¿Puede aún ganar el PP las elecciones?

Hace unos días un medio de comunicación de nuestro grupo reunió entorno a la mesa a una decena de los principales empresarios españoles -construcción, finanzas, sector eléctrico, un buen pedazo de PIB en suma- y lógicamente llegó el momento de los pronósticos electorales. Una vez que hubieron hablado todos, quedaron perfilados dos bandos: el de quienes están convencidos de que después de los comicios de marzo el ministro de Economía seguirá siendo Solbes y el de quienes apuestan por la rehabilitación de Miguel Sebastián y su entrada triunfal en el Gobierno con dicho rango. Ni uno sólo de ellos -pese a la conocida adscripción al PP de varios de los presentes- se atrevió a augurar un triunfo de Rajoy y por lo tanto un relevo general de los ministros.

El episodio indica de manera bien elocuente que tres meses después de que yo advirtiera este verano que el PP no estaba siendo capaz de generar el dichoso efecto bandwagon -las contagiosas ganas de imitar a quienes se van subiendo al carromato del presumible vencedor- que es condición necesaria, aunque no suficiente, para poder ganar las elecciones, las cosas siguen pintando igual de mal para los populares. Con el agravante de que se ha reducido prácticamente a la mitad el tiempo que les queda para producir un milagro y que según nuestro último sondeo -concordante con casi todos los demás- es el PSOE el que vuelve a abrir hueco a su favor.

Puede alegarse, con razón, que en noviembre de 2003 ese mismo grupo de empresarios se hubiera mostrado unánimemente convencido de la victoria de Rajoy y que lo esencial será el clima social en el que amanezca España el día de la votación. Pero para que un vuelco tan grande en las expectativas pueda repetirse cuatro años después, no sólo sería imprescindible que el PP hiciera una campaña tan apañada como la de Zapatero entonces, sino también que se produjera un shock colectivo comparable al del 11-M y que el Gobierno socialista cometiera errores tan garrafales como los que determinaron la pésima gestión de aquella crisis por parte de Aznar. Que nadie siga engañándose a sí mismo con el efecto de la detestable manipulación del desconcierto ciudadano que los socialistas llevaron a cabo durante la jornada de reflexión: si en lugar de tratar de aprovechar la masacre contra el PSOE -precipitándose a asignársela a ETA para vincularla así a la condescendencia de Zapatero y Maragall con el infame episodio de Perpiñán-, Aznar hubiera convocado a todos los líderes a La Moncloa y afrontado la situación desde el consenso y la prudencia, el resultado de las elecciones no se habría visto alterado ni por la aparición de la Kangoo ni por la detención de Zougam.

Hay que suponer que Zapatero habrá quedado escarmentado en cabeza ajena y que no será su Gobierno el que, ante un episodio equivalente -ojalá no volvamos a vivirlo nunca-, reproduzca los errores del anterior. Por otra parte, de los tres escenarios más propicios para el PP con los que desde hace meses se ha venido especulando, uno -el de una sentencia del 11-M que tumbara de forma aparatosa la versión oficial- ya se ha esfumado pues esa partida ha quedado, de momento, en tablas; y otro -el de una crisis económica que golpee de manera sustancial los bolsillos de las clases medias- también está claro que no adquirirá suficiente consistencia de aquí a marzo. Sólo queda la hipótesis siniestra de una sangrienta ofensiva etarra, pero eso requeriría que la banda tuviera el empeño de intentar derribar a Zapatero -lo cual es más que dudoso teniendo en cuenta sus expectativas de reanudar el proceso de negociación política- y que el Gobierno perdiera la eficacia policial demostrada desde el final de la tregua. E incluso si se dieran esas dos premisas, una hábil política de comunicación, generando empatía y solidaridad ante el enemigo común, podría permitir al presidente que una parte importante de la sociedad cerrara filas entorno suyo.

