Psicopatología del secesionismo

En 1897, Sigmund Freud, mientras estudia los sueños, reflexiona sobre determinados comportamientos de la vida cotidiana que tilda de patológicos. Por ejemplo: pronunciar incorrectamente nombres que resultan familiares, confundir a personas conocidas, olvidar un poema favorito, extraviar conscientemente un objeto o no felicitar a la esposa el día de su aniversario. Unos olvidos –unos «accidentes», dice Sigmund Freud– que no son casuales. Unos accidentes que, previa decodificación, responderían –añade– a deseos, sueños, proyectos, sentimientos, frustraciones, desengaños, represiones, estados de ánimo o ansiedades. En 1901, el médico vienés publica el resultado de sus reflexiones con el título de Psicopatología de la vida cotidiana.

Uno de los «accidentes» –de las psicopatologías cotidianas– más celebrados y esclarecedores que Sigmund Freud enumera en su trabajo, lo extrae de la prensa –de su diario de referencia, Neue Freie Presse– y remite a una sesión del Parlamento austríaco. El presidente de la Cámara de Diputados, al abrir una sesión parlamentaria que se anuncia tormentosa, pronuncia las siguientes palabras: «Señores diputados. Habiéndose verificado el recuento de los diputados presentes, se levanta la sesión». Imposible equivocarse. Pero, se equivoca. Y aflora el deseo más íntimo del personaje. Aflora, por decirlo a la manera freudiana, el inconsciente. O, por sacar a colación a Coleridge, «los reinos crepusculares del inconsciente».

De todo ello, Sigmund Freud deduce la siguiente conclusión: «A través del estudio de la represión patológica, el psicoanálisis se vio forzado a tomar en serio el concepto de lo “inconsciente”». Un inconsciente en el que se almacena todo lo reprimido que explicaría, en gran medida, la conducta. Al respecto, Peter Gay, uno de los máximos conocedores de la vida y obra de Sigmund Freud, afirma que lo inconsciente «se asemeja a una prisión de máxima seguridad que mantiene encerrados a elementos antisociales, recién llegados o que llevan allí años, tratados con dureza y severamente custodiados, pero más bien incontrolados y siempre intentando fugarse». Peter Gay concluye que esos elementos «solo logran irrumpir con intermitencia y a un alto precio, tanto para sí mismo como para otros». Tan es así, remata Peter Gay, que el «psicoanalista que trabaja con el objeto de destruir las represiones, por lo menos en parte, tiene que reconocer los graves riesgos que eso supone, y respetar el poder explosivo del inconsciente dinámico».

Sigmund Freud viene como anillo al dedo para entender el comportamiento del secesionismo catalán. Para responder a la pregunta que se plantea una y otra vez: ¿cómo es posible que buena parte de una sociedad avanzada y desarrollada apueste por la ficción de la independencia con todo lo que ello implica: fractura social, inseguridad jurídica o catástrofe económica? La respuesta estaría en el inconsciente; en esa suerte de prisión que almacena lo reprimido; esto es, los deseos, los sueños, los sentimientos o la ansiedad. Esos elementos «antisociales» que el independentismo ha liberado a «un alto precio, tanto para sí como para otros». Esos elementos que inducen una conducta psicopatológica que confunde, olvida o extravía. Que confunde el mundo secesionista con el pueblo de Cataluña, que olvida que un gobierno autonómico está únicamente habilitado o mandatado para administrar una Autonomía, que se extravía cuando interpreta groseramente el Derecho Internacional. Y más cosas. Por ejemplo: entender la legalidad como un muro de incomprensión y rechazo, concebir la deslealtad institucional y constitucional como un acto de dignidad, creer que la República Catalana sería un ejemplo de convivencia ciudadana, justicia social y prosperidad económica. O suponer que Cataluña, por ser –dicen– una Nación, tiene derecho a todo.

La confusión, el olvido y el extravío freudianos, que caracterizan la psicopatología cotidiana secesionista, remiten al pensamiento desiderativo del psicólogo José Luis Pinillos (Pensamiento desiderativo en la comunicación social, 1977): esas «realizaciones imaginarias, desiderativas, de las pulsiones instintivas» que «constituyen el arquetipo del pensamiento pulsionalmente determinado». Nuestro autor, citando al psicólogo clínico D. Rapaport, concluye que dicho pensamiento «representa un caso especial de principio del placer que se conceptúa como realización imaginaria del deseo». Y el deseo es la clave del comportamiento psicopatológico de un secesionismo que rehúye la realidad en beneficio de las certezas decretadas. Deseo que se traduce en una concepción del mundo en clave secesionista que, irrefutable por definición, tiene respuesta para todo. Una «ciencia» protectora que prescinde de cualquier idea o proyecto que cuestione el relato independentista. Una manera de redimir el «yo» frustrado, herido y vejado. Una pulsión –la psicología de masas o psicología del peón ayuda a analizar la pandemia de la credulidad secesionista– de la que participan miles de personas.

En Psicología de las masas y análisis del yo (1921), un trasunto de La psicología de las multitudes de Gustave Le Bon, Sigmund Freud se preocupa por las razones que explicarían la cohesión de la masa o la multitud. Sostiene que «el contraste entre la psicología individual y la psicología social o de masas que a primera vista puede parecernos muy importante, si se examina de cerca pierde mucho de su carácter tajante». Y ello –añade–, porque «en la vida mental del individuo el Otro entra con toda regularidad como ideal, como objeto, como auxiliar, y como adversario; por lo tanto, la psicología individual es desde el principio psicología social al mismo tiempo». En otros términos, la vida exterior –familia, educación y ambiente– interviene o condiciona la vida interior.

A la manera de Gustave Le Bon, el médico vienés –adelantándose a Elias Canetti– señala que la multitud es más irracional, intolerante, desinhibida e inmoral que el individuo. Aparece el «instinto gregario» del psicólogo social Wilfred Totter, que Sigmund Freud se propone psicoanalizar. Y como psicoanalista, el vienés afirma que la masa actúa y se mantiene unida gracias a las «relaciones de amor» y los «lazos emocionales» que conforman la «mente de la masa». Una mente que combinaría el amor a lo propio con el odio a lo ajeno. Concluye: «De acuerdo con las pruebas del psicoanálisis casi toda relación emocional íntima entre dos personas, de cualquier duración, contiene un sedimento de sentimientos hostiles, agresivos, que se sustraen a la percepción solo como consecuencia de la represión».

Mucho de ello –de relación emocional– hay en un secesionismo catalán que adoctrina y prescribe la realidad, que cimienta un movimiento gregario movilizándolo «espontáneamente» por la vía del sentimiento, que «aísla» –por la vía del relato– dicho movimiento de las influencias externas, que convierte al Otro en enemigo secular, que crea lazos transversales con la promesa de la plenitud nacional catalana. Voltaire: «Los sueños se convierten en realidades y las imaginaciones en profecías».

En Psicopatología de la vida cotidiana, Sigmund Freud –a propósito del episodio reseñado más arriba en que el presidente de la Cámara de Diputados cierra la sesión en lugar de abrirla– señala que «la general hilaridad [de la Cámara] le hizo [al Presidente] darse cuenta de su error y enmendarlo en el acto». El secesionismo catalán, pese a la inquietud que provoca, no parece, aunque haya entrado en la fase de colapso y «autocrítica», dispuesto a enmendar el error. Hoy, el doctor Sigmund Freud probablemente escribiría una adenda sobre la psicopatología específica, inherente a la pulsión narcisista autoritaria, del secesionismo que, gracias a la mentira, ha colonizado una parte de Cataluña.

Miquel Porta Perales, escritor.

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