¿Puede Navalny salvar a Rusia? / Can Alexei Navalny salvage Russian democracy?

En 1811, en un ejercicio de reflexión sobre la posibilidad –o más bien, la imposibilidad– de que algún día Rusia tuviera una transformación al estilo occidental, el diplomático y filósofo opositor de la Ilustración, Joseph de Maistre, escribió la famosa frase, “toda nación tiene el gobierno que se merece.” Catorce años después, la revuelta decembrista –un movimiento de poetas y oficiales del ejército para derrocar al Zar Nicholas I y establecer una monarquía constitucional– parecía refutar el argumento de de Maistre. Con todo, la revuelta fue reprimida y los miembros del movimiento decembrista fueron ejecutados o exiliados. Un oficial condenado pronunció: “no nos pueden colgar a todos.”

El brutal siglo XX de Rusia, con su totalitarismo y gulags, contradijeron por poco a dicho oficial y a de Maistre. Nadie “merece” un gobierno tan monstruoso. Se estima que 20 millones de rusos perecieron bajo el régimen de Stalin, y el resto de la población estaba paralizada con el terror.

El siglo XXI ha sido más amable con los rusos, al menos hasta ahora. Sin embargo, aunque no hay terror ni hambruna, muchas de las tácticas represivas del pasado han sido restablecidas por el mal gobierno de Vladimir Putin, ahora en su décimo cuarto año.

Desde 2003, cuando el billonario y oligarca petrolero, Mikhail Khodorkovsky, fue arrestado por supuesto fraude y malversación de fondos –después de haberse atrevido a apoyar a los oponentes políticos de Putin– gran parte de la elite rusa se ha apaciguado. Ninguno de ellos quiere pudrirse en un campo de trabajo forzado como Khodorkovsky. En el gobierno de Putin, parece que la sentencia de de Maistre ha cobrado nueva vida.

Así pues, en 2011 estallaron las manifestaciones masivas contra Putin y su partido de “maleantes y ladrones”, y Alexei Navalny, que acuñó el epíteto, se convirtió en la cara de la oposición rusa. Navalny es abogado anticorrupción, tiene 37 años y ha sido una piedra en el zapato para Putin desde entonces. Hace poco, anunció sus aspiraciones presidenciales, pero, mientras tanto, está intentando convertirse en Alcalde de Moscú (que se podría decir es el segundo puesto político más importante de Rusia).

Ahora la campaña para alcalde está en pleno apogeo y las elecciones serán el 8 de septiembre, las primeras en Moscú en diez años, pues Putin ha estado nombrando en el país prácticamente a sus fieles seguidores como alcaldes y gobernadores. El actual Alcalde, Sergey Sobyanin, tiene el respaldo total de la maquinaria política-mediática del Kremlin, y rebasa el 90% de aprobación en las recientes encuestas de opinión. Sin embargo, el porcentaje de apoyo para Navalny no es mucho menor, pues es de 80% y lo ha logrado todo por él mismo.

La candidatura de Navalny recientemente recibió un impulso cuando se convirtió en criminal convicto, luego de un juicio parecido al de Khodorkovsky en términos de la manipulación política flagrante. A Navalny se le acusó de fraude y recibió una sentencia de cinco años de prisión por supuesta malversación fondos en la empresa provincial maderera, Kirovles. No obstante, en un giro inesperado, mientras esperaba el resultado de la apelación a su sentencia interpuesta el día anterior, Navalny fue liberado.

Se dice que esto sucedió porque sus seguidores inmediatamente tomaron las calles. La respuesta posible es que Putin decidió dejarlo contender en las elecciones con la expectativa de que perdería. De ser el caso, Sobyanin, designado en 2010, ganaría la legitimidad que no ha tenido hasta ahora y el movimiento de oposición sería desacreditado en la capital, donde gracias a los residentes se encuentra la parte más importante de la base política de Navalny.

Pero, y si Navalny resulta electo, ¿se conmutaría, postergaría o anularía su sentencia? Si va a prisión, ¿harán valer los moscovitas su elección?

