¿Puede gobernarse así?

Eso de que la vida privada de los personajes públicos debe estar disociada de su actuación como gobernantes es un eufemismo que, en ocasiones escandalosas, estalla e infecta toda la vida pública. Acaba de ocurrir en Francia con la situación amorosa que vive el presidente de la República, cuya pareja estable, que compartía su vida en el Elíseo, ha estado internada en una clínica con depresión profunda, tras publicarse la relación paralela del presidente con una actriz. Eso sería inimaginable en los países anglosajones. En Estados Unidos o en Gran Bretaña, al presidente o al primer ministro les costaría el cargo. Y, quizás, no solo por el asunto en sí, sino por mentir. Pues quien engaña, en lo público o en lo privado, ¿por qué no va a engañar en otros asuntos más o menos trascendentes?

El engaño, la ocultación, la doble vida, se soporta mal en esos países; y no tanto porque se descubra una relación, como le ocurrió a Clinton con la becaria, sino por lo que significa mentir. Es grave mentir en asuntos públicos, gravísimo, se considera en esos países tachados de puritanos. Pero también lo es intentar aparentar una cosa en la vida privada, y que esa apariencia no se corresponda con la realidad. Lo que está pasando en Francia, tildado con el cliché de país libertino, es como la gota de agua que colma un vaso, desbordándolo, pues se han sobrepasado los límites razonables. Hay demasiada pobreza en los países ricos de Europa como para frivolizar sobre algunas conductas.

No estaría de más repasar la sugerente obra del filósofo español Javier Gomá, que ha buceado con profundidad sobre la cuestión en Ejemplaridad pública (Taurus), para hacernos una idea cabal de la trascendencia que tiene la cuestión, al margen de la anécdota. Elevémonos, pues, y dejemos el episodio yendo a la categoría. Escribe Gomá: “En un mundo desencantado, lo que atrae la confianza de los conciudadanos no es tanto la oportunidad y el acierto del programa electoral que presenta un partido político cuanto la personalidad misma de su líder, lo que este es más que lo que hace”.

Contemplemos algunos ejemplos. En el programa de Churchill no estaba ofrecer “sangre, sudor y lágrimas”, pero le siguió todo el pueblo y Gran Bretaña ganó la guerra contra Hitler. Churchill era un líder. Luego, el socialista Atlee le arrebató el poder porque lo que había sido útil para la guerra no lo era para construir la paz. Atlee creó el servicio nacional de la salud, algo impensable en las islas Británicas, donde la división entre ricos y pobres había llegado a extremos insufribles, y nacionalizó el carbón, la energía eléctrica, el gas, la aviación civil y creó el Banco de Inglaterra, impulsando unas bases de bienestar desconocidas hasta entonces. Atlee también era un líder. De Gaulle se enfrentó a parte del Ejército, y de su pueblo, propiciando la independencia de Argelia. Otro gran líder. Y Felipe González, uno de los últimos líderes que ha tenido Europa, contra lo que decía su programa propició la entrada de España en la OTAN, tras convocar un referéndum; e hizo la reconversión industrial ganándose la enemistad de la UGT, que le había, junto al pueblo, aupado al poder. Y España salió adelante. Todos ellos, por encima de lo que hicieron, eran auténticos líderes.

Hay, también, otros modelos políticos. Llevan una vida privada sin sobresaltos, pero sobresaltan, en mucho de lo que hacen, a quienes le otorgan su confianza. Se presentan con un programa y luego hacen lo contrario, quizás por no haber otro remedio, pero sin someterse al refrendo de quienes le votaron, lo cual constituye un gravísimo engaño, una mentira intolerable que necesariamente tendrá que pagar cuando vuelva a someterse al escrutinio de los ciudadanos. Quienes vivimos en países democráticos podemos —y debemos— exigir ejemplaridad pública —y privada, si influye sobre la pública— a quienes nos gobiernan.

Los métodos expeditivos y antidemocráticos, como eso de que un dirigente de un partido se despierta por la mañana e impone a su sucesor sin consultar a ese partido; o aquel otro que hace lo contrario cuando gobierna que lo que prometió para llegar al poder, no resulta digerible y socava los principios esenciales de la democracia. Así no debe gobernarse. La doble moral, el lenguaje engañoso, la mentira, tanto en la vida privada como en la pública, acaba siempre terminando en catástrofe. No resulta admisible, como está ocurriendo en Francia, que el presidente pida sacrificios y ajustes y, mientras tanto, él vaya despendolado por la vida.

Ejemplaridad. He aquí la cuestión. “Nuestra vida privada ofrece siempre el cuerpo de un ejemplo positivo o negativo para nuestro círculo de influencia, y en este sentido inevitablemente produce un perjuicio a tercero (o beneficio), no un daño jurídicamente perseguible, pero sí un daño moral (o un bien)”, escribió Gomá en estas páginas. La conducta de Hollande, sin duda, está produciendo un daño moral en Francia muy grande. Quienes pretenden sacrificios para los demás, quienes alardean de honestidad, primero deben ser sinceros consigo mismos, en lo público o en lo privado, para no ser despreciados y convertirse en el hazmerreír de los ciudadanos. Así, quizás se pueda, pero, desde luego, no debe gobernarse.

Jorge Trias Sagnier es abogado y exdiputado del PP.

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