Putin, el mundo «ex»

Polonio. Rostros desfigurados. Hoteles de lujo. Diplomáticos expulsados. Películas de espías. Londres como telón de fondo... ¿Quién se resiste a invocar la Guerra Fría? Vuelve el mundo «ex», bien definido por el escritor croata Predrag Matvejevic: hay una generación que flota en el aire de la antigua Unión Soviética, la Yugoeslavia extinguida, el comunismo obsoleto, la memoria poco fiable de purgas y disidentes. Vladimir Putin es fiel reflejo de ese mundo «ex», incluidos sus años juveniles en Berlín como vigilante de acero de aquella gran falacia histórica. He aquí los fragmentos de una sociedad internacional que nadie consigue definir. El eje geopolítico del planeta se desplaza desde el Atlántico al Pacífico. Estados Unidos acepta de buen grado su destino como «hegemón» universal. La Europa más razonable entrega su suerte a una generación de políticos laboriosos, con Merkel y Sarkozy a la cabeza. El islam militante desafía el reparto de poder a escala global. China sigue a lo suyo... Aquí y ahora, Zapatero lee manuales de autoayuda para espantar al «elefante» imaginario de los conservadores locales o foráneos. Intelectuales livianos juegan a ser posmodernos y discuten sobre la Documenta de Kassel: ¿de verdad que los modernos son para nosotros lo que fueron para ellos los antiguos? Ridículo dilema. Volvamos al mundo real, porque falta un veterano protagonista que no acepta una jubilación como actor de reparto. ¿Qué ha sido de Rusia?

Una generación después del fracaso de la Unión Soviética, el gigante recupera el aliento y tapona como puede sus grietas internas. Aunque ha perdido cinco millones de kilómetros cuadrados, la Federación actual sigue siendo el Estado con mayor superficie del mundo. Cuenta 150 millones de habitantes y un centenar de «nacionalidades» diferentes. Despierta la conciencia patriótica, si es que alguna vez se ha ido, muy vinculada con la Iglesia ortodoxa y su estética populista. Rusia no quiere ni puede asimilar la explosión territorial. No se trata de los Estados satélites, distintos y lejanos, ni siquiera de los bálticos, aunque duele el maltrato a la población de origen ruso en Estonia o en Letonia y preocupa el «status» de Kaliningrado, la desolada Königsberg kantiana. Se dan por perdidas las repúblicas islámicas de Asia, aunque muchos claman contra su despotismo hereditario y semifeudal. El problema reside en Kiev y en Minsk, porque nadie acepta la segregación de la matriz de su propia alma. ¿Es concebible España sin Covadonga? Los hechos han dado la razón a H. Carr_re: las naciones irredentas son el veneno de la Rusia posimperial, frente al error del marxismo, otro más, al explicar un conflicto moral como reflejo de la lucha de clases. Así pues, nostálgicos del comunismo vetusto confluyen con nacionalistas de la peor especie para recuperar el mal sueño totalitario. Frente a ellos, el antiguo espía del KGB es un pragmático que se cubre ante la opinión interna con ráfagas de una política de poder a escala internacional. Como prueba, el éxito para contener el separatismo checheno. El precio no importa.

Es una causa muy grata para recuperar los ancestrales mitos eslavófilos: Moscú como tercera Roma, heredera de Bizancio, según la doctrina de Filoteo de Pskov, ortodoxa y patriarcal, con dosis renovadas de antisemitismo. Todo ello con arraigo notable en la Rusia profunda, las inmensas llanuras agrícolas del sur y la propia Siberia, en oposición al norte (esto es, San Petersburgo, de donde proceden Putin y los suyos), marcado por la apertura al cercano mundo libre. El complejo de derrota en la Guerra Fría hace renacer el fatigoso debate entre «occidentalistas» y «euroasiáticos». También circulan en ambientes seudoacadémicos ciertos textos que mitifican la formación de otro Imperio, heredero esta vez de los tártaros. Doctrinas explosivas, listas para justificar cualquier cosa ante la situación en las repúblicas ex soviéticas; sobre todo, en Ucrania, partida en dos desde el punto de vista cultural y deprimida por las expectativas frustradas de la «revolución naranja». El Kremlin reacciona con frialdad, al más puro estilo de su eterna hoja de ruta. La tradición inteligente del leninismo prohibía a los oligarcas del PCUS emprender aventuras sin sentido. Budapest o Praga fueron acciones medidas, inspiradas por el realismo político, pura razón de Estado con el fin de imponer la soberanía «limitada» por la conquista del proletariado y servir de escarmiento para los demás. El Ejército Rojo, ya inservible para entonces, sólo fracaso en Afganistán, lucha pionera y fallida contra el fundamentalismo islámico.

Moscú se siente vulnerable -porque lo es- ante la incorporación de sus antiguos territorios a la Unión Europea y a la OTAN y por el descontrol en regiones de alto interés estratégico para la energía. Mucho más ahora, con el petróleo al alza y el chantaje operativo: los dioses del oro negro nunca han sido generosos con las democracias. El discurso oficial habla de un «camino propio» hacia la libertad política, es decir, una mentira para sostener el régimen autoritario. Putin ha dicho que la desintegración de la URSS fue la mayor «catástrofe geopolítica» del siglo XX, jugando con expresiones que alimentan una razonable sospecha. Recupera los peores hábitos de la Guerra Fría, ya sea el asesinato de periodistas incómodos o de antiguos espías. La globalización en el Imperio se limita a exportar personajes de dudosa reputación con alta capacidad para controlar empresas multinacionales y comprar equipos de fútbol. En el fondo, el Kremlin sigue siendo la cabeza de un Estado «hambriento», según la dramática definición de Osip Mandelstam, el poeta infortunado. La pregunta sobre el objetivo último continúa sin respuesta, acaso escondida en los pliegues de una lucha sin cuartel contra los sectores rivales de la plutocracia. Los ensayistas de moda aseguran que se trata de reproducir el modelo soviético, claman contra el asalto a la escuela de Beslán o denuncian cada poco la presión agobiante sobre Georgia o Bielorrusia. Sobran los motivos para desconfiar, pero tal vez sea éste el mal menor para tapar los agujeros de un eventual Chernóbil a escala política. Una Rusia sin Putin, o sin un sucesor «ad hoc», sería todavía más peligrosa.

A veces parece que aquello no tiene remedio. No basta con visitar las dos grandes capitales, viejos iconos y modernas limusinas. El viajero que recorre el interior del país no sale de su asombro: edificios en ruinas por aluminosis, zonas industriales desvencijadas, centrales nucleares al borde de la tragedia... Noticias sobre el saqueo de obras de arte, expolios que alimentan el mercado negro: los venden a los oligarcas rusos del exterior, y así se cierra el círculo a gusto de todos. La gente sobrevive al límite de la miseria, material y a veces moral. Herencia del paraíso soviético, de acuerdo con F. Furet, muy recordado estos días a los diez años de su muerte: la revolución de Octubre liquida por sí misma cuanto se hizo en su nombre y no deja nada en pie, ni principios, ni códigos, ni instituciones, ni siquiera una historia que contar. Los modales siguen siendo arcaicos. Estos rusos son como «osos bautizados», decían los europeos refinados durante la «gran embajada» impulsada por Pedro el Grande en pleno siglo de laIlustración. Sin embargo, Rusia es una gran nación, con una cultura espléndida y un patriotismo envidiable. Vive ahora los últimos y nada inocentes zarpazos de Vladimir Putin. Ecos de la Guerra Fría. Futuro incierto y apasionante. ¿Quién dijo «fin» de la Historia?

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.