¿Puede existir el amor en el metaverso de Zuckerberg?

Frame del vídeo promocional del metaverso de Zuckerberg
Frame del vídeo promocional del metaverso de Zuckerberg

Inesperadamente, ha llegado el día en el que algunos padres tienen que amenazar a sus hijos adolescentes con castigarles si no salen de fiesta. Justo lo contrario de lo que parecería lógico.

Se ha hablado profusamente, en estos meses, de esa forma compulsiva de relación juvenil que es el botellón, pero no tanto del ensimismamiento tecnológico, el aislamiento y el temor a la vida que está impregnando la mentalidad de muchos adolescentes españoles. Una actitud que lleva a preferir quedarse en casa antes que verse expuesto al contacto presencial.

No es una anécdota. Es una explosión generacional de repliegue ante lo más humano que existe: la relación con los otros. Y la causa no es la pandemia (que ha agudizado el problema, pero no lo ha creado), sino que tiene que ver con las nuevas formas de comunicarse, de ver la realidad, y de considerar las relaciones sociales entre quienes han vivido su infancia rodeados de tecnologías y advertencias permanentes de los peligros del mundo exterior. Un cóctel (tecnología más sobreprotección) cuyo sabor amargo muchas familias comienzan a tastar.

Aprender a tratar y tratarse no es un asunto menor: sin esa cultura, ya no hay capacidad de diálogo. Tampoco de discrepar sin agresividad con aquellos con los que no estamos de acuerdo. No se sabe distinguir cómo comportarse con los demás en función de su rol (los correos electrónicos que recibimos los profesores de universidad son, en ocasiones, para enmarcar). Ni cómo modular el afecto y la sexualidad en las relaciones de pareja (cuya brutalidad ha deserotizado el amor).

Lo cierto es que se ha agudizado la incapacidad de reconocer que el otro no es un enemigo a derrotar, sino alguien con quien aprender lo que significa vivir. Y aprender a vivir sólo puede hacerse de una única forma: viviendo. Y vivir es un riesgo que hay que asumir.

En definitiva, se ha extendido una cultura del miedo ante la realidad y de desencanto existencial que ha abocado a muchos a la soledad, la frialdad y la apuesta por aquello que pueda herirles menos: desde preferir estar con una mascota (que te evita las traiciones, las complicaciones, los fracasos), hasta parapetarse tras el relato virtual de nuestra propia historia que es Instagram. Todo responde al mismo proceso.

La era tecnológica en la que nos encontramos ofrece grandes ventajas, pero, como todo tiempo, no pocos riesgos. El mayor, el no ir forjando una rutina de desencuentros que nos permitan no sucumbir a las primeras de cambio. Lo cierto es que no hay madurez sin gestión de la decepción. Y eso se está perdiendo. La serenidad se quiebra ante el primer fracaso (que siempre acaba por llegar). Y aparecen las terapias y las pastillas.

La sociedad informativa, además, ha extendido un miedo que hemos asumido los padres como normal. La desconfianza se ha tornado en lugar común en la educación de nuestros hijos.

¿Cómo no advertir de abusos sexuales, de los riesgos de fiarse de desconocidos, de no estar nunca solos con un adulto? Y, ya de adolescentes, ¿de las brutales violaciones grupales, de las drogas que pueden poner en una bebida, de los depredadores que se esconden tras avatares atractivos, de las parejas que controlan los móviles, de los engaños para enviar vídeos en los que se puede caer? ¿Cómo no proteger a los nuestros frente a los otros?

Y, sin embargo, la evidencia que todos hemos experimentado en nuestras vidas: la sorpresa de un encuentro inesperado; las oportunidades que nos ha ofrecido el tratar con alguien que no conocías; la felicidad de dar posibilidad de amistad en quien no esperabas.