En un nuevo desafío a la máxima de de Maistre, casi 200 jóvenes empresarios superaron el miedo inspirado por la suerte de Khodorkovsky y donaron fondos para la campaña de Navalny. Treinta y siete de ellos firmaron lo que llamaron un nuevo “contrato social.” De acuerdo con su manifiesto “esperan” que Navalny defienda el Estado de derecho, fomente tribunales independientes y garantice que lo funcionarios verdaderamente rindan cuentas a la sociedad.” Están invirtiendo “en recursos de tipo financiero, organizacional y de reputación” en un hombre que se compromete a contratar asesores competentes y liberar a la ciudad –y en última instancia, al país– de la corrupción endémica y el abuso de poder.

Gran parte de estos jóvenes empresarios han crecido en la “economía del conocimiento”. Incluye el inventor de un servicio de resguardo informático (cloud), el fundador de una empresa en línea de productos de lujo, el diseñador de nuevas tecnologías bancarias y el creador de una plataforma para una red social médica. Todos han tenido una buena educación y muchos tienen grados de negocios de universidades estadounidenses.

Muchos de estos líderes de negocios habrían preferido estar fuera de la política; pero el pobre sistema educativo, el feudalismo, la homofobia oficial y otros problemas rusos enconados los han dejado sin alternativa. Además, el propio Putin se ha convertido en una vergüenza vulgar e insufrible.

Sin duda, los partidarios de Navalny podrían emigrar cómodamente, pero entusiasmados por la campaña de su candidato, están dispuestos a esperar y ver si pueden hacer algo por cambiar las cosas. En efecto, Navalny se ha convertido en la única esperanza de política competitiva en Rusia.

Al mismo tiempo, el nacionalismo no apologético de Navalny pone nerviosas a muchas personas. Además, si bien al principio los dirigentes rusos empiezan como reformadores, a menudo dejan de serlo. Boris Yeltsin empezó la década de los noventa como un demócrata decidido, pero acabó siendo un bufón corrupto y borracho, mientras que Putin al inicio juró establecer la ley y el orden en el caos posterior a la era Yeltsin.

Así pues, la campaña para Alcalde de Moscú es un momento de verdad para Navalny, los líderes empresariales que invierten en su campaña, todos los moscovitas y tal vez para Rusia en conjunto. Como en la época del movimiento decembrista, cualquiera en Rusia puede sufrir por el poder de un gobierno arrogante, independientemente de la ideología política. El miedo y la apatía son más peligrosos que tomar cualquier postura.

Sin embargo, la pregunta sigue en pie: ¿El 8 de septiembre podrán Navalny y sus partidarios cambiar la cultura política de miedo en Rusia o después de todo de Maistre tenía razón?

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In 1811, assessing the possibility — or, rather, the impossibility — of Russia ever undergoing a Western-style transformation, the diplomat and counter-Enlightenment philosopher Joseph de Maistre famously wrote, “Every nation has the government it deserves.” Fourteen years later, the Decembrist revolt — a movement of poets and army officers to topple Czar Nicholas I and establish a constitutional monarchy — seemed to refute de Maistre’s claim. Yet the revolt was suppressed, and the Decembrists were executed or exiled. One doomed officer famously declared, “You can’t hang us all.”

Russia’s brutal 20th century, with its totalitarianism and gulags, nearly proved that officer — and de Maistre — wrong. No one “deserves” to be ruled so monstrously. An estimated 20 million Russians perished under Stalin’s rule, and the rest were paralyzed with terror.

The 21st century has been kinder to Russians, at least so far. But, while terror and famine have been absent, many of the oppressive tactics of the past have been revived under Vladimir Putin’s misrule, now in its 14th year.

Since 2003, when the billionaire oil oligarch Mikhail Khodorkovsky was arrested for alleged embezzlement and fraud — after he dared to support Putin’s political opponents — Russia’s elite has been largely brought to heel. None of them envisaged rotting in a labor camp like Khodorkovsky. Under Putin, it seems, de Maistre’s maxim has received a new lease on life.

