Provechosos movimientos veraniegos

De las proximidades de Torroella, pueblo del Empordà notorio por su festival internacional de música, a la aduana francesa hay poco menos de una hora, y la primera población con un cierto empaque es Perpinyà. Conviene atravesar la frontera de cuando en cuando para hacer comparaciones, que son odiosas, sí, pero no por ello menos instructivas.

En la agitada historia de Francia, tan vapuleada como España por la guerra incivil (aunque, eso sí, lo olvidan mejor), las zonas del sur siempre anduvieron un tanto despendoladas. Luis XIV les puso la brida a los feudales y la estatua ecuestre que adorna el candoroso parque de Montpellier es prueba de que, en algún momento, se les ordenó que formaran parte de un país más grande y quizás menos reaccionario que su minúscula región. Se plegaron.

Así nació el primer Estado moderno y así se pudo ver a Francia como la nación más poderosa del mundo en el siglo XVIII. El Estado moderno obligaba a suprimir las madrigueras feudales y la guerra de la Fronda puso en claro con qué ferocidad los poderes regionales iban a defender sus privilegios con el apoyo (¡siempre lo mismo!) de la Iglesia católica. Una historia que, como es lógico, en Catalunya se cuenta al revés. Todavía hoy el sur de Francia es una región de escasa vida industrial, con servicios menos vigorosos que los del norte y una población que tiende a votar a Le Pen. De ahí que su recurso sea el turismo, en el que trabaja con toda su energía, que es considerable.
Muchos de estos rasgos nos son familiares a quienes vivimos en Catalunya Sur, capital Barcelona. Lo tremendo es que, a pesar del tan alabado crecimiento económico español, de la admirable transición política, de la cantidad de jabón que se dan nuestros gobernantes, lo cierto es que una ciudad como Perpinyà, que viene a ser la Algeciras de Francia, le da mil vueltas a ciudades mucho mayores y más blasonadas de Catalunya (sur). Y no doy nombres porque luego los gañanes del lugar te buscan para romperte una bandera en el cráneo.

Esto es desconsolador. ¡Con la cantidad de dinero que les estamos dando a esta gente de Perpinyà y alrededores! Por si no lo saben, les pagamos colegios, cátedras, universidades, radios, y un corresponsal de TV-3 que ofrece fascinantes noticias sobre Ceret. Todo para recordarles a los de Catalunya Norte que son catalanes, un asunto que en general olvidan casi todos los catalanes hasta que llega el Gobierno de Montilla para recordárselo. Es muy desesperante porque en dos días de moverme por la ciudad no pillé a nadie, pero es que nadie, que hablara catalán o que tuviera un porte que no fuera rotundamente gabacho. Quizá en el campo haya más entusiasmo.
Veamos. El dinero que pagamos se ve por las calles, eso sí. Está todo lleno de banderas catalanas, los letreros de la oficialidad vienen en francés y catalán, por el centro hay oficinas de la Generalitat del sur, la emisora nacional nuestra está justo delante del río y parece que alguien la oye, quiere decirse que la vida administrativa refleja un buen fluido de dinero (¿cuánto?, nadie lo sabe) que les cae a estos franceses como agua de mayo.

Ahí se acaba el asunto. Circulan unos autobuses que ya los querríamos en Barcelona, hay zonas peatonales con bares y restaurantes al aire libre, servidos por auténticos profesionales, dos librerías que no encontrarás en ninguna capital catalana (del sur) excepto, claro, en Barcelona. Todo está limpio, no hay estruendo ni jarana, los comerciantes son educados, los grandes almacenes no venden saldos, hay varios locales recomendados por guías gastronómicas, en fin, que aquello es indudablemente Francia.
Me preguntaba yo, mientras caminaba por la modesta y sin embargo confortable ciudad francesa, cuántos de aquellos nacionalistas (del norte) que negocian con nuestros Montillas y Carods y tratan de despertar un patriotismo que a los franceses les importa una higa, se cambiarían, no ya por catalanes (del sur), sino por españoles. Yo creo que ni uno.
Ni siquiera los dirigentes del partido nacionalista catalán que se presenta a las elecciones en Perpinyà. Una cosa es pillar dinero como se pueda y otra cambiar el sistema de transportes, correos, la sanidad, la policía, los diarios y televisiones o la educación francesas por sus correspondientes entes catalanes (del sur) o españoles.

Entre lo más agradable de este salto me atrapó una exposición de Hyacinthe Rigaud, pintor al que no se le presta atención cuando se pasea por el Louvre, aunque fue el mejor retratista de la época de Luis XIV y Luis XV. La exposición era soberbia. Rigaud retrataba como un cretino a quien lo era (hay un diputado tocando la gaita que es pura actualidad), pero rozaba a Rembrandt cuando retrataba a quienes tenía respeto, como los jansenistas de Port Royal, gente sobria.
Había un detalle, sin embargo, que me desoló. La exposición celebraba la anexión de la Catalu-
nya Norte a la corona de Francia en 1659, año de nacimiento de Rigaud. ¿Cómo lo ha permitido Montilla? ¡Una exposición que celebra en Perpinyà su anexión a Francia! ¡Con nuestro dinero! Esto es tristísimo. También yo lo lamenté profundamente. Sobre todo porque, por el mismo Tratado de los Pirineos, la corona francesa renunció a Barcelona. Y eso sí que es algo que no le perdonaré nunca.

Félix de Azúa, escritor.