El futuro no viene determinado por el poder político, el poder judicial o el poder ejecutivo. Tampoco el cuarto poder, los medios, tiene capacidad de alterarlo. Pensémoslo con calma. ¿Alguien votó crear la electricidad, o la máquina de vapor, o la penicilina, o el descubrimiento del fuego? ¿Fue algún estamento de alto nivel capaz de vislumbrar lo que suponía la manipulación de las leyes cuánticas para construir el primer transistor, el primer láser?
Sin embargo, hoy, en nuestros ordenadores y teléfonos tenemos miles de millones de transistores y nos comunicamos a través de luz coherente que viaja por fibras ópticas. Los trabajos del pasado quedaron obsoletos, las relaciones humanas fueron alteradas, el equilibrio entre países se transformó. Es difícil aprender a vivir un mundo de cambio vertiginoso, incontrolable, que se mueve a una velocidad superior a la capacidad de adaptación humana.
El verdadero motor que transforma día a día nuestra sociedad tiene un raíz brutalmente básica: la curiosidad.
De la curiosidad se deriva el estudio, el análisis, la voluntad de ir más allá, la ciencia. La investigación libre, no sesgada, abierta al intercambio de ideas sin cortapisas actúa como una lenta e inexorable marea. Todo avance del conocimiento aporta un elemento de transformación. Las máquinas potentes han eliminado nuestro esfuerzo físico, necesitamos ir al gimnasio para recordar a nuestros músculos para qué nos servían. Los ordenadores nos substituyen en cualquier tarea numérica, hasta el punto que vemos todo cálculo matemático como una proeza intelectual.
Cada uno de nosotros vive este frenético cambio con diferentes dosis de temor y ansiedad. La generación de mayor edad se opone, pide inercia, mientras que los más jóvenes consideran toda tecnología existente como obvia: es un derecho adquirido. ¿Alguien desearía volver al pasado y, un día, ser operado sin anestesia?
Nada es nuevo. Todo ha sucedido repetidamente en el pasado. Es bueno recordar las palabras del primer conde de Balfour, Arthur James, en su libro Decadence (1908): “La ciencia ha sido uno de los mayores instrumentos de transformación social, pues aunque su objetivo no es el cambio mismo, sino el conocimiento, la silenciosa apropiación de este cometido dominante, en medio del estrépito de las disputas religiosas y políticas, es la revolución que con mayor resonancia ha marcado el desarrollo de la civilización moderna.”
Quisiera lanzar una idea que a muchos puede parecer alejada de la realidad. El futuro no va de izquierdas y derechas. El futuro va de jóvenes y mayores, va de trabajo humano escaso e irrelevante frente a la inteligencia artificial avanzada, va de humanos conviviendo con máquinas. El futuro va de establecer valores éticos. Si no, no es futuro. Esas serán nuestras nuevas contiendas.
Volvamos a la idea de que el conocimiento es el instrumento que define a nuestra sociedad. Para ser menos provocativo, los poderes legislativo, jurídico y ejecutivo sí definen el futuro inmediato, lo modifican de forma incremental. Pero todos los estamentos van a remolque del verdadero cambio. Las leyes llegan siempre tarde y casi obsoletas. El desamparo de los ciudadanos frente a abusos tecnológicos es permanente. Debemos limpiar nuestra mente de prejuicios y pensar por adelantado o nuestra sociedad del bienestar se desmoronará.
Sigamos adelante y dejemos atrás las quejas sobre nuestra imperfecta organización europea como sociedad. No deja de ser lo mejor que la humanidad ha conseguido (doy fe, dado que he vivido en Europa, en Estados Unidos, en Asia y en Medio Oriente).
La nueva idea que emerge es totalmente obvia: dado que vivimos una sociedad transformada por el conocimiento, ¿por qué no apostamos por detentar ese conocimiento? Si la guerra se libra con tirachinas, ¿por qué no montamos una fábrica de tirachinas? Si la guerra se libra con inteligencia artificial, ¿por qué no apostamos por los mejores cerebros, jóvenes y mayores, que la comprendan y la sepan crear?
La sociedad del conocimiento debe estructurarse a partir de un orden de prelación claro: talento, ideas, financiación. Liberemos a los investigadores del virus de la burocracia, demos alas a las personas creativas y bien formadas, dejemos que avancen sin sesgos, ni planes directores. Confiemos en ellos, no los supervisemos enfermizamente sin darles respiro.
Las economías programadas fueron ensayadas y fracasaron. Todos dependemos de las ideas de unos pocos visionarios, muchos de ellos se aproximaron a la costa oeste de los EE. UU. Sí, es allí donde el orden de prelación es inequívocamente ese: personas con talento, luego sus ideas, y finalmente hallemos el dinero necesario.
Una nueva y última reflexión. Para mí es increíble ver cómo la verdadera creatividad sigue emergiendo desde Europa. El dinero lejano compra al talento, pero este nace entre nosotros a espuertas. Es un contrasentido encontrar a europeos liderando ambiciosos proyectos en cualquier lugar del planeta, mientras en su país de origen el último banal rifirrafe político da un nuevo batacazo al emprendimiento, el orden de prioridades de inversión está sesgado por poderes económicos, o la burocracia limita que un profesor cree una start-up.
Por encima de todas estas consideraciones, el amor al saber es garantía de futuro. Todas las acciones puntuales en el tiempo son pan para hoy y hambre para mañana. Una sociedad educada, profundamente educada, no manipulable: esa es mi utopía.
José Ignacio Latorre es director del Center for Quantum Technologies de Singapur y científico jefe del Technology Innovation Institute de Abu Dabi.