Puerto Rico ya no es el mismo país

Manifestantes llevaron veladoras durante la protesta masiva del 23 de julio de 2019 en la que pedían la renuncia de Ricardo Rosselló. Credit Joe Raedle/Getty Images
Manifestantes llevaron veladoras durante la protesta masiva del 23 de julio de 2019 en la que pedían la renuncia de Ricardo Rosselló. Credit Joe Raedle/Getty Images

Por primera vez en la historia puertorriqueña, un gobernador es forzado a renunciar por la presión de los ciudadanos. Su salida se hará efectiva el viernes 2 de agosto. Fue producto de una revolución pacífica que mantuvo al país en un estado de protesta permanente durante casi dos semanas.

El escudo de Puerto Rico es el más antiguo del continente. Otorgado en 1511 por la Corona española, el símbolo mantiene vigencia y legitimidad al día de hoy. El mío es el único país que no ha cambiado de escudo pese a las transformaciones de su historia. No lo cambió siquiera tras la ocupación estadounidense en 1898. En el interior de este símbolo, aparece un cordero que representa pureza, integridad y paz. El animal sostiene una bandera blanca con una cruz roja, una señal de tregua y el símbolo tradicional de san Juan Bautista.

Sucede que, a veces, se nos va la vida en lo simbólico, y durante años esa imagen del cordero amable, dócil, noble y pasivo se instaló en el imaginario colectivo de los puertorriqueños y dio paso a una identidad vinculada con el “Ay, bendito”; una frase que lo perdona todo y de todo se conmueve. No es que se tratara de un país sin ánimo de lucha, es que la historia —y sus golpes, heridas y vuelcos— había dormido por demasiado tiempo al verdadero animal social que somos: una bestia alegre, silvestre, indócil y salvaje —aún sin nombre ni rostro— que durmió una noche muy larga. Hasta ahora.

La revolución llegó con el verano. Antes, sin embargo, llegó la indignación.

El 9 de julio se comenzaron a publicar en la prensa local fragmentos de una conversación en la que el gobernador Ricardo Rosselló insultaba y atacaba a sus detractores, así como compartía información privilegiada de política pública. El contenido fue dado a conocer a cuenta gotas, en la misma semana en que fueron arrestados seis funcionarios cercanos a su administración, entre ellos la exsecretaria de Educación Julia Keleher y la exdirectora de la Administración de los Seguros de Salud. Finalmente, el sábado 13 de julio conocimos, a través del Centro de Periodismo Investigativo, las 889 páginas del chat.

El contenido del documento hirió la fibra pragmática del país, la que va directamente a la relación del ciudadano con el Estado. Se trata de una fibra más fría, cerebral, una que había sido agraviada en Puerto Rico en múltiples ocasiones. En los últimos años hemos visto a funcionarios públicos, en los más altos puestos, ir a la cárcel o confrontar acusaciones o investigaciones judiciales. La gente se había indignado, pero nada nos había hecho salir a la calle de esta manera. Lo que sucede es que lo que vimos en la conversación de Rosselló, además de ser una entrada al cuarto oscuro del poder, fue también un golpe muy duro al espíritu de los puertorriqueños. Para todos y todas en la isla, esto es personal.

Burlas crueles a las mujeres, a la comunidad LGBTTQ, actitudes racistas y clasistas que atacan a todos los tipos de discriminación que contiene nuestro código civil. Sobre todo, se burlan de nuestros muertos, claman por un cadáver para alimentar los cuervos. Pero Rosselló y sus aliados se han topado con una resurrección inesperada.

Durante los pasados quince días, los puertorriqueños nos hemos tirado a la calle masivamente en la mayoría de los 78 municipios del país para protestar por la corrupción gubernamental y exigir la renuncia de Rosselló Nevares. Hoy, finalmente, luego de jornadas de rumores, horas largas de especulación y de una dramática noche, el gobernador renunció. La isla había sufrido de una ansiedad colectiva que interrumpió su cotidianidad. Después del anuncio, los isleños hemos por fin respirado.

A lo largo de estos días, además de protestas a caballo, en moto, en bicicletas, en kayaks y motos acuáticas y hasta cientos de yoguis, todos los días hubo cacerolazos, se leyó la Constitución y la Carta de Derechos. Algunas de esas protestas se enfrentaron con golpes y gases lacrimógenos, pero la gente siguió marchando. De todas las manifestaciones, hubo tres contundentes, dos de las cuales lograron reunir en el Viejo San Juan y en la principal autopista del país a medio millón de personas cada una. Todos bajo una misma bandera, la puertorriqueña, en su versión tradicional y en su versión de luto, una bandera negra y blanca.

Para muchos, los líderes definitivos de esta revolución pacífica de verano son los milénials y la generación Z. Los primeros se hicieron adultos a principios del milenio, cuando el país comenzaba su crisis fiscal de 2006 y caía de manera vertiginosa hasta una quiebra de las finanzas públicas en 2016. Los segundos nacieron con el país ya roto, con las instituciones en crisis, con el fin de la idea de Puerto Rico como una colonia feliz, con una nación que parecía no tener conflictos con la ambigüedad de su condición política. Ninguno de estos jóvenes conocen bonanzas, no tienen nada que perder, van a apostarlo todo.

A este contexto, se añade la experiencia traumática que vivió la isla tras el paso del devastador huracán María en 2017. En esta país la gente talló tablas para lavar ropa, coordinó comedores comunitarios, cuidó vecinos, hizo filas de doce horas para cargar gasolina y conseguir hielo, vio a sus familiares migrar, enterró a sus muertos como pudo y cuando pudo. Aguantando, en silencio, mordiéndose los labios. Cuando entrevistaba a la gente más golpeada por el huracán, muchos solían decirme: “Bendito, ese muchacho, el gobernador, hace lo que puede”.

Pero es evidente que Rosselló no estuvo a la altura de su pueblo.

Con la crisis, se ha puesto en pausa la división ideológica acerca del futuro de la isla. Sea la estadidad —la postura en la que se busca la incorporación del país a Estados Unidos—, la independencia o cualquier fórmula autonómica o soberanista, en este momento lo que une al país es un hartazgo por el abuso, exacerbado por un trauma muy profundo. No había forma de quedarse dormido. La bestia despertó.

La esperanza ahora es que la reorganización comunitaria que rescató al país después del huracán y ante la respuesta ineficiente del gobierno de la isla y de Estados Unidos, comience a darle rostro y voz a este animal. Pero preocupa, sobre todo, la clara intención del gobierno estadounidense y de la Junta de Control Fiscal —una instancia impuesta por Estados Unidos en 2016— de aprovechar la crisis política para aprobar un plan de ajuste con recortes importantes a las pensiones y un robusto pago de la deuda. Esa próxima batalla será inmediata.

Los puertorriqueños y puertorriqueñas han dado el primer paso, había que limpiar la casa. Lo próximo será repensar el país y negociar una relación más justa y no colonial con Estados Unidos. Cualquiera de las alternativas —independencia, estadidad, soberanía o mayor autonomía— debe ser considerada. Lo que ha quedado claro es que Puerto Rico ya no es, ni quiere ser, el mismo país.

Ana Teresa Toro es periodista puertorriqueña y escribe para el Nuevo Día de Puerto Rico.

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