Puentes sobre el golfo Pérsico

El reciente aumento de las tensiones entre Irán y Arabia Saudí ha vuelto a centrar nuestra atención en la rivalidad de estas dos potencias de Oriente Medio. Su enemistad viene de lejos pero, a diferencia de lo que se señala en muchas ocasiones, no es secular. Durante años mantuvieron, pese a sus diferencias, una relación fluida articulada por intereses comunes. Hoy, tras la ruptura de las relaciones diplomáticas entre ellos, la vuelta a la cooperación se vislumbra lejana y difícil, pero no imposible.

La religión imperante en cada uno de los países no ha sido siempre un elemento de confrontación, aunque sí ha sido esencial para diferenciar sus identidades. Persia, bajo la dinastía Safavid, en el año 1501, convirtió el chiismo en su religión oficial como seña de identidad nacional frente a sus vecinos otomanos, que eran suníes y ocupaban parte del territorio iraní. Durante los dos siglos siguientes se enfrentaron al imperio otomano -el centro del califato suní- por la supremacía en la región. Esta construcción de identidad por contraposición se daba también durante los primeros siglos del Islam, entre muchos de los cristianos, judíos o zoroastras que se convertían. En lugar del movimiento suní, elegían el chiismo como protesta contra los imperios árabes que consideraban a quienes no lo eran, ciudadanos de segunda clase.

Una vez constituido el reino de Arabia Saudí, en 1932, Riad y Teherán establecieron relaciones diplomáticas, pese a que la religión oficial del reino era el wahabismo, una rama del Islam suní. Durante los años 60 y 70 del siglo XX, ambos países mantuvieron vías de cooperación políticas y de seguridad; les unía su interés en frenar el avance del comunismo soviético en la región y se enfrentaban a movimientos radicales que amenazaban la permanencia de sus monarquías. Para Occidente, y de manera especial para Estados Unidos, los dos eran aliados clave en la Guerra Fría.

A finales de la década de los 70, se incendió la lucha de identidades y la rivalidad entre sectas. Durante esos años, Arabia Saudí comenzó a expandir el wahabismo más allá de sus fronteras. Debido a la subida de los precios del petróleo contaba con recursos económicos para hacerlo y, de esa manera, contrarrestaba los movimientos que amenazaban su seguridad nacional. Irán, tras la revolución que derrocó al Sha, en 1979, se erigió como líder de los chiíes y llamó a la liberación de estos en todos los lugares del mundo. Arabia Saudí interpretó este acontecimiento como una amenaza a su seguridad y quiso contrarrestar a su rival, expandiendo el wahabismo, que incluye como elemento importante, el rechazo a los chiíes.

Desde entonces, la tensión entre ambos se ha sucedido sin confrontación directa aunque ha sido especialmente visible en acontecimientos como la guerra entre Irán e Irak, el levantamiento contra al-Assad en Siria o la toma de Saná por los Huthi.

La última escalada de tensión entre ellos se ha visto también influida por asuntos domésticos. El próximo mes de febrero, tendrán lugar en Irán las elecciones al parlamento y a la Asamblea de Expertos, el órgano encargado de elegir al líder supremo. Estos comicios se celebrarán con el acuerdo nuclear ya implementado y tras el levantamiento de las sanciones. Sin embargo, para entonces no se habrá sentido el impacto que esto tendrá en la economía del país. El país vive una situación económica muy delicada, la tasa de desempleo alcanzó el 11,4% en 2014 y es más elevada aún entre los jóvenes. Una mayor apertura internacional, como la que ha pretendido el gobierno de Rohaní, supondría un auge económico del país, un crecimiento de la clase media y, en definitiva, una sociedad más plural y abierta que podría poner en peligro al régimen.

Rohaní afronta una gran oposición a sus políticas por parte de los sectores más conservadores: de hecho, el ayatolá Khameini ha expresado en varias ocasiones que sigue desconfiando de Estados Unidos, aunque finalmente ratificara el acuerdo nuclear. En los últimos días, han sido rechazados el 99% de los candidatos reformistas a las elecciones legislativas por el Consejo de los Guardianes, haciendo muy probable la configuración de un parlamento hostil al presidente.

Por su lado, Arabia Saudí se encuentra en un momento de profunda transformación. La transición que se ha iniciado con el reinado de Salman bin Abdulaziz al-Saud, y el gobierno de Muhammad bin Nayef y Mohammad bin Salman, ha coincidido con una tesitura económica muy perjudicial para la principal fuente de ingresos del país. Los precios del petróleo, que se sitúan a mínimos históricos, están afectando al presupuesto de Riad, que finalizó el año 2015 con un déficit del 15% de su PIB. El miedo a una mayor apertura al mundo, ya sea económica o política, que pueda poner en peligro el mantenimiento de ambos regímenes, es uno de los motivos para mantener el enfrentamiento.

Aunque la buena relación entre ambos actores se dibuje como una posibilidad remota, en un tiempo lejano, hay pasos que pueden darse para mantener un equilibrio y no intensificar las tensiones. De hecho, son alentadoras las declaraciones del ayatolá Jameini condenando el ataque a la embajada saudí en Teherán y calificándolo como perjudicial para el país y el Islam.

La probabilidad de que Irán y Arabia Saudí lleguen a un acuerdo sobre Siria en las próximas conversaciones es muy limitada, sin embargo un escenario en el que se puede avanzar es la guerra de Yemen. El país más pobre de Oriente Medio está siendo asolado por la lucha entre las milicias Huthi, apoyadas por Irán, y el gobierno, que cuenta con la ayuda de la coalición liderada por Arabia Saudí, que empezó hace casi un año. Aunque la situación es dramática y ya ha causado alrededor de 6.000 muertes, el conflicto se encuentra en un estadio mucho más temprano que el de la guerra siria, hay menos intereses internacionales y regionales en juego y a Riad, especialmente, le está causando un gran desgaste económico. Alcanzar un alto el fuego en Yemen que lleve a la solución del conflicto puede ser clave para rebajar las tensiones.

Javier Solana was EU High Representative for Foreign and Security Policy, Secretary-General of NATO, and Foreign Minister of Spain. He is currently President of the ESADE Center for Global Economy and Geopolitics, Distinguished Fellow at the Brookings Institution, and a member of the World Economic Forum’s Global Agenda Council on Europe.

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