PSOE: examen de marxismo

No se han confundido. Están leyendo ABC, como siempre, y estamos en pleno siglo XXI. Me refiero, ya saben, a la renuncia del PSOE a la lucha de clases. Adiós a patricios y plebeyos, señores y vasallos, burgueses y proletarios. «Big deal», como dicen los anglosajones. Después de 37 congresos y 129 años de historia, los socialistas admiten que «la izquierda no puede dar la espalda a las empresas». No está mal. Les propongo una adivinanza, al modo de una prueba de selectividad. ¿Quién es el autor del texto siguiente? Lean con atención: «la burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas...». Poco después: «...ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas». ¿Es Adam Smith, padre fundador de la economía política? ¿Acaso Hayek, el favorito de los perversos neoliberales? ¿Será tal vez un curso impartido por la CEOE, el Círculo de Empresarios o alguna asociación de bancos y entidades financieras? Muchos lectores lo recuerdan. Los autores son Karl Marx y F. Engels y el texto se llama, en efecto, «Manifiesto comunista». La fecha, 1848, nada menos. Nuestros vecinos socialistas han perdido mucho tiempo antes de alcanzar por fin la tierra prometida. «Necesitamos integrar a la empresa en nuestro proyecto de sociedad», dice el documento ideológico aprobado el otro día. Felipe González abandonó el marxismo en 1979, pero quedaba algún fleco suelto. Ahora Zapatero envía la lucha de clases al museo de la arqueología doctrinal. ¿Cuál es la seña de identidad del socialismo posmoderno?

Tantos años de oficio académico, pero en el gremio de la teoría política nadie había sospechado que IDEAS significa «igualdad, derechos, ecología, acción y solidaridad». Nace así la macrofundación socialista, aunque más parece la dieta federal de las fundaciones actuales que se resisten a desaparecer. Retórica sin contenido, incluso para el especialista en el análisis del discurso político. Lugares comunes, con un invitado poco coherente: «acción» es un término que remite al historiador a tiempos y lugares relacionados con ideologías autoritarias en la Europa de entreguerras. Por ahí siguen el republicanismo cívico y los guiños a la democracia participativa, deliberativa o inclusiva. Sin embargo, la gente real se resiste -por fortuna- a sujetar su conducta al modelo de ciudadano virtuoso que propone Zapatero. Curiosa monserga para tiempos de crisis: tenemos que ser optimistas, benevolentes y, lo principal, buenos consumidores. Apoteosis del estilo posmoderno: la lucha por la revolución universal deja paso a las máscaras ingrávidas y la ética superficial. Hundido el socialismo «real», en crisis el Estado-providencia y crecido el adversario liberal por el auge de la globalización, la izquierda necesita una renovación urgente. Se ha quedado sin sujeto histórico al que salvar de la maldad intrínseca de los capitalistas. El conformismo alcanza hace tiempo al viejo proletariado industrial, plenamente integrado en la lógica del sistema. El gran mérito de Occidente es haber configurado una sociedad de clases medias. Se acabó la «lucha» entre ricos y pobres. Para seguir adelante, habrá que inventar algo.

Así pues, la izquierda renuncia a la revolución, qué remedio. Acepta la tarea de gestionar las contradicciones del capitalismo tardío. Lo hace bastante mal, por cierto, al menos en España. Tiene mala conciencia, pero la supera con facilidad porque suele ser indulgente consigo misma y domina de momento la agenda ideológica. Quizá no por mucho tiempo... ¿Quién falta por emancipar? La lista ofrece bastantes posibilidades: mujeres, algo más de media humanidad; inmigrantes desorientados; minorías sexuales; etnias y culturas oprimidas, de verdad o de mentira; movimientos con vocación transversal, como el ecologismo y el pacifismo. Fin de los grandes relatos modernos, marxismo incluido. El objetivo es una política de la diferencia sin jerarquía y una sociedad con más derechos que obligaciones. Una sociedad «decente», le gusta repetir al presidente. Le han dicho que es un adjetivo novedoso en este contexto, pero no es verdad: debería leer «Los endemoniados», de Dostoievski. Amalgama de fragmentos incoherentes con una finalidad más clara de lo que parece. Economía y progresismo son conceptos incompatibles en un país desarrollado. Recuerden el fracaso estrepitoso del primer Mitterrand. Por tanto, salvemos nuestra conciencia abrumada por la renuncia: no habrá, por supuesto, nacionalización, reparto de tierras o agresiones a la propiedad privada. ¿Cómo ser más moderno que nadie en una sociedad conservadora?

Les propongo el mismo juego de antes. He aquí el texto. «La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acatamiento...»; «desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían a la familia...»; «echó el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas por encima del santo temor de Dios». Ya saben, otra vez el «Manifiesto» de Marx y Engels. Ahora dicen que la modernidad conduce a la quiebra de la institución familiar, al aborto o a la eutanasia, aunque sea bajo disfraz de eufemismos varios. Mucho me temo que no. Les gusta Obama, como es notorio. Se identifican con los demócratas en Estados Unidos, aunque deberían comprobar las diferencias entre la histórica taberna de Tetuán y el barrio de Beacon Hill, lo más exquisito del Boston «izquierdista». Pues bien, los americanos llaman a los demócratas el «Mom´s Party» porque es el partido de la familia, núcleo de valores solidarios y por ello -dicen- progresistas. Al final siempre pierden los débiles. El «nasciturus» o el enfermo terminal defienden peor sus legítimos derechos que los dueños del poder y de la gloria social. Hay que ser modernos, pero cuando y con quien se pueda. En realidad, no importan ni poco ni mucho la ideología, la coherencia o el espíritu de los tiempos. Al parecer, el PSOE marca un giro «izquierdista» en el congreso más complaciente del que se guarda memoria. Guiño a los sectores radicales, más vociferantes que numerosos. Sobre todo, trampa burda para centristas de viejo o de nuevo cuño. Explotar las contradicciones del adversario, decía el manual ortodoxo que estudiaban en tiempos de la Transición aquellos jóvenes airados que aspiraban a ingresar en el PSOE. Autora, Marta Harnecker, por si la memoria flaquea. Tenía que ser muy fácil, porque todos aprobaron el examen. Lo dicho, el PP actual debe jugar en el terreno que le conviene y no dejarse arrinconar en el debate sobre señas de identidad. Si aplicamos los principios más elementales de la ética humanista, está muy claro quién lleva la razón.

Así se escribe la historia. «Hemos sido, somos y seremos un partido de izquierdas», dijo Zapatero mezclando con los tópicos al uso algunas gotas dosificadas de laicidad. Añadió que vuelve la socialdemocracia, pero no le parece que sea incompatible con el imaginario de la exclusión y la pertenencia. Sin embargo lo es, porque ignora sus raíces doctrinales. Tampoco importa mucho: los políticos acuden al supermercado de las ideas y compran allí conceptos multiuso envueltos en papel de regalo ¿Basta con tan poca cosa para ser un buen socialista en el sigloXXI? Nunca he citado tanto a Marx, y es probable que no lo vuelva a hacer: «hoy en día, el poder público viene a ser, pura y simplemente, el consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa». No me extraña que renuncien a los ancestros.

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.