Pulso a la Modernidad liberal

Por José María Lasalle (ABC, 14/11/05):

Hace 60 años el paisaje físico y moral de Europa era desolador. El viejo continente trataba de recuperar su pulso entre los escombros de la II Guerra Mundial. En este sentido, noviembre de 1945 tuvo que ser especialmente duro para todos, vencedores y vencidos. A pesar de la luminosa atmósfera que había traído la paz, las sombras de las humeantes hogueras morales dejadas tras de sí por Auschwitz o los bombardeos aéreos y las deportaciones decretadas a fuerza de bayoneta oscurecían el ambiente de un continente enredado en el ovillo de la historia.

Basta leer los escritos de quienes trataban de registrar en aquellos momentos las huellas del tiempo de la mano de sus diarios para comprenderlo. A un lado y otro de la línea que separaba la victoria de la derrota, el sentimiento de desesperanza era compartido. Todavía hoy se palpa con una carnosidad terrible, purulenta, gracias a los testimonios, por ejemplo, de Victor Klemperer o Ernst Jünger. En este sentido, aunque la paz era un hecho, sin embargo, la reconstrucción física y moral del continente estaba por hacer, pendiente de un esfuerzo titánico, después de las sacudidas sísmicas desatadas por las walkirias totalitarias del nazismo.

De hecho, la orgullosa Europa civilizada yacía en el hondón de una memoria repleta de culpas debido a la miserable incontinencia de un historicismo irracionalista que había decidido llevar hasta el paroxismo comunitarista la máxima nietzscheana de «vivir peligrosamente». Sumergida en el silencio dejado tras de sí por el fragor de la destrucción vivida, Europa esperaba bajo el cielo plomizo de un desencanto sobre sí misma y sus posibilidades civilizadoras mientras desde el Este comenzaban a llegar los ecos rugientes de una maquinaria totalitaria que empezaba a calentar y engrasar sus motores de la mano del comunismo.

Precisamente fue entonces cuando desde los antípodas del continente caído, desde la lejana Nueva Zelanda, llegó el aliento liberal de un libro que trataba de explicar los porqués de todo aquello al ofrecer un cuaderno de bitácora que trazaba el único itinerario posible hacia la libertad. «La sociedad abierta y sus enemigos» fue la obra con la que Karl Popper registraba un canon en el que se delimitaba con precisión la compleja simetría conceptual sobre la que asienta la arquitectura política de la Modernidad liberal. Y lo hacía retratando su diseño epistemológico e institucional a contraluz o, si se prefiere, bajo la sombra acechante de la fisonomía colosal de los artífices de las sucesivas estrategias de demolición urdidas históricamente por los enemigos de la libertad.

Y así, con la técnica indagatoria de quien trata de diseccionar las huellas de un crimen, Popper fijó el itinerario procesal de ese fuste torcido de la inteligencia que con insistencia machacona trata a lo largo de la historia de cerrar sobre el cuello de la Humanidad el infame cordel de la tiranía. Publicado por la editorial Routledge en noviembre de 1945 después de innumerables retrasos, el libro obtuvo un clamoroso éxito al que tan solo cabe equiparar el conseguido un año antes por «Camino de servidumbre» de Hayek. Escrito desde la colaboración intelectual y el intercambio de ideas epistolar con este autor y con E. H. Gombrich -teórico de una fascinante epistemología sobre la mirada artística que está todavía por ser estudiada y sondeada en sus claves, digamos, estéticamente liberales-, el libro ofrece una extraordinaria actualidad a pesar de los años transcurridos desde su publicación. Y es que 60 años después, y a pesar de que en 1989 cayó la amenaza totalitaria cuya emergencia desvelaba Popper en 1945, la modernidad liberal sobre la que se asienta la sociedad abierta vuelve a estar sitiada y en crisis.

La gravedad del momento la marca un escenario de convergencia fatal en el que una constelación de discursos impugnadores de factura polivalente trata de asaltar los diversos parapetos institucionales y emocionales sobre los que se asienta la defensa de la sociedad abierta. Estamos ante un ataque combinado que aglutina los diversos malestares transversales que dentro y fuera de los márgenes de la Modernidad liberal se han ido desarrollando desde 1989. En realidad, tendríamos que hablar de una especie de reacción espontánea ante su éxito y su propagación global que busca generar la implosión de las estructuras de la sociedad abierta mediante un colapso de sus bases de complejidad y legitimación, agudizando así la tragedia valorativa que acompaña, como resalta Isaiah Berlin, el devenir cotidiano que identifica su toma de decisiones. La punta de lanza de este asalto a la Modernidad liberal sería externa. La protagonizaría la revisión totalitaria surgida en el islam con el fin de obstaculizar las consecuencias laicas e igualitarias que irradian la racionalidad crítica y la tecnología social que acompañan el desarrollo de la globalización. De hecho, el 11-S sería el punto de arranque de esa reacción. El momento en el que se identificarían el objetivo y la narración de un ataque directo contra el capitalismo técnico y sus derivados significantes. Así, el Occidente que resultó de la victoria de 1989 sería a partir del 11-S puesto bajo sospecha global, abriendo de paso una fractura interior en el seno de la sociedad abierta de la mano de aquellos que, especialmente en Europa, asistieron a regañadientes a su triunfo con la caída del Muro del Berlín.

En este sentido, la responsabilidad de la izquierda posmarxista europea en la utilización del simbolismo deslegitimador que trajo consigo el derrumbe terrorista de las Torres Gemelas de Nueva York es esencial para comprender la crisis que sacude a la Modernidad liberal. De hecho, la izquierda en general -y en particular la izquierda española como paradigma de este cambio en Europa- ha encontrado las raíces de una nueva sospecha antiliberal mediante la que articular una nueva narración sobre la cual verter un discurso de impugnación que ha ido seduciendo progresivamente tanto a los que atemorizan la amenaza islamista y el componente de riesgo que contiene el Occidente tecnológico como a aquellos a los que irrita o fatiga el individualismo político, epistemológico, económico, ético y metodológico que contiene el liberalismo. El problema reside aquí realmente. En que el conjunto de la izquierda vive paulatinamente presa de una apertura posmoderna hacia la negación de sus raíces modernas e ilustradas al establecer una alianza estructural con los rescoldos de una premodernidad que ha actualizado su lenguaje haciéndose comunitarista, mientras trata de torcer el eje de gravedad del consenso social mediante el colapso de las instituciones demoliberales a fin de justificar su inevitable reforma.

Precisamente cuando se cumplen 60 años de «La sociedad abierta y sus enemigos», habría que recordar a esta izquierda que huye hacia adelante con tan extraños compañeros de viaje aquello que decía Nietzsche de que quien se asoma a un abismo tenga cuidado de que el abismo no se asome a él. Lo triste es que a los liberales no nos queda más salida que dar esta batalla intelectual sin ninguna retaguardia, pues mientras París arde ya ni siquiera nos queda la lejana Nueva Zelanda popperiana para ver y, desde allí, esperar. La libertad y la sociedad abierta se juegan en Europa aquí y ahora.