Proust: las tres claves

Dentro de poco hará cien años que falleció Proust, un día de noviembre de 1922. El centenario se agota, de modo que me apresuro a dedicar un peán al mejor escritor que ha dado Francia en el siglo XX. André Gide se negó a publicarlo, y la Academia Francesa prefirió no abrirle sus puertas. Proust tuvo que contentarse durante años con ser prestigioso entre unos cuantos allegados, honor casi invisible que pocos creadores envidian. Tres secretos, tres bellísimas rarezas asisten a la literatura proustiana. En primer lugar, el estilo. Sitúo a Proust entre los archimodernos. Quien se haya asomado a 'Retrato del artista adolescente', de James Joyce, entenderá a qué me refiero. En las líneas inaugurales del libro, la sintaxis elemental, fracturada, reproduce, más que describe, la vida interior de Stephen Dedalus en sus años pueriles y todavía balbucientes.Proust: las tres claves

Joyce ha logrado, por medio de una gigantesca onomatopeya, que los pensamientos del protagonista se impriman en el texto como un dedo entintado al apoyarse en una hoja en blanco. Proust explota igualmente la onomatopeya, aunque invirtiendo la técnica de Joyce. Mientras Joyce es lineal y directo, Proust cultiva el hipérbaton y la prolijidad. La frase lenta, la insistente circunvolución verbal imitan el curso vacilante, el flameo y la dispersión, de la memoria, el motivo central de los siete volúmenes que componen 'En busca del tiempo perdido'. El efecto es hechizante. Cuando se relee a ciertos realistas del XIX, algunos, sin duda, grandes escritores, resulta difícil, en un primer momento, no sentir que se ha ingresado en un mundo de cartón piedra. Hombres y cosas se recortan, duros, sobre el fondo, como en una plancha de cobre o un daguerrotipo.

El experimento moderno fue frágil. Famosamente, Joyce terminó perdiéndose en los cerros de Úbeda: el virtuoso prevaleció sobre el poeta. Rige lo propio para otros autores de la época. No es el caso de Proust, inmune (segunda clave) a las tentaciones y la superstición del arte por el arte. Nuestro hombre militó en una tradición esencialmente escéptica que arranca de Montaigne y pasa por Pascal y La Rochefoucauld. Atiendan a la sentencia siguiente, que en las máximas de La Rochefoucauld lleva el número 177 (edición de 1678) y que también podría haber escrito Proust: «La perseverancia no es digna, ni de censura, ni de elogio, puesto que consiste en la duración de nuestros gustos y sentimientos, que uno no se ha dado y de los que tampoco es capaz de desprenderse».

Adornamos con el nombre de una virtud lo que no es sino una inercia de nuestro carácter, sometido a una lógica oriunda y rebelde. O ni siquiera, porque a lo mejor no hay tal lógica. Quizá el mundo sea intrínsecamente irracional, una especie de turbulencia constelada por palabras que mienten o no dicen nada. En este esquema se ubica, íntegro, el concepto proustiano del amor. Swann, un esnob refinado y quizá una proyección parcial del novelista, se arrebata por Odette, necia, ignorante y vulgar. ¿Se engaña Swann? No. Swann sabe cómo es Odette. Esta ni siquiera le gusta. Pero se ha convertido en una obsesión, en algo que no puede arrancar de sí sin experimentar una especie de vacío, una catástrofe.

a eso se reduce su amor o, cabría añadir, el amor en general. El otro amor importante de la saga, el del narrador por Albertine, es tan inexplicable como el de Swann por Odette. La ausencia aterradora de razones, la falta de ilación, lo gratuito del sentimiento, que más que un sentimiento es una manía, impiden que la pasión amorosa evolucione. El amante gira en torno de la amada como una mariposa en torno de una llama. Una llama oscura, una llama que no emite luz ni calor. El mundo se opaca y el tiempo se detiene. El hombre enamorado solo volverá a vivir cuando la pasión desaparezca, por el motivo (o el no-motivo) que fuere.

Proust no consiguió nunca construir una intriga, en la acepción habitual del término. No podía hacerlo. Su noción de las cosas le impedía aceptar el juego previsible de acciones y reacciones que en la novela o el teatro alían o enfrentan a los personajes y generan una trama. Lo natural es que Proust se hubiese escorado hacia el género memorialístico. No nos cuesta trabajo imaginar Combray, Balbec, el faubourg Saint-Germain, como evocaciones o transposiciones encadenadas por el azar de una biografía. Pero Proust no es un memorialista. Es un escritor de tragedias. Permitan que me explique. Distingue a la tragedia, y a casi todas las grandes novelas, las cuales también son, a su manera, trágicas, el ofrecer un sesgo, una suerte de inclinación que apunta a un desenlace con sentido. En lo último 'Madame Bovary' empata con la 'Oriestíada' de Esquilo, o 'Anna Karenina' con la 'Antígona' de Sófocles. Pues bien, hay un sentido en Proust, un sentido que no descansa en la mínima o frustrada acción dramática sino en el poder redentor del recuerdo. En 'Por el camino de Swann', al comienzo de la serie, el narrador muerde una magdalena cuyo sabor le envía, por asociación, a un punto anterior en el tiempo y a la sucesión de vivencias subsiguientes. En 'El tiempo recobrado', el libro postrero, se repite el episodio nemotécnico. En ambos casos, el protagonista se salva. Al tirar del hilo saca algo en limpio, y eso que saca, es su vida. Al peso, una vida es un magma, una acumulación de hechos, y eso todavía no es una vida. Es un caos. Pero una vida recuperada, una vida reapropiada, sí es una vida. Sólo vivimos de verdad tras saber que hemos vivido. El propio Proust, mientras emborronaba cuartilla tras cuartilla, habría intentado excavar, en la masa informe de su pasado, el hueco, el relieve invertido, donde inconfundiblemente cabe una existencia. Propósito más urgente, moralmente más serio, que el de asegurarse un lugar de honor en el canon literario.

Probablemente, Proust fue comprendiendo lo que quería al paso que progresaba en la redacción de su obra. Sea como fuere la búsqueda, la emoción, la larga espera, la promesa de una aurora que coincide con el ocaso, imantan el texto desde la primera página. Ahí está la tercera clave.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *