Psicología de una crispación (y II)

No sólo el Partido Popular de Rajoy tiene pecados originales. Si así fuera, sería tan sencillo responsabilizarle exclusivamente de tan encrespado momento político que no tendría sentido, siquiera, analizarlo. Además, por su propia naturaleza, los fenómenos sociales no suelen responder a factores unidireccionales aislados, sino a la interacción de varios elementos en escenarios que acostumbran a ser tan complejos como para resistirse a intentos de explicación de barra de café.

Las elecciones generales de 2004 cogieron a todo el mundo con el paso cambiado. Como dijimos, el PP esperaba ganar y los socialistas se habían resignado a perder, aunque obviamente nadie lo confesará nunca. En cierto modo, cada cual estaba contento con su posición. Rajoy, dispuesto a traducir su elección a dedo en un ejercicio de liderazgo sobre hechos y logros; y Zapatero, a consolidar su, todavía imberbe, secretaría general a lo largo de una legislatura de concienzuda oposición al Gobierno. No olvidemos que José Luis Rodríguez Zapatero había sido nominado candidato de su partido a la presidencia del Ejecutivo únicamente dos años antes, en un intento del PSOE de superar la llaga sangrante de liderazgo por la que atravesaba el partido desde que se marchó Felipe González, herida que había supurado en abundancia con las primarias de Joaquín Almunia y Josep Borrell. Tal es la tesitura en la que Zapatero llega al Gobierno de España, sin esperárselo, sin tener una previa y madura estructura de gobierno en el partido, con los históricos del PSOE desubicados, con la necesidad de tomar las riendas del país sin haber fermentado lo suficiente en liderazgo interno.

Con el PP desorientado por la derrota electoral y una ciudadanía que vinculaba, aun de forma implícita, el atentado yihadista de Madrid con la implicación de Aznar en Irak, lo primero que hace Zapatero al llegar al Gobierno es retirar a nuestros soldados del Golfo Pérsico. Y lo hace sin esperar al plazo que él mismo se había marcado (verano de 2004), todo en un ejercicio de lo que habrá sido su sello político personal durante toda la legislatura que acabaremos: situar las convicciones por encima de los tiempos e, incluso, de las convenciones. La retirada de nuestros ejércitos de Irak visibiliza aún más ese runrún social que adjudica la responsabilidad de los atentados del 11-M a la (contraproducente) gestión política del PP. Al mismo tiempo, esta retirada separa ostentosamente a España de EE UU en política exterior, como si Zapatero no sólo dejara de levantarse al paso de la bandera americana sino que ni siquiera le preocupara si ondea o no. El viraje en política exterior debió de acrecentar el sentido de aislamiento e incomprensión que el pasmado equipo de Rajoy sentía en aquellos momentos. Ese sentir atónito del PP debía de magnificarse todavía más en cada reunión de maitines de aquellos meses, en los que los populares autojustificarían su hostilidad hacia el PSOE a partir del argumento de que los socialistas habrían aprovechado cada minuto entre el 11 y el 14 de marzo para transmitir a la población el mensaje de que no sólo los atentados estaban vinculados a Irak, sino que además Acebes y Rajoy estaban maquillando la situación respecto a la autoría de los asesinatos.

A Rajoy y al propio Acebes, haciendo síntesis en Zaplana, no les ha quedado más remedio que continuar defendiendo la hipótesis de la conspiración del 11-M para mantener la justificación de su oposición hostil y descarnada a Zapatero desde entonces. Esa conspiración no tiene por supuesto valor probatorio alguno, ni siquiera político, sino esencialmente psicológico, para el partido y para sus votantes. La conspiración, asumida e interiorizada, descarga al PP de la autopercepción de responsabilidad por lo ocurrido el 11-M, permite proyectar toda la hostilidad necesaria hacia Zapatero acusándole de manipulador y, en suma, introduce en torno al Partido Popular una dinámica de victimización que psicológicamente le legitima, dentro del propio grupo y ante su propia gente, para defenderse con todos los recursos a su alcance, sin piedad. Ésa es una de las claves de este momento de crispación.

Con la hostilidad ya anclada en el PP, y con la percepción por Rajoy de que si no desgastaba a Zapatero lo suficiente durante cuatro años como para tener opciones de ser presidente del Gobierno en 2008 ya estaría amortizado en su partido, Zapatero se lo ha puesto fácil. No sólo se ha mostrado provocador el presidente en política territorial, por ejemplo, sino que ha avanzado en cuestiones, como los derechos civiles, que tocan la médula identitaria de buena parte de la masa de votantes del PP. El matrimonio entre personas del mismo sexo, la apuesta por la educación laica y, sobre todo, la paulatina reconceptualización de la nación española hacia el Estado español (término que los socialistas repiten como un mantra) son, para muchos populares, bacterias políticas incompatibles con su ADN. Esas cuestiones sociales han animado, aún más, a quienes se sentían víctimas políticas dentro del PP a cargar sin miramientos las tintas sobre Zapatero. La guinda ha sido, como es apreciable, la política antiterrorista.

Al PP de Rajoy sólo le faltaba que Zapatero pasara a figurar en la 'wikipedia' como el presidente que llegó a poner fin al terrorismo de ETA. En el PP se sienten legitimados psicológicamente, como víctimas autonominadas de la impiedad socialista, para hacer todo cuanto esté en su mano por desalojar a Zapatero de La Moncloa. La estrategia antiterrorista es el campo políticamente más sencillo de manipular pero, por contrapartida, aquél con el que más ciudadanos están sufriendo. Es muy sencillo trasladar el miedo a la población, como ya sabemos. Más todavía cuando lo que se usa como sustrato de inquietud es un proceso de negociación con ETA en el que la parte gubernamental que negocia no puede expresarse con claridad. En España, es sencillo sobredimensionar el miedo ligándolo a la ruptura de la nación, sobre todo cuando desde el otro lado están pronunciando el mantra 'Estado español'. El problema con todas estas maniobras de desalojo de Zapatero es que tienen consecuencias laterales, algunas graves, algunas indignas.

Quienes más directamente están recibiendo uno de los agravios más insensatos de estas operaciones de guerra sucia entre partidos políticos son las víctimas del terrorismo. Las asociaciones de víctimas, que en contra de lo que muchos intentan execrar están compuestas por ciudadanos que tienen derecho a expresarse con el perfil político que les venga en gana, se han ligado o han sido ligadas por un lado a la variante conspirativa del 11-M y por otro a la negociación con ETA. La sinrazón ha llegado hasta tal punto que una asociación cívica como el Foro de Ermua, que ha utilizado su derecho legítimo de cuestionar al Gobierno por sus decisiones con respecto al terrorismo de ETA, está siendo denostada hasta tal punto que el Ayuntamiento de Ermua ha pedido que dejen de usar el nombre de esta villa. Los ciudadanos liberales y progresistas, y por tanto sus agrupaciones del signo que sean, están obligados a cuestionar a sus gobiernos. Eso, y no simplemente votar, es la democracia. El valor más preciado del progresismo liberal es la crítica, ejercerla y aceptarla. Es incomprensible, si no se mira desde el especial contexto de la lucha más psicológica que política entre PP y PSOE, que 9 concejales progresistas de la localidad vasca pidan la liquidación nominal del Foro de Ermua. Si vinculamos mentalmente esa imagen de los 9 concejales del PSE votando para quitarle su identidad al Foro con la arenga de un reconocido librepensador como Savater micrófono en mano ante el Ministerio de Interior, nos daremos cuenta de que algo más personal y partidista que político está pasando en la escena española. Algo que no nos gusta.

Andrés Montero Gómez, psicólogo.