Punto de aprendizaje

El frenesí de nuestro tiempo y la saturación de información conspiran contra ese «pararse a pensar», siquiera unos minutos al día, que es la manera que tiene la inteligencia humana de aprender individual y colectivamente. Y de conducirse a partir de ahí por el bosque de la realidad, también de la política cuando ésta hace aguas como ahora. Son precisamente estas actividades -pensar y aprender- las que distinguen la polis de la caverna platónica en la que los prisioneros no salen de la mera impresión de imágenes inmediatas e inconexas. Pensar, nos enseña Platón, sería entonces un «salir a ver» que en sí mismo es ya un aprender. Un viaje de comprensión que se aplica también- y en grado sumo- a la realidad política. De ahí que uno de los peligros de nuestra crisis sea precisamente no «darla por pensada» sin aprehender de ella personal y socialmente las muchas lecciones que encierra. A dicho peligro contribuyen tanto los afanes que consumen al español medio para llegar a fin de mes o buscar barojianamente trabajo o ver de no perderlo, cuanto al inmenso cansancio personal y colectivo desde 2008 a esta parte.

Punto de aprendizajePara conjurar todo ello salgamos de la vorágine que nos ocupa y alcemos la mirada inteligente para determinar algunos descubrimientos y aprendizajes que nos deparan estas horas nuestras:

1. La consustancial fragilidad de nuestro sistema político. Pensábamos que nuestro sistema democrático, basado en el turno y en el clientelismo de la Restauración de Cánovas era, como aquella, indeleble y eterno, bien afianzado. Justo el mismo error de apreciación que precipitó su súbita desaparición en 1923. Así, los primeros deterioros graves de nuestra calidad democrática se achacaron a la tendencia hegemonista y propensa a la corrupción del partido socialista. Pero se contrarrestaba -al menos en teoría para una gran parte de votantes- con la mayor pureza y liberalidad de nuestro partido conservador.

Mas los graves affaires de corrupción del Partido Popular -que dejan en anécdota el caso estraperlo que hundió al Gobierno Lerroux- han finiquitado la «estabilidad correlativa» de nuestro sistema. Y ello a falta de que los ciudadanos conozcan en breve nuevos escándalos de largo alcance que afectan a la propia jefatura de la Comunidad de Madrid. La consabida ausencia de una real división entre poderes, la falta de los mínimos checks and balances de control y transparencia explican el retorno de la desconexión orteguiana entre la España oficial y la real. No es casual -y sí bien grave- que un indicador del CIS, el indicador de confianza del sistema gobierno/oposición (que miran con especial atención los dos grandes partidos ya que mide precisamente el grado de solidez de nuestro sistema) muestre su nivel más bajo desde las primeras elecciones democráticas (23,7 puntos en enero de 2014 frente al 31, 9 de abril 2012). Así de grave es el declive y así de frágil nuestra situación.

2. Una errónea presunción sobre la naturaleza humana. Ha subyacido en nuestro país un error grave que explica parte del colapso al que asistimos: la exaltación en los últimos decenios de una visión muy superficial sobre la humana naturaleza, que era tan buena que no hacía falta moral alguna. Y por tanto ningún control de lo público. Al respecto, pocos países han soportado una erosión tan brutal y en tan breve tiempo de los valores privados y públicos, sin los cuales, como señalaba Allport, «no se puede sobrellevar la pesada carga de toda democracia».

Volviendo a Platón, hemos pensado que la polis se podía construir sin virtud, de la que quedan exentos tanto el gobernado cuanto el gobernante. Así, de aquel bon citoyen ilustrado hemos pasado aquí a su caricatura situada más allá de lo bueno y de lo malo y encaramada a nuestras instituciones fundamentales (partidos, sindicatos, magistraturas, parlamentos, realezas, Ibex 35 etcétera), sin inquirirse nadie ni por sus curriculum vitae ni por su ethos moral. Cualquier regeneración del sistema tendrá, pues, que rehabilitar el concepto de «naturaleza falible» del ser humano -y por tanto de la arquitectura política- que está en la base de la sabiduría de los grandes pensadores políticos clásicos, incluidos los más señeros del siglo XX (Ortega, Voegelin, Arendt y Strauss, por ejemplo). Y deducir los mecanismos de control e intervención correspondientes.

3. Una percepción ingenua sobre el poder político: lo anterior no se explica sin percatarse de que hemos confiado cándidamente en el poder de nuestro partido ante el que se ha realizado una auténtica «dejación de funciones» y abdicación de nuestro yo, cayendo en aquella «mansedumbre lanar» acrítica que denunciaba Ortega.

La crisis está sirviendo para descubrir, en esta hora de la verdad, el rostro verdadero de la naturaleza de los poderes políticos instalados y su profunda desconexión del bien común. El ejemplo más palmario y agresivo, amén de la corrupción campante, es el expolio fiscal «sin contemplaciones» con que dicho poder está asolando a la clase media, no digamos a los autónomos. Todo ello compatible con que ninguno de los partidos nos haya ofrecido relato alguno de cómo y por qué hemos llegado a este estado de bancarrota nacional ante la que se despacha un silencio administrativo tan desdeñoso como implacable.

Urge un movimiento de ciudadanía vigilante que parta del principio de que el poder no es bueno por naturaleza y necesita de continúa fiscalización. Un poder que no muestra ninguna intención de irse, acuciado por el miedo a acciones judiciales que explican muchas de sus resistencias al cambio. Por eso, ante la merma previsible de votos, sea plausible pensar que en el 2015 se forme una gran coalición PP-PSOE como la solución de defensa del statu quo que agoniza.

4. La índole corrosiva de la mentira. Tal vez sea la auténtica ley de hierro que hemos de asimilar en este viaje purgativo: cómo la muerte de la verdad y veracidad ponen en peligro la pervivencia misma de todo un sistema democrático y su correlato económico-financiero.

Hemos llegado a un punto de nuestra vida pública y económica donde es tal la falta de transparencia -hay tanto que ocultar- que las élites se conducen según aquella confesión de Maquiavelo: «Llevo algún tiempo en que nunca digo lo que creo y nunca creo lo que digo; y si a veces me ocurre que digo la verdad, la escondo entre tantas mentiras que es difícil hallarla».

Un dato elocuente de esta «institucionalización de la mentira» es su aceptación social y jurídica como estrategia de defensa según comprobamos abochornados en las comparecencias judiciales de nuestros personajes públicos. Ante ello, hay que rehabilitar urgentemente ese «afán de verdad» que es inherente a toda democracia.

Todo aprendizaje, Platón nos lo avisó, tiene algo de doloroso. Y a veces de traumático. Pero sólo podremos salir de la caverna oscura en la que nos hallamos poniendo en práctica personal y colectivamente las enseñanzas debidas. Porque de lo contrario, mucho me temo, descenderemos de la caverna a la caverna de la caverna. Por nosotros que no quede.

Ignacio García de Leániz es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

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