Provocaciones racistas

Durante los 15 que años que llevo viviendo en Estados Unidos nunca me había parecido que el país estuviera tan irremediablemente dividido. En las calles, cientos de miles de estadounidenses se manifiestan contra la persistencia insoportable de la violencia policial. Desde el sótano de la Casa Blanca, rodeado por un muro construido apresuradamente, que pretende protegerlo de los manifestantes, Donald Trump aviva las llamas del caos. Mientras la policía golpea a manifestantes pacíficos, y las manifestaciones pacíficas se convierten en disturbios, se puede tener la sensación de que se acerca el final del gran experimento de autogobierno estadounidense. ¿Qué propósito común y qué solidaridad factible entre compatriotas pueden quedar en un país que contiene a tantas multitudes y tanta rabia?

Si nos fijamos en las opiniones y costumbres reales de la ciudadanía corriente, afortunadamente este sombrío panorama resulta demasiado simplista. El pueblo estadounidense no está en absoluto tan dividido como sugieren las horribles imágenes de las redes sociales. Es asombroso que, al preguntarse a los estadounidenses si Derek Chauvin, el policía que mató a George Floyd, debe ser acusado de homicidio, el 89% conteste que sí. Si los encuestadores preguntaran a la gente en Estados Unidos (o, en realidad, en Francia) si les gustan los Beatles o los cachorritos les parecen monos, costaría encontrar un nivel de consenso similar.

La misma encuesta contenía otro dato enormemente revelador. La mayoría de los estadounidenses rechaza cómo ha gestionado Donald Trump un montón de problemas, desde la covid-19 hasta la inmigración; si hoy se celebraran elecciones, perdería de manera aplastante. Pero lo más sorprendente es que los estadounidenses rechazaban todavía más tajantemente su gestión del problema que en teoría le sirve para ganar elecciones: las “relaciones raciales”. Parece que hasta algunos que en general ven a Trump con buenos ojos están hartos de sus provocaciones racistas.

El estado de ánimo de los afroamericanos también es bastante distinto del que se suele presentar en los medios. Por ejemplo, apenas hay indicios de que consideren que el país es fundamentalmente ilegítimo o que deseen cambios muy radicales. Después de todo, quien se enfrentará a Trump en noviembre, gracias al apoyo abrumador de los votantes negros, no será alguien como Bernie Sanders, que se declara revolucionario, sino el demócrata moderado Joe Biden.

Esta moderación también se ha evidenciado muy abiertamente durante los últimos y trágicos días. Aunque una enorme mayoría de los afroamericanos se indigna con razón ante la persistencia del distinto trato que recibe de la policía, casi la misma cantidad rechaza rotundamente los disturbios y los saqueos. En consecuencia, no resulta sorprendente que líderes sociales, que van desde alcaldes como Keisha Lance Bottoms a raperos como Killer Mike, hayan apelado vehementemente al mantenimiento del carácter pacífico de las protestas.

Sin embargo, si el pueblo estadounidense es en muchos sentidos más sensato y compasivo de lo que sugieren las distópicas imágenes de los últimos días, la élite política y periodística está haciendo lo que puede para desgarrar el país. El principal culpable es, por supuesto, el presidente estadounidense, sus aliados políticos y la enorme cámara de resonancia que ahora tienen a su disposición. La incapacidad absoluta que muestra Trump para expresar -o probablemente para sentir- auténtica compasión ante la muerte de George Floyd no es menos escalofriante por ser habitual en su discurso. Y aunque los políticos republicanos renieguen con frecuencia de Trump en privado, prácticamente todos han vuelto a anteponer su carrera a sus propios principios al continuar apoyando al presidente.

Entretanto, algunos de mis amigos y conocidos, partidarios de lo que yo considero firmemente el rumbo correcto de la Historia, se están trumpificando poco a poco. Una revista para la que antes escribía acaba de publicar una encendida defensa de las manifestaciones violentas. Un político muy veterano al que conozco apuntaba, sin pruebas, que los disturbios estaban instigados por agentes provocadores rusos. Y como Trump está arremetiendo con cinismo contra las organizaciones de extrema izquierda, prácticamente ningún periodista está dispuesto a admitir que algunas de ellas sí que incurren en una inaceptable exaltación de la violencia.

Estos son los Estados Unidos de 2020. En su mayoría, la gente corriente, blanca y negra, progresista y conservadora, reconoce que su país continúa sufriendo profundas injusticias raciales, pero también que ha mejorado mucho durante los últimos cincuenta años. A pesar de sus muchos desacuerdos, unos y otros siguen decididos a construir juntos un futuro mejor.

Al mismo tiempo, una parte cada vez mayor de la élite, tanto negra como, sobre todo, blanca; conservadora, pero también progresista, está perdiendo la esperanza en el experimento estadounidense. Lo único en lo que coinciden es en que el país está podrido, que el enemigo no tiene solución y que cualquier cosa que no sea la victoria total conducirá irremediablemente al infierno.

Ahora el gran interrogante es quién se impondrá en este concurso de relatos. ¿Infectará el odio mutuo que se tienen las élites estadounidenses a la gente corriente? ¿O la tolerancia hacia los demás de la mayoría obligará a las élites a tranquilizarse? Hasta hace unas pocas semanas, yo estaba bastante convencido de que al final la vox pópuli prevalecería, pero cada día que pasa se vuelve más difícil conservar esa esperanza.

Yascha Mounk es politólogo. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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