Then in 2011, massive protests against Putin and his party of “crooks and thieves” erupted, and Alexei Navalny, who coined that epithet, became the face of Russia’s opposition. Navalny, a 37-year-old anti-corruption lawyer, has been a thorn in Putin’s side ever since. Recently, he announced that he has presidential ambitions; in the meantime, he is seeking to become the mayor of Moscow (arguably the second most important political post in Russia).

The mayoral campaign is now in full swing, with the election on Sept. 8 the first in Moscow in 10 years, as Putin had simply been appointing loyalists as mayors and governors throughout the country. The incumbent mayor, Sergey Sobyanin, who has the full support of the Kremlin political-media machine, has been receiving personal-approval ratings above 90 percent in recent opinion polls. But Navalny’s approval ratings are not far behind, at 80 percent, and he has achieved them entirely on his own.

Navalny’s candidacy received a recent boost when he became a convicted criminal, following a trial that resembled Khodorkovsky’s in terms of blatant political manipulation. Accused of fraud, Navalny received a five-year prison sentence for allegedly embezzling from Kirovles, a provincial timber company. But, in an unusual twist, Navalny was released from custody pending appeal of his conviction only a day after it was handed down.

That, some say, was because his supporters immediately took to the streets. The likelier motivation is that Putin decided to let the election play out, relying on Navalny to lose. In that case, Sobyanin, who was appointed in 2010, would gain the legitimacy that he has lacked until now, and the opposition movement would be discredited in the capital, whose residents form the core of Navalny’s political base.

But what if Navalny is elected? Would his sentence be commuted, postponed, or annulled? Would he go to prison, Muscovites’ choice notwithstanding?

In a new challenge to de Maistre’s maxim, almost 200 young businessmen overcame the fear inspired by Khodorkovsky’s fate and donated funds to Navalny’s campaign. Thirty-seven of them signed what they called a new “social contract.” According to their manifesto, they “expect Navalny to defend the rule of law, support independent courts, and ensure that officials are really accountable before society.” They are investing “reputational, financial, organizational, and other resources” in a man who promises to hire competent advisers and free the city — and eventually the country — from endemic corruption and abuse of power.

Most of these young entrepreneurs have risen within the “knowledge economy.” They include the inventor of a cloud-computing service, the founder of an online luxury-goods business, a developer of new banking technologies, and the creator of a social-networking platform for doctors. All of them have good educations, and many hold American business degrees.

Many of these business leaders would have preferred to stay out of politics; but Russia’s poor education system, economic feudalism, official homophobia, and other festering problems have left them no choice. And Putin himself has become an insufferably vulgar embarrassment.

To be sure, Navalny’s backers could emigrate comfortably; but, invigorated by their candidate’s campaign, they are willing to see whether he can make a difference. Indeed, Navalny has become the only hope for competitive politics in Russia.

At the same time, Navalny’s unapologetic nationalism makes many people nervous. And, while Russian leaders may start out as reformers, they do not often remain so. Boris Yeltsin began the 1990s as a courageous democrat, only to end up a corrupt, bibulous buffoon, while Putin initially vowed to bring law and order to the post-Yeltsin chaos.

So Moscow’s mayoral election is a moment of truth for Navalny, the business leaders investing in his campaign, all Muscovites, and perhaps Russia as a whole. As in the time of the Decembrists, anyone in Russia can suffer from overweening government power, regardless of political belief. Fear and apathy have become riskier than taking a stand.

But the question remains: Come Sept. 8, can Navalny and his supporters change Russia’s political culture of fear, or was de Maistre right after all?

Nina L. Khrushcheva is a professor in the Graduate Program of International Affairs at the New School in New York, and a senior fellow at the World Policy Institute, where she directs the Russia Project. She previously taught at Columbia University’s School of International and Public Affairs, and is the author of Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics. Traducción de Kena Nequiz.

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