No, aunque perdure entre sus fieles la sensación de que hace cuatro años se abrió la bóveda del cielo para que un rayo implacable le fulminara, el Partido Popular no puede esperar que sea otro fenómeno sobrenatural de carácter exógeno el que le devuelva al poder. Por eso la Convención Política de sus principales cuadros que hoy concluye debería estar sirviendo para una reflexión profunda sobre cuál es su situación y cuáles sus horizontes. Si ellos no lo remedian con un espectacular sprint final, volverán a perder las elecciones e incluso me atrevería a decir que a día de hoy existen más posibilidades de que se agrande la diferencia de aquel 14-M -sin descartar siquiera una mayoría absoluta socialista- que de que se reduzca.

En mi opinión estamos viviendo el tercer gran capítulo de la historia de la derecha democrática desde el inicio del proceso constitucional. Los dos anteriores han durado 12 años cada uno y sólo una decidida intervención del liderazgo popular para rectificar su actual deriva impedirá que este tercero se prolongue en la oposición hacia esa misma cota. El periodo 1977-1989 se caracterizó primero por la marginalidad y luego por la insuficiencia de AP como alternativa de poder: Fraga representaba de un modo insoslayable el viejo régimen, y sus posiciones autoritarias y genuinamente de derechas no lograron atraer a gran parte del electorado que quedó huérfano con la desaparición de UCD. Por eso su único papel posible era el de servir de comparsa en el sofá en el que Peces-Barba le ponía de vez en cuando junto a González. Cuidado, por cierto, con los grupos periodísticos que sólo aspiran a representar el mismo papel subalterno frente al gran imperio de Prisa.

El segundo periodo -el de la rebelión frente a esa hegemonía de la izquierda- abarca desde la designación de Aznar como candidato en el otoño del 89 hasta el atentado contra las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001: básicamente se corresponde con lo que podemos resumir como «el viaje al centro» y es la etapa en la que el PP obtiene triunfos tan memorables como el de las municipales, autonómicas y europeas del 95, la amarga pero decisiva victoria del 96 o la mayoría absoluta del 2000. La etapa de la regeneración democrática, de los pactos con CiU, de la supresión de la mili, de la entrada en el euro, de la bajada del IRPF, del pulso triunfante contra ETA y del inicio de un gran ciclo de prosperidad económica.

Entonces sucede algo con lo que nadie contaba. El cumplimiento de la palabra dada por Aznar de renunciar a un tercer mandato no se convierte en la culminación de la ruptura con un concepto patrimonial del ejercicio del poder que el PP decía estar impulsando, en contraste con lo que representó el felipismo, sino en el detonante de una paradójica involución hacia una forma de gobernar más petulante y personalista, en la medida en que el gran artífice de los éxitos anteriores deja de estar constreñido por su astucia política y su dependencia de la opinión pública; o lo que es lo mismo, deja de hacer lo que le conviene y empieza a hacer lo que le apetece, dando rienda suelta a sus fantasías sobre cómo ocupar un lugar en la posteridad.

En ese estado de ánimo, el ataque contra el gran símbolo del capitalismo en Nueva York sirve de catalizador para su matrimonio político con Bush. El dirigente conservador que siempre ha viajado dentro del atuendo reformista de Aznar cree haber encontrado a su alma gemela, sueña con legar a España un lugar en el Olimpo del G-7, siente que ha llegado el momento de liberarse de cautelas y constricciones y rompe unilateralmente el consenso en un gran asunto de Estado para apoyar la invasión de Irak, en contra del deseo de la inmensa mayoría de los españoles. Naturalmente que Aznar cree en lo que hace -eso no sólo les pasa a los jueces al dictar sentencia-, pero en el pecado encuentra pronto su penitencia, pues es la ofuscación en la doctrina de que todos los terrorismos son iguales lo que le lleva a cometer los desastrosos errores de los días posteriores al 11-M.

