¿Puede una inversión ser demasiado eficiente?

En 1831, cuando Charles Darwin se embarcó en el Beagle para su viaje de exploración, que duró cinco años, los barcos navegaban con la ayuda de cronómetros, que mostraban la hora exacta en un lugar de referencia. Comparando esa hora con el mediodía según el tiempo solar local era posible determinar la longitud geográfica de la posición. Para mayor exactitud (puesto que el movimiento de las olas afectaba la medición del tiempo) cada nave tenía que llevar al menos tres cronómetros. El Beagle tenía 22.

Igual que el viajero decimonónico, el moderno ingeniero valora la redundancia, en la forma de mecanismos de respaldo infalibles (en general se considera que la provisión adecuada es por triplicado). Pero los economistas prefieren la eficiencia a la redundancia, una postura que, pese a sus méritos obvios, también tiene sus fallas.

Es verdad que sería una caricatura decir que la perspectiva económica desdeña la provisión de mecanismos de respaldo en sistemas cuya seguridad es crítica. Pero cuando se trata de decisiones de inversión, los economistas privilegian el uso más eficiente de los recursos de acuerdo con el análisis de costo‑beneficio.

Es obvio que tiene sentido: la política pública (ya sea en lo referido a usar el dinero de los contribuyentes o regular la actividad económica) debe rendir el mayor valor posible. El análisis de costo‑beneficio es una protección contra posibles despilfarros derivados de un exceso de optimismo. También puede evitar la distorsión estratégica de decisiones de inversión, por ejemplo, cuando regiones o proveedores compiten por la adjudicación de proyectos financiados por los contribuyentes.

En un nuevo libro titulado The Cost-Benefit Revolution, el jurista estadounidense Cass Sunstein aplaude la expansión gradual habida en Estados Unidos desde los ochenta del uso de análisis de costo‑beneficio como guía para la política regulatoria. Otros países también usan esta clase de análisis; por ejemplo, el Tesoro del Reino Unido tiene publicado un manual sobre cómo realizarlos.

Pero la eficiencia no es todo, y los beneficios de una inversión a largo plazo no siempre están claros desde el inicio. De hecho, deberíamos alegrarnos de que las generaciones anteriores no estuvieran supeditadas al análisis de costo‑beneficio.

En tiempos de la reina Victoria, el ingeniero Joseph Bazalgette construyó en Londres un sistema de alcantarillado con capacidad suficiente para durar más de 150 años, que apenas ahora se está ampliando. Thomas Jefferson pensaba que el proyecto del Canal de Erie era una locura, pero su costo (unos 100 000 millones de dólares a precios actuales) se recuperó en relativamente poco tiempo. Ningún economista provisto de estimaciones creíbles de las tasas de descuento y de los beneficios esperados hubiera apoyado la construcción de la Ópera de Sydney, o de ninguno de los edificios municipales emblemáticos que embellecen muchas ciudades del mundo; habría sido más eficiente construir utilitarios cubos de concreto.

El problema está en distinguir los proyectos que pueden convertirse en emblemáticos de los (más frecuentes) elefantes blancos cuyos costos operativos y de mantenimiento no se corresponden con su valor. Y es común que las construcciones terminen costando mucho más de lo previsto. Bent Flyvbjerg, un experto en megaproyectos, los describe así: “más costo, más tiempo, más y más veces”; señala que nueve de cada diez proyectos cuestan más de lo previsto (a menudo, hasta un 50% más que el cálculo original).

Una parte del problema al evaluar proyectos de inversión de gran tamaño o (potencialmente) emblemáticos es que el análisis de costo‑beneficio estándar no es aplicable a decisiones que probablemente cambiarán en forma significativa la tasa de crecimiento de la economía, como hizo el Canal de Erie, al estimular el comercio. Sólo funciona con decisiones marginales más pequeñas. Y ciertamente no tiene en cuenta la influencia del poder de las narrativas sobre los resultados económicos, como explica el premio Nobel de Economía Robert J. Shiller.

Los economistas deberían reconocer las limitaciones del análisis de costo‑beneficio y ofrecer un método más riguroso para analizar los mecanismos de retroalimentación no marginales y no lineales que afectan las grandes inversiones. Más en general, la eficiencia no puede ser el único criterio de organización de la economía, algo que tendría que ser obvio desde hace un decenio, cuando quedaron al descubierto las vulnerabilidades sistémicas de los mercados financieros con su énfasis excluyente en la maximización de ganancias.

Asimismo, ya se ha visto que las cadenas de suministro “justo a tiempo” (que limitan costos mediante la reducción de la cantidad de bienes y materiales que se mantienen en inventario) son vulnerables a desastres naturales, por ejemplo inundaciones, y otras disrupciones, por ejemplo huelgas. En momentos de auge del proteccionismo, los riesgos de disrupción comercial son cada vez mayores.

También desde un punto de vista político, la eficiencia óptima no siempre es deseable. En una democracia puede ser necesario sacrificar cierta eficiencia para resolver conflictos de intereses entre las partes. Piénsese como una forma de redundancia que aporta resiliencia política.

Nunca es fácil determinar exactamente cuánta eficiencia sacrificar y en qué casos. Puede que hasta la redundancia del Beagle haya sido excesiva: a su regreso, en 1836, once de los cronómetros que llevaba a bordo todavía funcionaban. Pero teniendo en cuenta el impacto duradero del trabajo que hizo Darwin en ese viaje, el costo innecesario fue insignificante en comparación con el beneficio.

Diane Coyle is Professor of Public Policy at the University of Cambridge. Traducción: Esteban Flamini.

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