Pujol y el Minotauro

Hace un año Jordi Pujol firmó el comunicado que lo hizo caer del pedestal. Desde entonces una tormenta de arena, alentada para la comisión de investigación cerrada hace pocos días, ha enfangado los escombros del arquitecto de la Catalunya autónoma. La tarea de los parlamentarios no ha sido estéril: han acabado de cuajar la convicción, tras semanas de comparecencias y silencios, de que los rumores sobre el enriquecimiento ilícito de los hijos del presidente no eran una calumnia. La asunción tácita de que la dinastía de los Pujol y su corte habrían actuado como una élite extractiva es lo que ha causado la decepción tan generalizada. Este convencimiento ha sido más determinante que la confesión del fraude de larga duración (práctica no tan excepcional, intuyo, entre centenares de familias adineradas del país) y ha activado la necesidad de repensar la trayectoria del político más influyente, uno de los mejores, de la historia del catalanismo.

Desde hace un año el pujolismo está en cuarentena. Como cuando la aparición inesperada de una prueba trastoca un juicio que parecía claro, el comunicado reevalúa al personaje y su circunstancia, que al fin y al cabo ha sido la nuestra. Esta es, más allá de los efectos radiactivos en el proceso soberanista, la derivada del caso que más me fascina: la reescritura de la biografía de quien considerábamos un patriarca de la patria. Porque desde muy temprano, cuando tenía veinte años, Pujol se pensó como el líder de una nueva generación que tenía que renacionalizar la abatida sociedad catalana (demográficamente débil, traumatizada, resignada al embrutecimiento civil del franquismo). El impulso de su misión, antes de concretarse en acción política, fue de matriz religiosa. La mecha la había encendido la mística patriótica de su mentor Raimon Galí y el discurso de Pujol sería moral en la forma pero inequívocamente nacionalista en el fondo.

La singularidad de aquel joven es que su misión estaba fundida al afán de liderazgo y una honda voluntad de poder. Cuando llegó el momento de ponerse a prueba, no le temblaron las piernas. Junio de 1960. En el consejo de guerra hizo un alegato en favor de la justicia en el corazón represivo del Estado. Miraba el Minotauro. La imagen es del Vicens Vives de la segunda edición de Notícia de Catalunya, publicada hacía un par de meses. El Minotauro, decía Vicens, era el poder. “Hay pueblos que lo conocen, otros que no saben cómo hacerlo. Este último es el caso histórico de Catalunya”. Pujol alteraría la fatal inercia. En la prisión, radiografiándose en Dels turons a l’altra banda del riu, meditó sobre el poder: sin poder no habría nacionalización, pero la naturaleza fáustica del poder –como la del dinero, que tan entrelazados están– podía entenebrecer una trayectoria que se pretendía incólume. Cero puritanismo. Asunción plena, como escribía en 1967, “del conflicto entre el ideal y la realidad, entre las exigencias morales más puras y los acondicionamientos de la realidad más desgarradores”. Sería en este espacio ambiguo y ambivalente, de interferencias entre el poder y la moral, donde Pujol, con pragmatismo rudimentario, poca planificación y un autoritarismo maquillado por maneras menestrales, desarrollaría su biografía adulta primero desde la banca y luego a través de Convergència y la presidencia de la Generalitat.

La querella contra los directivos de Banca Catalana fue el episodio que el Pujol presidente, imponiendo una lógica conflictiva que ocultaba el foco de aquello que se estaba juzgando, explicó como el intento del Minotauro de atraparlo de nuevo. A él y a la nación. De aquel pulso con el Estado de derecho, que paradójicamente reforzó el autogobierno, salió perjudicada la calidad de la convivencia democrática del país. Porque Pujol, contraponiendo la razón de Estado a la razón de la nación y usando estrategias de defensa a diferentes niveles, salió reforzado como líder que se sentía con la potestad de usufructuar una nueva legitimidad ética que usó para estigmatizar a sus rivales. Es un momento clave. Los hombres de Estado entendieron que era uno de los suyos, con él podrían pactar. Compartían una voluntad de poder pétrea sin la cual no podría explicarse el acrecentamiento constante del autogobierno que en 1996 viviría su clímax con el Pacto del Majestic suscrito con un nacionalista español que no tardaría en descararse, tensando al límite el juego de contrapesos que engendró la transición.

El problema es que la voluntad de poder de Pujol, a partir de un momento y con el apoyo acrítico del partido, el presidente la legó a su dinastía, que la adulteraría poniéndola no al servicio de la nación sino de su enriquecimiento. El Minotauro lo toleró hasta que Jordi Pujol, al posicionarse a favor de la independencia, se comprometió en su intento de destrucción. El poder, implacable, dijo basta. Si los hijos habían carcomido el pedestal, el Estado ahora no haría nada para mantenerlo. Al contrario. La vieja bestia dejaba que se despeñara un mito de la Catalunya contemporánea.

Jordi Amat

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