Seis años después de la tragedia de las Torres Gemelas, casi cuatro años después de su derrota en las urnas, el PP continúa siendo rehén de aquellas equivocaciones y la madre de todos sus problemas es la pérdida de los principales atributos que durante la década anterior caracterizaron su centralidad. El PP está dirigido por gente inteligente, atractiva y cargada de ingenio pero vuelve a ser percibido como un partido duro, inflexible, anticuado y antipático que reacciona a golpe de calentón. En gran medida ello se debe a la eficaz labor de propaganda de sus adversarios y al desequilibrio mediático -fruto de la mezcla de desconfianza y displicencia de Aznar hacia quienes más podían sintonizar con su proyecto-, pero también a la disposición de la cúpula del partido a dejarse arrinconar, como en los tiempos de Fraga, en posiciones políticas que suscitan el entusiasmo de los incondicionales -y estamos hablando de unos cuantos millones de votantes-, pero difícilmente servirán para atraer en un grado suficiente ni a los moderados indecisos ni a los jóvenes que se incorporan al proceso de participación política.

El gran mérito de Zapatero desde el punto de vista de la sociología electoral es haber logrado invertir las tornas respecto a la situación que se había fraguado en la segunda mitad de los 90 cuando el PSOE se había atrincherado en el voto con menos formación y mayor edad de la España provinciana y rural. Aunque el PP mantiene sus posiciones en Madrid y Valencia, gracias a la solidez de su gestión autonómica y municipal, ha dejado de ser el partido que representaba la modernidad y la transparencia frente al clientelismo y la corrupción, para volver a quedar identificado con una actitud demasiado conservadora e incluso retardataria de los cambios y respuestas que exigen los nuevos retos de la globalización. Desde este punto de vista la metedura de pata de Rajoy, calándose la boina del «pues mi primo me ha dicho», frente a la acumulación de evidencias científicas sobre la gravedad del cambio climático, fue una catástrofe de la que no tendrá más remedio que desquitarse, demostrando desde ahora una especial sensibilidad medioambiental.

Pero vayamos por partes. Cualquier proyecto centrista y liberal con vocación de alternativa al renovado socialismo de la ética indolora y los asesores internacionales de lustre, que tiene como emblema la sonrisa imperturbable de ZP, debe incluir a la Iglesia Católica y demostrar sensibilidad hacia sus inquietudes, pero la identificación de ambas agendas como viene sucediendo en esta legislatura es absolutamente contraproducente para los intereses del PP. Por muchos reparos que le produjera desde el punto de vista jurídico, el PP no debía haber dado la batalla contra el matrimonio homosexual en términos propios de quien combate un pecado. Tampoco debería oponerse a la investigación con embriones o a cualquier otro avance razonable de la biociencia. Y tampoco debería ser beligerante contra la existencia de una asignatura que se llame Educación para la Ciudadanía, tal y como sucede en buena parte de los países democráticos, sino más bien tratar de influir en sus contenidos para que los valores constitucionales -o la Educación Vial- se transmitan a los jóvenes sin sectarismos ni falsificaciones.

El cometido en el que el PP puede demostrar su utilidad no es la defensa de una supuesta e inaprensible Ley Natural frente al laicismo que nos invade, sino la protección de los derechos civiles de todos los españoles contra las concesiones arrancadas por los nacionalistas a un Zapatero voluble y oportunista que ha supeditado cualquier principio e interés general a su conveniencia u ocurrencia particular de cada momento. Este debería ser el principal ámbito de confrontación con un PSOE que ha terminado asumiendo todos los grandes parámetros de la política económica de Aznar y Rato y cuyo radicalismo en el terreno de la llamada Memoria Histórica o la política exterior ha terminado desembocando más en una chapuza interminable que en una alternativa de izquierdas digna de tal nombre.

Pero incluso esa confrontación en todo lo que se refiere a la cohesión nacional y la firmeza en la lucha antiterrorista deberían adquirir ahora un tono de grandeza y sentido constructivo. No es la hora de volver a llenar las calles detrás de las pancartas de la, por tantas razones admirable, pero no pocas veces demasiado radical, Asociación de Víctimas del Terrorismo, pues las negociaciones del mal llamado «proceso de paz» han terminado sin que los peores augurios sobre concesiones a los etarras se hayan consumado. Por supuesto que hay motivos para reclamar la ilegalización de ANV, afeando a Zapatero, Conde-Pumpido y Bermejo sus papelones en la farsa de la criba de sus listas, pero cuando ETA intenta infructuosamente asesinar semana tras semana, lo prioritario es el apoyo al Gobierno que lidera la lucha policial contra el terrorismo.

