Pseudomesías y redentores

Un factor político común en Latinoamérica es la búsqueda permanente de redentores nacionales, pseudomesías capaces de erradicar, por lo menos en sus discursos promisorios, las endémicas carencias que aquejan a este inmenso grupo de países.

El nacionalismo popular, mejor conocido como "populismo", tiene una acentuada raigambre en el subcontinente. Basta con citar casos tan conocidos como el aprismo en Perú, el varguismo brasilero, la Argentina peronista y el velasquismo en Ecuador.

Hoy la tendencia está creciendo y parece entrar en una fase de plena efervescencia, liderada quizá por el caudillo venezolano, Hugo Chávez, quien utiliza la figura del Libertador Simón Bolívar como estandarte para apartar cualquier intento liberal que, según él, sería un nefasto imperialismo procedente del norte.

La respuesta confusa y la lentitud interpretativa de los problemas sociales por parte del liberalismo político y económico han provocado que caudillos populares movilicen a grandes masas en contra de las elites partidistas, dentro de un escenario con enormes brechas de disparidad económica y social presentes en casi todos los países de América Latina, que según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) es la región del mundo con mayores desigualdades.

Probablemente una de las causas más importantes para el resurgimiento de las olas neopopulistas sea la falta de depuración interna de los partidos políticos y sus carencias como elementos canalizadores de las demandas populares.

Vemos a lo largo y ancho de esta región, estructuras partidistas caducas, sin consistencia y claridad en su ideología, que no merecen la confianza ni la credibilidad ciudadanas.

La permanente exclusión de amplios sectores populares de la participación política sirvió para que los adalides populistas pretendan incluir a los marginados utilizando prácticas clientelistas para obtener el poder. Aparecen y se manifiestan entonces como liberadores y protectores de los oprimidos.

La argucia neopopulista es crear un imaginario colectivo donde, en apariencia, el pueblo es el elemento de cohesión de la cultura política. Pero curiosamente, el líder se convierte en el único referente, paternalista, autoritario, estatizador y, por qué no decirlo, en ciertos casos esclavizador de conciencias.

Al apelar a la emoción y a la pasión populares se crea el escenario perfecto para que un público eternamente desterrado de la participación democrática sienta, por primera vez, que alguien piensa en él y como él, reivindicándole frente al excesivo racionalismo liberal.

Es por ello que los movimientos indigenistas, los piqueteros gauchos, los cocaleros del altiplano de Bolivia, los del Movimiento Sin Tierra (MST) en Brasil, están dispuestos a apoyar a quienes les otorguen visibilidad pública y luchen de una manera abierta contra cualquier forma de globalización.

De ahí el éxito de políticos como Néstor Kirchner, Lula da Silva o Evo Morales. Esta conducta política goza de buena reputación en determinados círculos, motivada especialmente por su manejo de la política exterior y por su talante antiprivatizador.

A pesar de que resulta muy difícil establecer rasgos comunes entre estos gobiernos debido a sus propias particularidades internas, coinciden en algunos elementos, que pueden resumirse en los siguientes: primero, la personalidad carismática y envolvente de sus cabecillas; en segundo lugar, el modo hiperpresidencialista de ejercer el poder y, por fin, una aspiración indeclinable por reformar a la mayor brevedad posible las constituciones políticas. Ello está ligado a una absoluta sinceridad por lograr la reelección o perpetuarse en el poder, según el caso, pues creen ser los únicos capaces de lograr un cambio radical para sus respectivos países.

Se utilizan también con frecuencia discursos que avivan el alma revolucionaria de los pueblos latinoamericanos, aludiendo a figuras como Bolívar, el Che o Evita Perón.

También como característica general existe una lamentable tendencia general a limitar la libertad de prensa y de opinión, pues se considera que una excesiva libertad puede distorsionar la realidad y desacreditar al Gobierno. Tal vez esta sea su peculiaridad más penosa, pues impide que los ciudadanos se expresen, disientan, señalen los errores o las debilidades del sistema.

La lucha populista apuesta, así, por una destrucción del llamado "cerco capitalista" impuesto desde el exterior y liderado por Estados Unidos. Se trata de una lucha encarnizada contra cualquier forma de adiestramiento que no tenga patente nacional. El Estado ha de ser, por tanto, propietario de una centralidad política que se legitima en la búsqueda de una nuevo orden social.

América Latina sigue buscando la forma de salir del subdesarrollo. Ojalá no continúe caminando a ciegas y en círculos.

Ana Isabel Malo, catedrática universitaria en Ciencia Política y Constitucional, Ecuador.