Puigdemont, el lobo dialogante y las ovejas inmovilistas

A pesar del optimismo altanero de Humpty Dumpty cuando dice que las palabras significan lo que él quiere que signifiquen, la verdad es que se equivoca por completo: pasado un tiempo y asentado un uso habitual, las palabras llegan a tener peso y vida propia, por más que se desgañite y ordene lo contrario algún sátrapa oriental, o este Donald Trump americano, o cualquier líder nacionalista identitario europeo.

La palabra “diálogo” no significa lo que Carles Puigdemont, el actual e inopinado presidente de la Generalitat de Cataluña, quiera que signifique o deje de significar. El truco de la emancipación semántica de las palabras reside en el hecho de que ellas casi nunca caminan solas, sino que cuando salen del mundo del silencio a darse un garbeo por el del habla y el de las letras, casi siempre lo hacen en grupo, con el mismo grupito afín de siempre.

Si a una palabra relativamente nueva se le ha visto con frecuencia acompañada de palabras de color azul, ella misma parecerá azulada, y con el tiempo será tan azulísima como sus habituales compañeras. Si tú me dices “verano”, “sol”, “playa”, “chiringuito”, yo fácilmente adivino “¡cervecita helada!”. Sí, claro, porque esas palabras casi siempre salen juntas, son afines, tienen el mismo color. Lo raro e inquietante sería que alguien pretendiera, junto a “verano”, “sol”, “playa”, “bañador”, colarnos un tal “gorro polar”. Eso no pega. Y no sólo no pega, sino que es justo del color opuesto.

He ahí el problema para todos los Humpty Dumpty del mundo: una vez una palabra ya es miembro de pleno derecho del grupo de las palabras negras, por ejemplo, de nada les valdrá a ellos el esfuerzo por tratar de disimularla en medio de las palabras blancas: se notará tanto y será tan impropia como una mosca dentro de un vaso de leche.

Puigdemont miente y manipula todas las veces que dice que él quiere “dialogar” con el Gobierno español, pero que éste se aferra a una posición “inmovilista”... A la palabra “diálogo” suele vérsele acompañada de “unión”, “constructivo”, “argumentos”, “empatía”, “solidaridad”, “igualdad”, “tolerancia”, “razones”, “respeto” y otras tantas palabras afines, todas muy bien valoradas. Puigdemont, sin embargo, pretende que “chantaje”, “egoísmo”, “exclusión”, “insolidaridad”, “pulsiones”, “totalitarismo”, “privilegios”, “fronteras”, “desigualdad” y otras tantas palabras feas afines puedan salir a pasear escondidas debajo del abrigo de la palabra “diálogo”, ocultándose envueltas en su halo positivo, valiéndose de su buena fama. Puigdemont quiere esconder 13 moscardones dentro de un vasito de cristal lleno de leche fresca.

Eso no se puede. Ni siquiera un líder nacionalista catalán lo puede, a pesar de que aquí en España todo se les suele conceder. Eso es como si el cortesano bufón preguntara en Palacio: “¿Quién perpetró estos versos?”, y luego, cuando le aclararan que los compuso el mismísimo rey, ahora tratara de componer el asunto diciendo que le encantaron, que tienen una especial cualidad lírica. No, no se puede, porque el verbo “perpetrar” tiene vedado el camino de los halagos, todo lo contrario.

O como si se dijera: “El maleante acarició la cara del tendero con su navaja”. O también: “El depredador sexual conquistó a la doncella solitaria en el callejón oscuro”. Hombre, no. Los navajazos jamás se podrán contar como “caricias”, ni se puede llamar “conquista” a lo que sin duda es rapto violento y abuso brutal. Tampoco se puede llamar “diálogo” a lo que no es más que chantaje y remite directamente a “exclusión”, “desigualdad”, “privilegios” y todas las demás palabritas de color Antiguo Régimen.

Pero es que de todas maneras no hay nada que dialogar con los independentistas. Nada de nada. Ni que Puigdemont diga blanco, ni que diga negro: así como descartaríamos de plano unos “diálogos” con cualquiera que ahora pretendiera restarles derechos a las mujeres, o a quienes son de distinta raza, religión o preferencia sexual que la mayoría, de igual modo también se han de rechazar tajantemente unos “diálogos” con los que el interlocutor lo único que pretende es poder levantar fronteras entre conciudadanos, sustraerse del pacto democrático y eludir sus responsabilidades de redistribución y justicia social, basándose para todo ello en criterios identitarios y de clase. ¿Quién se podría sentar a “dialogar” con un líder cuya pretensión última sea restarles derechos a buena parte de sus conciudadanos discriminándolos por motivos económicos, lingüísticos y étnico-culturales?

De verdad que no es difícil imaginarse un lobo quejumbroso y discursivo lamentándose de la nula disposición al diálogo por parte de las ovejas. Me lo imagino diciendo: “Yo es que quiero dialogar con ellas, pero ellas apenas me ven acercándome con sigilo, salen a correr y llaman al pastor con su garrote… Lo más democrático sería que a media noche, cuando el pastor esté durmiendo, alguna oveja me abriera el portón del corral donde están todas ellas juntitas para que yo entre y ya ahí que suceda lo que tenga que suceder libremente… ¡Pero no hay manera! ¡Son enemigas del diálogo! ¡Son unas ovejas inmovilistas!”.

¿Inmovilismo…? Bienvenido sea entonces el inmovilismo siempre que consista en salvaguardar nuestros derechos ciudadanos. Y también el inmovilismo de las leyes ante las propuestas de “diálogo” que los violadores hacen a sus víctimas. Y también el inmovilismo con que en nuestra sociedad nos aferramos, por ejemplo, al antiguo “No matarás”, a pesar de los requerimientos de “diálogo” por parte de los asesinos.

Sin embargo, tal vez sí que tiene razón Puigdemont en su acusación de “inmovilismo”. Que Rajoy sea inmovilista por no dejarse arrastrar de la cuerda que desde la otra punta están jalando los nacionalistas identitarios, eso está muy bien. Pero que, a su vez, no jale él también la cuerda para el lado contrario y, con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, arrastre y derribe por el suelo las pretensiones pre-modernas de los nacionalistas catalanes, quizás ese sea un tipo de inmovilismo que al final sí pueda resultarnos muy caro a casi todos los españoles, sobre todo a los más indefensos y desfavorecidos.

Jaime Romero Sampayo es miembro de la junta directiva de la Plataforma para la recuperación de la Federación Socialista Catalana (FSC).

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