Además, el mundo que espera a quien alcanza la edad de la vida más allá del hogar no facilita las cosas. Los niños (da igual que sean chicos que chicas) llegan a la adolescencia con el temor a que cualquier error que cometan pueda ser grabado y difundido en apenas pocos segundos (¿y quién no ha cometido errores siendo joven?). A que cualquier palabra que digan pueda ser calificada como ofensiva (y acabar señalados como todoloquesenosocurrafóbicos). A que un gesto espontáneo sea elevado a la categoría de peligroso para alguien. A no cumplir con toda la enciclopedia de normas de comportamiento que se les exige para ser aceptados entre los puros de la nueva sociedad. El riesgo es demasiado alto. Quedarse en casa, una salvación.

Mark Zuckerberg ha presentado su nuevo proyecto: el metaverso. Un entorno que salva muchas de estas dificultades. Una realidad paralela que supone una nueva posibilidad de ser persona, y serlo negando la evidencia última de lo humano: que somos cuerpo y somos roce y calor y caricias y cuidados y abrazos y miradas y besos. Todo eso queda abolido.

El mundo virtual construye un espacio de máscaras. Un baile en la distancia. Y puede estar bien, claro, como bien está poder comunicarse con alguien que vive en otro lugar. Pero su contrapartida es realizar el viaje inverso: en vez de acercar lo lejano, alejar lo cercano. Transformar lo directo en mediado. Nadie duda de las múltiples posibilidades que ofrece la virtualidad, como las redes sociales.

Pienso, por ejemplo, a nivel educativo poder pasear por la Atenas de Pericles y ver sus calles y palacios y encontrarse con los sofistas por el ágora y escucharlos en griego clásico y comprender mejor un mundo que ya no existe.

Pero ese no es el problema. El problema es cómo nos afecta su uso a la hora de interpretar la realidad y a nosotros mismos.

Lo humano (empezando por las relaciones) está cada vez más en juego: ¿qué es un hijo? ¿Y para quién lo gestó en un vientre de alquiler? ¿Y deja de ser persona alguien (un cíborg) con cada vez más tecnología en su cuerpo? ¿Y un hombre modificado genéticamente? ¿Puede existir amor humano si jamás nunca hay ni habrá un encuentro real que lo certifique?

La idea cristiana de la encarnación incide justamente en esa cuestión. Un Dios que es amor no puede serlo en la distancia: necesita un cuerpo que lo haga presente. No se ama nunca una idea, no se ama una virtualidad por mucho que haya alguien detrás. Porque las ideas no son más que reducciones: lo que yo pienso que es el otro, lo que yo me imagino que puede llegar a ser, lo que yo proyecto en él.

Pero para que el otro sea un tú, como ya escribió el filósofo judío Martin Buber hace cien años, necesitamos superar nuestra voluntad de acotarlo, de convertirlo en objeto, aunque sea el más preciado objeto de nuestro pensamiento. Y eso sólo es posible desde el cuerpo, desde la totalidad.

El amor humano es entre personas, y las personas lo son en una integridad que no fluctúa según las apetencias del momento que ofrece el mundo virtual (ahora soy blanco, ahora negro, ahora hombre, ahora mujer, ahora mayor, ahora joven), ni por reconstrucciones virtuales que mitigan nuestras imperfecciones.

El mundo se diluye en bits y algoritmos, se vuelve opaco a su verdadera naturaleza. Pero no estamos hechos los seres humanos para la ausencia de realidad. Nuestra naturaleza es el afecto. Y nada hay que lo cumpla más que el contacto. Nunca comeremos datos. Nunca beberemos ceros y unos. Nunca amaremos conceptos. Nuestra esencia es otra. Permitir el aislamiento es favorecer el olvido: el fin de la condición humana, la razón por la que hemos nacido. Estamos hechos para amar. Y amar precisa salir al encuentro, no quedarse temeroso en el sofá.

Guillermo Gómez-Ferrer Lozano es doctor en Filosofía Moral y Política y profesor en la Universidad Católica de Valencia. Es el autor del libro La inteligencia religiosa.

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