Psicología de una crispación (I)

Nunca en nuestra joven democracia la fractura entre los dos principales partidos políticos nacionales había llegado a tal nivel de visceralidad, de irracionalidad. Antes del atentado yihadista del 11-M, el Partido Popular tenía todas las expectativas razonables de hacerse con la presidencia del Gobierno, así como los socialistas de permanecer en la oposición. Rajoy y su equipo se preparaban para desembarcar en La Moncloa y Zapatero para consolidar a la tribu de sus nuevos socialistas ante la vieja guardia del PSOE. Ambos tenían en mente sus respectivos escenarios y adjudicaban una muy baja probabilidad a sucesos emergentes, que ni siquiera imaginaban, que pudieran truncar sus proyecciones de futuro. Quien más seguro se encontraba ante la estabilidad de la situación y, por tanto, quien más vulnerable podía presentarse ante cualquier variación del escenario era, evidentemente, Rajoy.

De entre los candidatos populares a la presidencia del PP, el que menos potencia electoral tenía era Rajoy. El encumbramiento de Mariano Rajoy a la presidencia del PP fue una decisión política muy personal de Aznar, sustentada en la seguridad de que, tras dos legislaturas de gobierno con buenos resultados económicos y antiterroristas, los españoles iban a revalidar su confianza en el delfín que Aznar designara. El partido podía muy bien hacer oídos sordos al nepotismo si se consumaba sobre la premisa de conservar La Moncloa. El ex presidente hizo una apuesta sobre un futurible que él y todos a su alrededor consideraban seguro, la victoria electoral. Además, instalando en el partido a un candidato que, en principio, carecía de ambición personalista, garantizábase el patronazgo de Aznar desde la FAES y, en definitiva, se evitaba que el partido se apartara demasiado de la carta de navegación marcada por el estilo Aznar. De repente, tres días antes del horizonte previsto, los atentados desfiguran el paisaje social y Rajoy encalla en las elecciones ante Zapatero, viniéndose abajo todos los castillos de naipes.

Si tuviera que elegir entre la pérdida de la presidencia del Gobierno para el PP o el impacto que esa pérdida tiene en las estructuras, en el subconsciente colectivo del partido, en su relación causal directa con el comportamiento político del equipo de Mariano Rajoy desde 2004, me decantaría inmediatamente por el significado que la derrota electoral tiene en el partido y en su grupo directivo. A mi modo de ver, la manera de interiorizar esa derrota no sólo determina la conducta desprovista de límites racionales del PP hacia el PSOE, sino también que el Partido Popular cerrara filas acríticamente alrededor de su líder herido.

De haber sido cualquier otro popular quien pinchara ante las elecciones en 2004, presiento que hoy no estaríamos contemplando el espectáculo de confrontación que PP y PSOE nos están ofreciendo. Imaginen, por un momento, que Mayor Oreja o Rodrigo Rato hubieran sido el candidato popular a la contienda electoral. O incluso, que el PP hubiera presentado a Gallardón. Con el 11-M, el varapalo de la derrota en la carrera hacia La Moncloa habría sido importante; igualmente sensato es pensar que la gestión por el PP de las postrimerías del atentado yihadista habría sido tan desastrosa como fue; por supuesto, que el delfín elegido por Aznar en agosto de 2003 hubiera sido Rodrigo Rato o Gallardón no habría evitado que España figurara entre los objetivos preferentes de Al-Qaida por una guerra iniciada en marzo de 2003. Todos esos hechos noticiosos habrían seguido inundando los telediarios. Y sin embargo, la digestión posterior de la derrota no habría producido la descomposición conspiratoria, la degeneración antiterrorista, la perversión de la comunicación que desde entonces empapela el panorama político español.

Que sean Rajoy y su equipo quienes personalicen la deriva de la política nacional tiene su explicación. No es que Rajoy carezca de cualidades como director de orquesta. Obviamente, a partir de una derrota inesperada, contra todo pronóstico, ligada por buena parte de la población a una decisión emanada de PP como la guerra de Irak, cualquier otro dirigente del partido habría puesto de manifiesto conductas no sólo de oposición, sino de hostilidad hacia el adversario beneficiado por el curso de la historia, el PSOE. Que haya sido Rajoy en particular explica todavía mejor que se hayan traspasado todas las líneas rojas y los diques donde antes los políticos se detenían.

El problema con Rajoy es que era producto del pecado original. Había sido elegido por Aznar aplicando el derecho de pernada en una coyuntura favorable. Cuando los yihadistas del 11-M aparecen en escena asesinando, también descuartizan el escenario de seguridad sobre el que Aznar había construido el delfinato de Rajoy. Ya deja de existir la red de bienestar sobre la que Rajoy podía desplegar una legislatura durante la que construir un proyecto atractivo a pesar de su débil perfil electoral. No sólo desaparecen las condiciones favorables que Aznar había tejido y que le habían servido para arriesgarse por la plena continuidad de Rajoy antes que por la personalidad de otros, sino que el PP es desalojado del Gobierno por una ciudadanía que lo culpa como si fuera la encarnación de Aznar. Así las cosas, Rajoy se encuentra injustificado como líder ante su propio partido, pero también como la figura que por extensión recoge la desaprobación social sobre la guerra de Irak y los atentados y, por si fuera poco, dotado de un potencial de alcanzar la presidencia del Gobierno tendente a cero. Los atentados del 11-M convierten a Rajoy en un político amortizado.

Es razonable conjeturar que los estrategas del PP tuvieron que valorar, en su momento, si convenía dejar a Rajoy como cabeza visible de la oposición durante los cuatro años de Gobierno socialista hasta el 2008. No era una decisión complicada. La opción de mantener a un dirigente amortizado al frente del PP en esta legislatura no tiene más que ventajas. Además, desde una perspectiva personalista, tanto para Rajoy como para su equipo más próximo es la mejor apuesta. Ya no tienen nada que perder, por muy mal que lo hagan, por muy agresivos que sean, por muchos puentes que derrumben y umbrales que crucen. Nadie espera que ganen en 2008, por lo tanto pueden quemar hasta los símbolos más sagrados. Si en ese camino de acoso al PSOE lo erosionan lo suficiente como para dejarlo en debilidad ante las convocatorias electorales, tanto mejor. Incluso, si logran que la política de la crispación, la conspiración, la ruptura y la sospecha permanentes haga descender la confianza ciudadana en Zapatero hasta tal punto que parte del electorado de izquierda se quede en casa el día de los comicios para otorgarle una mayoría simple al PP, habría sido la resurrección de Rajoy desde sus cenizas.

El PP vencedor en minoría no gobernaría probablemente ante una coalición de izquierdas, pero Rajoy podría ceder el testigo con honor al siguiente postulante del PP. El perjuicio para el actual equipo del PP con esta estrategia es, en cambio, mínimo. Hasta cierto punto, muchos ciudadanos incluso comprenden que los dirigentes del PP se comporten con ese rencor, después de cómo salieron de un Gobierno que se les escapó entre las manos. Si hay que desgastar a Zapatero aun a costa de un tótem como la política antiterrorista, no hay problema, porque si se consigue derribar al socialista siempre habrá tiempo de recomponer o de diseñar otra estrategia contra ETA; y si no, Rajoy se retirará indefectiblemente para dar paso a otro candidato que tratará de comenzar de nuevo. La memoria política es frágil.

Andrés Montero Gómez, psicólogo.