De cara a las elecciones, el PP tiene que demostrar que tiene un plan consistente para fortalecer a la España constitucional, obligar a los nacionalistas a rebajar sus pretensiones y mantener contra las cuerdas a los terroristas. Eso se llama -de acuerdo con la insuperable fórmula del añorado Anguita- programa, programa, programa. Ha llegado el momento del programa. El momento de proponer cómo neutralizar el chantaje permanente de las minorías soberanistas -por ejemplo, introduciendo en la Ley Electoral un porcentaje mínimo de votos a nivel nacional para obtener representación en el parlamento-, de proponer cómo garantizar el derecho de todos los padres a que sus hijos reciban enseñanza en castellano -por ejemplo, mediante una reforma de la LOE o mediante la creación de un circuito paralelo de centros educativos del Estado- o de proponer cómo blindar a los comerciantes frente a la persecución inquisitorial de la policía lingüística -por ejemplo, estableciendo la libre rotulación en cualquier idioma en una Ley de Bases del Comercio-.

En la medida en que estas propuestas, que deben reforzar también el cumplimiento de la Ley de Banderas, el monopolio estatal de toda representación en competiciones deportivas internacionales o el uso del castellano en cualquier medio de comunicación público de cualquier autonomía, supongan una oferta consistente en relación con el asunto que lógicamente más preocupa a sus seguidores, mayor será el margen de Rajoy para pedir lo mismo que pidió Sarkozy antes de iniciar la campaña: «Y ahora, amigos fieles que me habéis acompañado hasta aquí, dejadme las manos libres para intentar salir al encuentro de quienes no piensan como nosotros».

Ese es el último tren que va a pasar ante la actual dirección del PP: la posibilidad de hacer un programa audaz, atractivo e ilusionante a mitad de camino entre el liberalismo y la socialdemocracia. Un programa que apueste por estimular la participación política -listas abiertas o al menos desbloqueadas-, que vuelva a reducir los impuestos, pero también el despilfarro público -¿por qué no privatizar todas las televisiones que pagamos los contribuyentes?, ¿por qué no recortar drásticamente la burocracia funcionarial?- y que, sin embargo, no escatime recursos para la enseñanza, la seguridad ciudadana, la investigación científica, la inversión en banda ancha, la reducción de los accidentes de tráfico, las políticas de igualdad que primen la inserción laboral de la mujer sin necesidad de imponerla como cuota o... la lucha contra el cambio climático.

En el séptimo tomo de las Obras Completas de Ortega, y primero dedicado a sus trabajos inéditos, que un buen amigo acaba de enviarme al filo mismo de su aparición esta semana, puede encontrarse un artículo de 1919, probablemente pergeñado para su publicación como editorial en El Sol, con el sugestivo título de «¡Izquierdas! ¡Derechas!». Así, con exclamaciones. Su tesis era que el problema de la división de España en dos mitades quedaría muy atenuado si los votantes de derechas se sintieran cómodos con un gobierno presidido por el moderado Dato y sus adversarios pudieran aceptar el liderazgo del Marqués de Alhucemas «a quien se le pone a la izquierda como en las calles están a la izquierda los números impares». Al cabo de casi 90 años y con una buena tragedia colectiva de por medio, en la España desarrollada de hoy la disposición a la convergencia prima, por supuesto, sobre aquel ansia de polarización. Nadie ganará unas elecciones desde el extremismo. Si los socialistas se han sacado de la manga un republicanismo cívico leal a la Monarquía para limar casi todas sus últimas aristas, ¿por qué los populares no perseveran en aquel magnífico invento que fue el centro reformista y arrumban de una vez clichés del Pleistoceno que sólo les llevarán a una nueva reedición de la opereta de la honra sin barcos?

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.