Puigdemont, más allá de sus precedentes

En estas páginas se están publicando juiciosas e interesantes opiniones sobre el desafío de la Generalitat al conjunto de los catalanes y al resto de los españoles. Los medios analizan desde las vertientes más diversas el calado de lo que desde hace años venía siendo un anuncio amenazante y ya es una triste realidad. Todas las miradas siguen puestas en el presidente del Gobierno, al que le ha tocado enfrentar un tema indeseable para todo gobernante.

Rajoy se encontró al llegar a Moncloa con la amenaza de una intervención económica de la Unión Europea de la que pocos dudaban y muchos aconsejaban aceptar. La eludió y superó con firmeza y no menos incomprensiones. Y ahora le corresponde dar respuesta a un reto que precisa no menos firmeza y que, a corto o medio plazo, recibirá también incomprensiones. Parte del arco parlamentario constitucionalista que hoy apoya la estrategia del presidente contra el golpe de Estado –pues lo es– en Cataluña, está por ver que lo haga por convicciones profundas; acaso lo hace más por el desgaste político que en el conjunto de España supondría no comprometerse. Pero ciertos gestos evidencian que entre los líderes constitucionalistas hay alguno que en cuanto puede se pone de perfil y sigue invocando un diálogo de sordos. Si uno no quiere, no hay diálogo; sólo imposición y en este caso ilegalidad.

Hay un aspecto del llamado problema catalán que no se ha abordado o en el que no se ha insistido: la evolución a través del tiempo de las demandas de los hoy independentistas. Desde la Liga de Cambó, primera treintena del siglo XX, un regionalismo con deseos autonomistas, hasta la exigencia actual de la fundación de un nuevo Estado, pasando por la proclamación de una República Catalana, dentro de la República Federal Española, de los años 1931, por Macià, y 1934, por Companys.

La intentona secesionista más violenta y duradera fue muy anterior, en el siglo XVII, y en ella se dan tintes que repercutirían en la épica utilizada después. Fue protagonizada por Pau Claris, canónigo y hombre de leyes, elegido presidente de la Diputación del General del Principado de Cataluña –la Generalitat– en 1638. Los disturbios de los segadores rebeldes provocaron víctimas y, entre ellas, el asesinato del virrey de Cataluña, Dalmau de Queralt i Codina, conde de Santa Coloma. Aquellos segadores dan hoy nombre al himno oficial catalán.

La nota más vergonzosa del secesionismo del siglo XVII fue la traición del canónigo Claris metido a político que estando España en guerra con Francia solicitó, sufragó y dejó establecerse en Cataluña a un ejército francés de tres mil hombres, y en 1641 hizo que el Consejo de Ciento aceptase a Luis XIII de Francia como Rey de Cataluña, que nombró un virrey francés. Felipe IV tuvo que reconquistar las plazas fuertes catalanas defendidas por tropas francesas. En ese monstruo de mil cabezas que son las redes sociales, algún chusco, no sin cierto aplauso, proponía en días pasados la unión de Cataluña a Francia… No veo yo a Macron como Luis XIII.

Otro de los sueños independentistas se produjo en 1926, primera intentona del teniente coronel retirado Francesc Macià, organizador de una invasión armada de España desde el municipio francés de Prats de Molló para conseguir una insurrección general y proclamar la República Catalana, primera vez que se baraja esta figura ahora resucitada por Puigdemont. Los voluntarios de Macià fueron apresados por la Gendarmería y procesados en Francia.

El 14 de abril de 1931, aprovechando el cambio de régimen, el mismo Macià proclamó desde el balcón de la Plaza de San Jaime la República Catalana «integrada en la Federación de Repúblicas Ibéricas». El recién nombrado gobierno republicano envío el día 17 a Barcelona a tres ministros que prometieron al golpista un Estatuto de Autonomía votado por las futuras Cortes Constituyentes y Macià dio marcha atrás.

El 6 de octubre de 1934, aprovechando la llamada revolución de Asturias y la huelga general revolucionaria, Lluis Companys, nuevo presidente de la Generalitat, proclamó el Estado Catalán «dentro de la República Federal Española». El Gobierno de Lerroux decretó el Estado de Guerra. Companys conminó al general catalán Domingo Batet, jefe de la IV División Orgánica, a ponerse a sus órdenes, y el general se negó pidiendo a Companys que depusiese la sedición. Ante su negativa el general ordenó la lectura en las calles del Estado de Guerra, acto en el que los militares fueron tiroteados y sufrieron varias bajas. Batet llamó al jefe de los Mossos d’Esquadra, Enrique Pérez Farrás, que era comandante de Artillería, para que se presentase en Capitanía y se pusiera bajo su mando, pero éste contestó que solo recibía órdenes del presidente de la Generalitat.

El general Batet movilizó una compañía de infantería, otra de ametralladoras, y una batería del regimiento de Artillería. Tras una noche de enfrentamientos y varios cañonazos contra el palacio de la Generalitat, consiguió con mínimas pérdidas y destrucción la rendición de los sediciosos, deteniendo a Companys, a todo su Gobierno, al presidente del Parlamento de Cataluña, Joan Casanovas, al alcalde de Barcelona, Carles Pi y Sunyer, al jefe de los Mossos d’Esquadra, Enrique Pérez Farrás, y a varios concejales y diputados.

Se suspendió la autonomía catalana y la Generalidad se sustituyó por un Consejo de la Generalidad bajo la presidencia de un gobernador general de Cataluña nombrado por el Gobierno de la República. Los implicados fueron juzgados y condenados a fuertes penas, incluida alguna pena de muerte, como la que recibió el jefe de los Mossos d’Esquadra, pero fueron conmutadas por la de cadena perpetua por el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora. Todos fueron amnistiados tras el triunfo electoral del Frente Popular en 1936. El general Batet recibió por su actuación la cruz laureada de San Fernando, lo que no impidió que fuese fusilado en 1937 en Burgos, donde era la máxima autoridad militar, al no haberse sumado al golpe del 18 de julio anterior.

De estos hechos históricos se desprende que el desafío actual de la Generalitat tiene una diferencia esencial con intentonas anteriores: nunca hasta ahora se había pretendido crear un Estado nuevo y más una República escindida de una Monarquía parlamentaria y democrática. El intento de Macià en 1926 trataba de alzarse contra una Monarquía condicionada y democráticamente limitada por la dictadura del general Primo de Rivera. Ni el nuevo intento sin violencia de Macià en 1931 ni el violento de Companys en 1934 proclamaban un Estado independiente de España, sino una hipotética República Catalana dentro de un sistema republicano federal, por más que fuese inexistente.

Puigdemont y su ceguera políticamente suicida han repetido la Historia llegando más lejos que sus precedentes. Y cuando la realidad y la lógica llevan a la globalización, no a la política aldeana de campanario.

Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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