Puigdemont, la metamorfosis

En los días previos al 1 de octubre de 2017, el vértigo de los dirigentes independentistas ante la celebración del referéndum ilegal, sin visos de distensión por parte del Gobierno de Rajoy, era mayor de lo que a posteriori se ha dado a entender. En un momento de duda, la dirección del PDeCAT se reunió con la de ERC a espaldas del entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. Este y otros episodios de desconfianza similares son clave para comprender la mutación de la marca electoral Junts per Catalunya a un partido/movimiento que ahora impulsa el líder independentista y remueve, de nuevo, los cimientos del espacio de la extinta Convergència Democràtica de Catalunya. Como remarca la bibliografía sobre él, Puigdemont nunca se ha sentido cómodo con las estructuras de partido. Aunque el recelo ha sido mutuo, al menos desde que en enero de 2016 Artur Mas le situó al frente de la Generalitat y algunos cuadros barceloneses que se creían mejor posicionados entendieron que un outsider les había quitado su queso.

Puigdemont, la metamorfosisDurante las tensiones de octubre de 2017 Puigdemont forjó y estrechó lazos con colaboradores al margen de la directiva del PDeCAT y con dirigentes del partido a través de una adhesión personal. Su huida a Bélgica le convirtió en un icono independentista: un David que, a diferencia del resto de líderes destacados del procés, no se dejaba atrapar y ponía la justicia española en jaque. Este resorte emocional y una campaña planteada como “si me votas, regreso”, durante la aplicación del 155 le permitió ganar a ERC en los comicios catalanes del 21 de diciembre de ese año.

A ellos concurrió con la marca Junts per Catalunya, integrada por el PDeCAT —nacido en julio de 2016— e independientes, algunos de los cuales se agruparían más tarde en Acció per la República —que se define como ecologista, feminista y progresista—. Tras situar a Quim Torra en la presidencia de la Generalitat, las necesidades de Puigdemont en Bruselas comenzaron a divergir de los intereses de muchos cuadros del PDeCAT. Estos, acostumbrados a vislumbrar sus posibilidades políticas de antemano, fracasada la apuesta rupturista, temieron que demasiada aventura acabase con su propia proyección.

Vieron también cómo el hundimiento de CDC y la falta de consolidación del Partit Demòcrata permitía el desembarco de independientes que, lejos de ser un mero reclamo electoral para proyectar transversalidad y una imagen alejada de la vieja política, tras los comicios copaban puestos de responsabilidad que esperaban para sí. Un volumen, hasta hace poco impensable, de perfiles que trataba de vehicular sus legítimas aspiraciones a través de la política —figuras que se sentían infravaloradas en sus formaciones, profesionales llegados a su techo de cristal o con dificultades de progreso, por ejemplo, en la universidad, entre un largo etcétera—.

Muchos de estos independientes, declarados de izquierdas, de natural se sentirían cómodos en ERC, pero para escalar en un partido organizado hace falta algo de paciencia. Esquerra ha hecho algunos fichajes electorales, pero los derechos adquiridos por las horas de militante todavía se hacen valer. Recién llegado al frente del partido Oriol Junqueras, por ejemplo, no pudo situar a Quim Torra como candidato de ERC en Girona en las elecciones generales de 2011 por la contestación interna de la federación local.

La reacción en el PDeCAT de aquellos que han esperado turno es la natural de los militantes de cualquier partido ante la dislocación y achicamiento de su espacio. El paradigma de cuadro dirigente de CDC y PDeCAT que había labrado paciente su carrera y que se negó a que los outsiders —el expresidente entre ellos— la aventajasen es, diferencias tácticas al margen, Marta Pascal. Tras esquivar la extradición en Alemania, Puigdemont entendió que sin tutelar su partido, los cuadros como ella ávidos de protagonismo le convertirían en poco más que un sello de garantía del independentismo de la formación. Pascal perdió el pulso y dimitió como coordinadora general en julio de 2018. Ahora lidera el Partit Nacionalista de Catalunya, una reformulación del espacio convergente desde fuera del PDeCAT.

En medio de esta pugna desde el sector de independientes se impulsó la Crida Nacional per la República, pensada como una combinación de la Assemblea Nacional Catalana, La République En Marche y la agenda política de centroizquierda del Scottish National Party. La Crida partía de la convicción de un sector nada despreciable del independentismo que el 1-O fracasó por la pugna entre partidos cuando las bases estaban dispuestas a tomar el Palacio de Invierno si los dirigentes hubiesen dado la orden.

De ahí la voluntad de crear una organización/movimiento a partir de la adhesión individual, no de la suma de formaciones. Puigdemont puso a Jordi Sànchez, expresidente de la ANC y curtido en la brega política, a trabajar en su organización, pero con la idea de tutelar su partido no apostó a fondo por ella. En octubre de 2018, sectores convergentes contrarios a Marta Pascal y su otrora tándem David Bonvehí, presidente del PDeCAT, lograron la dirección de la Crida pero el proyecto quedó cortocircuitado. Después de un 2019 electoral, Puigdemont ha visto como Bonvehí tampoco ha dado su brazo a torcer al frente del PDeCAT. De nuevo, por más que sus horizontes políticos coincidan, les separan sus intereses inmediatos. Puigdemont —lo mismo que políticos en prisión como Jordi Rull y Jordi Turull, de ahí el apoyo que le brindan— necesita una salida rápida para que su situación particular no se eternice.

Así las cosas, como en tantos otros movimientos políticos en la historia el expresidente ha optado por reemplazar a los cuadros reticentes del PDeCAT por un séquito de independientes que le deben su posición y que le serán leales mientras sea un activo electoral. La herramienta para ello es —una vez conseguidas las siglas— Junts per Catalunya, una evolución de la idea de la Crida. Un partido/movimiento alrededor de un líder carismático que no pretende una reformulación del espacio convergente, algo que concretaran los restos de PDeCAT y PNC, sino ir más allá y, para empezar, alejarse de la carga de corrupción asociada a Convergència.

Junts se presenta con el turquesa en su logo, color parecido al que usó la candidatura unitaria del independentismo, Junts pel Sí, en las catalanas de noviembre de 2015 para reforzar el mensaje de transversalidad. Se publicita como “el carril central del independentismo” y, en palabras de Turull al diario Ara, “en depende de qué políticas, de centroizquierda”. No puede ser de otro modo. En Cataluña, catalanistas e independentistas se perciben mayoritariamente de izquierdas —lo sean o no—, idea que se ha incrementado con el derrumbe de CiU y que se debe al pósito del franquismo y la asimilación del españolismo con la derecha. Un independentista puede aceptar la etiqueta de liberal, pero definirse de derechas implica un fracaso seguro.

El nuevo artefacto es una entente entre la necesidad de Carles Puigdemont de continuar pedaleando y de un conjunto de figuras con perfiles dispares e intereses múltiples que tiene su primer gran objetivo en superar a ERC en las próximas elecciones para decidir el próximo presidente vicario y proyectarse a partir de la Generalitat. ¿Para hacer qué? No se sabe. Más importante que lo que pretenda Junts puede ser el espacio que deja libre. La partida para Pascal y Bonvehí no ha terminado.

Joan Esculies es historiador y periodista.

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