabajar es la única vía efectiva para profundizar en su rehabilitación, para salir de las tinieblas y afrontar una normalización vital que de otro modo les estaría vedada. En definitiva, de lo que estamos hablando es de la fórmula más eficaz que nuestra sociedad ha encontrado para tratar a los discapacitados como ciudadanos.
Es, como vemos, demasiado lo que hay en juego para que podamos limitarnos a aceptar, como una secuela más de la crisis, la espiral de cierre de las empresas que hacen posible todo eso. Y ¿saben una cosa?, si no lo decimos en voz bien alta, hay un evidente peligro de que nadie haga nada. Al fin y al cabo, hablamos de grupos sociales que carecen de micrófonos y amplificadores lo suficientemente potentes como para hacerse oír con nitidez en la esfera pública. No tienen sindicatos que les defiendan. No se manifiestan por las calles. No ocupan edificios ni cortan el tráfico en las rondas. No amenazan gravemente el voto de nadie. Son los perdedores ignorados de la crisis, las primeras víctimas en sucumbir a la espontaneidad maltusiana que caracteriza a los periodos, como el que estamos viviendo, de empobrecimiento colectivo.

Todo esto mueve a reflexionar sobre los contenidos, las formas y los costes de las políticas públicas destinadas a hacer frente a la crisis. Del 2% de superávit en el 2008 al 10% de déficit agregado previsto para este año, 12 puntos de déficit fiscal en un ejercicio son, se mire como se mire, mucho dinero público. Son tiempos para acertar en las inversiones a medio y largo plazo que deben permitirnos cambiar el modelo de desarrollo, en la inyección de los estímulos a corto plazo que contribuyan a frenar la recesión, y también para paliar los efectos más crueles de la crisis, protegiendo a los desempleados y manteniendo la cohesión social. Para los gobiernos son, en especial, tiempos para medir bien los costes, y en particular los de oportunidad, es decir, los de aquellas cosas que habrá que dejar de hacer por haberse gastado el dinero en otras. Desde este ángulo, cuesta entender que se esté dejando caer, entre la indiferencia general, a las empresas de trabajo protegido.
Para quienes gestionan el presupuesto público en esta crisis, la primera prioridad deberían ser aquellos que corren el riesgo de perder, al mismo tiempo que su trabajo o la expectativa de conseguirlo, su auténtica carta de ciudadanía. Nadie, como ellos, necesita al Estado para que proteja, no ya sus derechos o su bienestar, sino su misma identidad como miembros activos de la comunidad. En palabras recientes del profesor Leonardo Morlino, la democracia desigual incrementa la probabilidad de transformarse en democracia no legítima.

SOlo invirtiendo en algo tan básico, tan indiscutible, ganarían los gobiernos la legitimidad que otorga la percepción de la ciudadanía de que se está gastando el dinero público con equidad. Solo así podrían aspirar a convencernos de que otras ayudas públicas más discutibles –a tal o cual sector industrial en crisis, como el automóvil– eran socialmente necesarias, de que el rescate de determinada entidad financiera suponía una exigencia ineludible. Solo cuando las políticas públicas consigan proteger de un modo efectivo a los más vulnerables, empezaremos a estar dispuestos a escuchar argumentos convincentes sobre la conveniencia de gastar el dinero de todos, también, en conmemoraciones, embajadas, viajes oficiales, campañas de comunicación, incrementos de salarios públicos y en cualesquiera otras finalidades de interés general que la prudencia de nuestros gobernantes y su sentido de la buena administración tengan a bien promover.

Francisco Longo, director del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.