¿Puede sobrevivir el multilateralismo a la rivalidad sino-estadounidense?

La rivalidad estratégica entre Estados Unidos y China plantea un fuerte desafío a las organizaciones internacionales, que están hoy en riesgo de convertirse en meros peones de una de ellas. Está por verse si las instituciones multilaterales pueden conservar un papel en la facilitación de una cooperación internacional que desesperadamente se necesita.

El conflicto sino-estadounidense ya está reemplazando las reglas acordadas mundialmente, con el ejercicio de la fuerza pura y dura a medida que cada uno lucha por el acceso a recursos y mercados. Estados Unidos ha optado por abandonar acuerdos comerciales de larga trayectoria en favor de medidas impuestas unilateralmente. China está formando su propia esfera económica y geoestratégica mediante asociaciones bilaterales y paquetes de ayuda, comercio e inversiones bajo su Iniciativa trasnacional de la Ruta de la Seda (BRI).

Los dos rivales también compiten por el control de las nuevas tecnologías y los datos que las hacen posibles. De las 20 principales empresas tecnológicas del mundo, nueve son chinas y 11 estadounidenses. Por el lado chino, las gigantes tecnológicas disfrutan del acceso a una inmensidad de datos, ya que cuentan con el respaldo de un gobierno que los reúne con fines de vigilancia y para crear un sistema de crédito social. Además, estas compañías están ampliando su alcance y acceso a datos, como se refleja en el acuerdo CloudWalk de China para el desarrollo de software de reconocimiento facial en Zimbabue. Por el lado estadounidense, las grandes tecnológicas reciben el apoyo de cláusulas como el Acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá (USMCA) que exigen el flujo de datos libre y sin restricciones entre estos tres países.

La rivalidad estratégica no es solo una batalla por el control de recursos, acceso a mercados y dominio tecnológico, sino, en términos más generales, el control de las reglas del juego. En 2015, cuando China creó el Banco Asiático de Inversiones para Infraestructura como una nueva institución multilateral, Estados Unidos se negó a unirse y presionó a otros países a que no lo hicieran.  Este año, cuando China y Estados Unidos discreparon sobre quién representaría a Venezuela en la reunión del BID (EE.UU. presionó a China para que aceptara un representante de la oposición al gobierno, y China se negó a hacerlo), la Junta Directiva de la institución en Washington, DC, canceló el encuentro en Chengdu apenas una semana antes de que se celebrara.

Esta no es la primera vez que la rivalidad entre grandes potencias ha amenazado con marginar a las instituciones internacionales. Tras su fundación en 1944, el Banco Mundial pronto se volvió irrelevante para la reconstrucción de Europa. Con la Guerra Fría se elevó la competencia en Europa, lo que llevó a Estados Unidos a impulsar medios más directos como el Plan Marshall. El Banco Mundial quedó relegado a una tarea diferente: prestar dinero a países pobres.

Algunos comentaristas describen el BRI como el “Plan Marshall de China”. Sin embargo, la rivalidad estratégica difiere de la Guerra Fría en muchos aspectos, partiendo del hecho de que Estados Unidos y China son económicamente interdependientes a un grado que EE.UU. y la Unión Soviética nunca lo fueron. En todo caso, el principio de una “destrucción mutuamente asegurada” creó su propio tipo de interdependencia, llevando a la cooperación en el control de las armas nucleares a pesar de su intensa rivalidad.

Una lección de la Guerra Fría podría cobrar una relevancia particular hoy: los intentos de establecer reglas amplias, como el Acuerdo de Principios Básicos entre el Presidente estadounidense Richard Nixon y el líder soviético Leonid Brezhnev firmado en 1972, demostraron ser menos eficaces que arreglos más estrechos como el Tratado del Estado Austríaco de 1955, que confería neutralidad a Austria, o el acuerdo de 1962 que hizo de Laos un estado neutral. El mismo baremo se puede usar para evaluar el funcionamiento de las organizaciones y los tratados multilaterales formales, que demostraron una mayor eficacia al tratar con riesgos específicos, como el Acuerdo Cuadripartito de Berlín en 1971, el Tratado sobre Misiles Antibalísticos de 1972, la Conversaciones de Limitación de Armas Estratégicas (SALT) y en Acuerdo sobre Incidentes Marinos de 1972. Todos ellos fueron muy disputados, pero cada uno jugó un papel en el manejo de la rivalidad.

