¿Puede la ciencia salvar a Europa?

Cuesta encontrar soluciones fáciles a las actuales dificultades financieras de Europa. La austeridad autoinfligida se ha topado con el descontento popular, que exige medidas más concretas para reactivar el crecimiento económico y crear puestos de trabajo. Los manifestantes expresan claramente la frustración generalizada con la profundización de la desigualdad, y su condena de los privilegios de la élite financiera mundial se acerca incómodamente a implicar también a los gobiernos.

En el pasado, una situación así se habría descrito como prerrevolucionaria. En el mundo actual, las consecuencias pueden parecer mucho más benignas, pero no menos preocupantes: pérdida de solidaridad, retorno a la insularidad nacionalista y un mayor margen para el extremismo político.

La imagen de Europa se ha visto afectada en consecuencia, sobre todo desde la perspectiva de las pujantes economías de Asia. Mientras que China, la India y otras naciones han disfrutado de un continuo crecimiento económico e inversión en investigación y capacidad de innovación, su percepción del Viejo Continente es que se encuentra al borde de la decadencia económica y política. Peor aún, Europa parece no querer ver la solidez y persistencia de sus puntos fuertes.

Estas fortalezas radican en su base científica, que forma parte del patrimonio cultural que ha dado forma a la identidad europea. En términos de cifras, ya sea de publicaciones científicas, investigadores o acceso general a una educación terciaria de alta calidad, Europa sale bien parada en comparación con sus socios internacionales (que también son competidores).

¿Por qué, preguntan los críticos entonces, Europa produce tantos descubrimientos e ideas científicas novedosas sin lograr transformarlos en productos comercializables?

En realidad, esta pregunta procede de un modelo lineal de innovación ya obsoleto. Lo que falta en Europa es la conciencia pública y oficial de dónde se encuentra el verdadero potencial de nuestra ciencia. La curiosidad científica, si cuenta con autonomía y espacio suficientes, sigue siendo el motor más potente tras las transformaciones totalmente imprevisibles que se van dando en el devenir de nuestras sociedades.

Para entender lo que la ciencia (es decir, la investigación de las fronteras del conocimiento impulsada por la curiosidad) puede hacer por Europa, es importante aclarar lo que no puede hacer: generar resultados que se puedan convertir inmediatamente en productos de mercado.

Al igual que la innovación, la investigación de vanguardia es un proceso inherentemente incierto. Uno no sabe lo que encontrará cuando intenta adentrarse en territorio desconocido. Los beneficios económicos de corto plazo son consecuencias bienvenidas, pero no los principales "productos" que se puedan planificar. Tampoco es capaz de crear los tan necesarios puestos de trabajo, a excepción de aquellos en entidades de investigación y universidades.

En cambio, la investigación de vanguardia es pionera de nuevas formas de trabajo (además de establecer modelos de futuros espacios laborales) que requieren habilidades y conocimientos nuevos que se difundirán ampliamente en la sociedad y acabarán por transformar sus servicios y modos de producción. Por ejemplo, podría dar lugar a usos de los recursos naturales más eficientes y respetuosos del medio ambiente, o a la inversión en servicios que respondan mejor a las necesidades humanas y estén más en sintonía con la interacción entre las personas.

La ciencia es la única institución cívica con un horizonte de largo plazo, una característica que infunde confianza cuando el futuro se percibe frágil. La ciencia moderna comenzó en Europa hace 300 años con relativamente pocas personas, quizá no más de un millar cuando la presunta revolución científica estaba en pleno apogeo. Comenzaron a investigar sistemáticamente el funcionamiento del mundo natural (y, en menor medida, el mundo social) y obtuvieron nuevos conocimientos de cómo manipular los procesos naturales e intervenir en ellos. Las prácticas experimentales que inventaron se extendieron más allá de los laboratorios. Más adelante, comenzaron a trabajar en conjunto con el artesanado para dar origen a la Revolución Industrial.

La idea de que sólo podemos conocer lo que podemos hacer ha logrado amplia aceptación. Las nuevas herramientas ofrecen nuevos medios de investigación, por ejemplo permitiendo a los investigadores acelerar los cálculos y así aumentar la producción de nuevos conocimientos. La ciencia y la tecnología se refuerzan mutuamente, y ambas se filtran por el tejido social. Era el caso en 1700 y lo sigue siendo hoy en día.

Miremos ahora hacia el futuro. De acuerdo a Hans Rosling, estadístico de la salud, es probable que nuestro planeta sea el hogar de al menos nueve mil millones de personas para el año 2050. Seis mil millones vivirán en Asia, mil millones en África, 1,5 millones en las Américas y 500 millones en Europa. Al asegurarse de que la búsqueda de nuevos conocimientos siga siendo una alta prioridad, Europa puede salvaguardar la revolución científica y mantenerse a la vanguardia mundial a pesar de tener menos habitantes que otras regiones.

Las instituciones científicas de Europa ya están evolucionando y adaptándose a los nuevos desafíos globales. Los científicos y las personas ordinarias que trabajan en el ámbito de la ciencia velarán por que la incesante búsqueda de mejoramiento de la humanidad siga siendo parte importante de la identidad europea.

Por sí sola, la ciencia no va a salvar a Europa. Más bien, si Europa sabe cómo poner su ciencia a trabajar, no tendrá necesidad de ser salvada.

Helga Nowotny is President of the European Research Council and Professor Emerita of Social Studies of Science, ETH Zurich (Swiss Federal Institute of Technology). Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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