Puertas giratorias

En su viaje a la Cólquida en busca del vellocino de oro, Jasón y sus argonautas hubieron de pasar por las Simplégades, rocas que se entrechocaban violentamente y que a punto estuvieron de triturar su nave. Esta es, al parecer, la imagen que ofrecen a algunos las puertas giratorias que en su imaginación separan al sector público del privado; uno de los partidos políticos, en este caso Podemos, ha propuesto que sean prohibidas. La idea es seguramente fruto de la inexperiencia y no es del todo acertada. Es oportuno verlo precisamente ahora, cuando, coagulado el magma postelectoral y ocupados los asientos del nuevo ejecutivo, esas puertas pasen una temporada trabajando a pleno rendimiento, incorporando al sector público a procedentes del privado y buscando acomodo en este a algún desposeído de su cargo en aquél.

Bien mirado, el paso del público al privado y viceversa es en sí, no sólo inofensivo, sino conveniente. Uno y otro ámbito se desconocen mutuamente con demasiada frecuencia, y se miran a menudo con hostilidad: el privado suele pensar que la burocracia sólo sirve para entorpecer su gestión, y el público piensa a menudo que la actividad privada, sobre todo la empresarial, debe ser vista con sospecha, cuando no considerada casi como constitutiva de delito. Uno puede encontrar ejemplos de ambas actitudes en nuestro país, seguramente herencia indeseable de tiempos pasados. En efecto, empresa y Administración son en muchos aspectos aliados naturales: esta puede abrir puertas al empresario en el exterior; puede protegerle de competencias desleales, o frente a imposiciones externas; puede servirle de referencia cuando se trata de obtener contratos en otros países; el empresario, por su parte, es quien genera la actividad económica que proporciona a la Administración el grueso de los recursos que emplea para sus propios fines. Juntos pueden llegar a donde ninguno de los dos alcanza por separado, de tal modo que los países en que empresa y Administración son cómplices se muestran más eficaces que aquellos donde van a la greña. En este aspecto, el paso por las puertas giratorias, en uno u otro sentido, es algo beneficioso para todos, en la medida en que hace más fluido el trato entre uno y otro lado.

Pero la complicidad ha de tener sus límites. El Estado no es sólo un buen amigo: es también el regulador, y sus normas no siempre favorecen el interés más inmediato de los agentes privados. Es también un gran cliente para muchos, el único para algunos, y en ambos casos ello puede suscitar tentaciones: la derogación de la ley Glass-Steagall en EE.UU. a instancias del sector financiero contribuyó a la reciente crisis; los escándalos que aquí van surgiendo al repasar el historial de adjudicaciones públicas son un ejemplo del daño que puede causar una relación viciada entre ambos mundos, que no se mide sólo por el perjuicio económico –obras mal hechas o completamente superfluas– porque acaba creando un desprecio generalizado hacia las leyes, al punto de regirse la conducta del ciudadano para con la cosa pública por la vieja máxima “a quien roba al ladrón, cien años de perdón”. Hay que sujetar a normas la operación de las puertas giratorias sin suprimirlas por completo.

Aquí el instrumento empleado es la legislación de incompatibilidades. De vez en cuando surge desde el legislativo una nueva norma, que trata de establecer dónde no podrán ejercer sus habilidades quienes, después de una temporada en el servicio del Estado, pretendan ganarse el sustento en el sector privado. La elaboración de la norma se convierte en un concurso en que los distintos partidos compiten en ver quién pone más trabas al paso del pobre cesante al otro lado de la puerta. Al final del proceso suele prohibírsele que desempeñe funciones que tengan algo que ver con su cargo en la Administración, de modo que, a la vez que se limitan las ocasiones de cohecho, se impide que el cesante sea contratado por las habilidades y los conocimientos acumulados durante su experiencia anterior, un resultado literalmente estúpido. Sería mejor que las normas, en lugar de eliminar la ocasión del pecado, como hace nuestra legislación, castigaran severamente al pecador una vez comprobada la comisión del delito. Esta normativa eliminaría alguno de los obstáculos que dificultan la incorporación de directivos privados a la alta Administración, sin resolver del todo el problema. Queda, en efecto, la situación de quienes se ven desposeídos de su silla en la mesa del Consejo de Ministros por un mal resultado electoral. Son muy pocos los que se reincorporan a su antigua actividad; unos no pueden, otros no quieren. La empresa pública solía ofrecer un refugio tranquilo, hoy desaparecido con las privatizaciones. Sólo las grandes empresas privadas en sectores regulados, y por ende con escasa o nula competencia interna, pueden ofrecerles un retiro, tránsito a su pensión de jubilación. ¿Solución poco estética? Quizá, pero piensen nuestros futuros altos cargos cuáles son las alternativas antes de querer suprimir sin dar otra salida esas puertas giratorias, por las que casi todos desearán pasar un día.

Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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