En el caso del conflicto sino-estadounidense, el reto es contener la guerra comercial, que tendría efectos devastadores en otros países. Por desgracia, el actual sistema de reglas ya se está desgastando. El mecanismo de solución de disputas de la Organización Mundial de Comercio está paralizado por la negativa de la administración Trump a permitir nombramientos a su Órgano de Apelación.

Para salir del impasse serán precisos un pensamiento creativo y, tal vez, una serie de acuerdos más específicos para insuflar vida al sistema. Por ejemplo, los países con disputas comerciales podrían hacer un mejor uso de las consultas bilaterales de 60 días de la OMC para alcanzar una solución por ellos mismos. Los líderes de la OMC podrían ser mucho más osados y creativos a la hora de encontrar maneras de apoyar el comercio basado en reglas. Un antecedente podría ser el inicio de las “fuerzas de paz” de las Naciones Unidas (no mencionadas en la Carta de la ONU) y la ampliación del uso de la oficina de la Secretaría General para avanzar en el logro de la paz en pleno apogeo de la Guerra Fría.

Otras organizaciones multilaterales también deberán reconsiderar sus estrategias. Con independencia de si las grandes potencias se encuentren en conflicto, el mundo necesita desesperadamente mecanismos para facilitar la cooperación en temas tales como el cambio climático, la biodiversidad, la infraestructura transfronteriza y la regulación de las nuevas tecnologías. Las organizaciones internacionales pueden ofrecer un espacio de debate para esos asuntos, permitiendo compartir información y llegar a soluciones comunes. Además, pueden jugar un papel crucial como monitores neutrales de las reglas acordadas previamente, reduciendo la tentación de que algún país pueda hacer trampa o emprender medidas unilaterales de suma cero de las que solo salen ganadores y perdedores.

China, EE.UU. y el resto del mundo tienen intereses en común en una amplia variedad de temas. Pero para facilitar la cooperación hacia objetivos en común, las organizaciones internacionales se tendrán que renovar. Por ejemplo, el Banco Mundial podría crear nuevos instrumentos para abordar los retos regionales y globales, en lugar de seguir atado a préstamos a países individuales, y podría deshacerse del peso ideológico que impide a ciertos países abrazar su enfoque de Evaluación de las Políticas e Instituciones Nacionales (en inglés). Más que otorgar préstamos a países pobres de modos que amplifican los sesgos de los mayores donantes bilaterales del mundo, el Banco debiera identificar áreas desatendidas y asegurar un equilibrio en la financiación global para el desarrollo. También deberá actualizar su estructura de gobernanza para dar a China y a Estados Unidos una sensación de involucramiento e influencia.

Resulta imperativo que la rivalidad sino-estadounidense no haga estallar una guerra. La historia nos enseña las trágicas consecuencias de cuando los líderes definen a sus rivales como enemigos y azuzan los resentimientos nacionales para obtener ganancias políticas personales. En estos momentos, esta tendencia se puede advertir tanto en China como en los Estados Unidos.

Para contener la nueva competición estratégica, las potencias rivales, junto con el resto del mundo, deberían imitar el foco de la Guerra Fría en acuerdos específicos con objetivos puntuales, en lugar de intentar crear nuevas reglas de aplicación amplia. Las organizaciones multilaterales como la OMC y el Banco Mundial podrían desempeñar un papel importante para mediar en tales acuerdos, pero solo si sus autoridades respectivas son valientes y creativas, y si cuentan con la venia de los gobiernos que las sostienen.

Ngaire Woods is Dean of the Blavatnik School of Government at the University of Oxford. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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