Putin juega a la ruleta rusa

Unos días antes de la invasión rusa a Ucrania, el programa de la BBC ‘Outside Source’ interrumpió a su presentador para dar paso a una transmisión desde el Kremlin. Putin aseguraba en ella que: «La culpa del problema de Ucrania era de Lenin». Ucrania había sido siempre rusa hasta que el líder bolchevique, para congraciarse con su espíritu identitario, la consideró nación dentro de la Unión Soviética. La «‘descomunistizacion’ -proseguía Putin- haría el resto».

Invadir Ucrania parece tan peligroso como jugar a la ruleta rusa. Es evidente cómo hemos llegado hasta estos extremos. Durante los últimos treinta años el capitalismo ha derrotado económica y tecnológicamente al comunismo y los perdedores han aprendido cosas, como reflejaba la camarada Ninotchka, en la película de Lubithsch, cuando se probó aquel sofisticado sombrero parisino y se gustó en el espejo. Basta recordar la indigente Rusia soviética de Brézhnev y compararla con la ostentosa de Putin, que ha colocado a San Petersburgo y Moscú a la altura de las más distinguidas capitales europeas. O rememorar la China de Mao con aquellos hoteles lúgubres en donde lo único que se podía hacer por las tardes era jugar al ping pong, y equipararla ahora con el bullicio de Shanghái, Wuhan o Shenzhen, con un número de rascacielos similares a los de Chicago. Las lecciones económicas que acompañaron la caída del Muro de Berlín convirtieron a las principales dictaduras comunistas... en dictaduras capitalistas. Pero ¿en qué coincide el presidente de un régimen comunista como el cubano, o teocrático como el iraní, con el capitalismo de Putin? En un enemigo común: la democracia.

Claro que las premisas del análisis de Putin para revisar la historia reciente y sojuzgar a los vecinos regímenes democráticos eran discutibles. Pensaba que Merkel se había jubilado; que a Boris Johnson iban a cesarlo; que el nuevo ‘premier’ alemán era aseadito; que Biden haría como Obama con Crimea; que Zelenski es un botarate chistoso; que la OTAN lleva veinte años sin misión concreta; que Europa por el Brexit vive con parsimonia su decadencia; que la parte rusófona de Ucrania, algo más de la mitad de la población, estaba con ellos; que elegir a un ‘bielorruso’ como nuevo presidente «era cuestión de dos semanas»; y que Occidente prefiere garantizarse los suministros energéticos a mezquinos contratiempos. ¡Sorpresa!: todo esto siendo cierto... no es verdad.

Por si fueran poco lo errores, percibimos a los pocos días de la invasión los problemas logísticos de la infantería rusa, los expertos militares coincidían que su ejército no era tan moderno como esperaban: un tanque convencional ruso se aniquila con un ingenio de la OTAN, que no alcanza en coste el uno por ciento del valor destruido. Amén de que la motivación de los ucranianos para defender su patria es superior a la de los rusos para invadirla. Pero estas noticias positivas, que han producido cambios del generalato ruso, son contraproducentes y confirman que la guerra durará más de lo esperado.

Cuando Putin presentó sus ‘quince puntos’ para acordar la paz, estaba ficticiamente asegurándose el éxito. En las negociaciones, quienes pretenden numerosos propósitos, más que apuntar a acertar, juegan a no equivocarse. Los irreductibles, en cambio, poseen un único objetivo. La OTAN lo tenía y Zelenski también: mantener sus territorios. Putin, en cambio, exigía nada menos que la retirada de Bulgaria, Rumanía y Polonia de la Alianza Atlántica, la desaparición de Zelenski, la renuncia a la soberanía del país, cerrar a Ucrania la salida al mar, la anexión del Donbass, la neutralidad de Suecia y Finlandia... El caso era decir en el desfile del 9 de mayo -gran fiesta nacional-, que uno de estos objetivos, al menos, se había logrado para añadirle a continuación toda su prosopopeya. Verbigracia: «Las intervenciones militares discurren según lo programado», repite Putin como un poseso. Así, la guerra estaba ganada ‘ab initio’, por mal que vinieran las cosas. Valdría incluso como triunfo el propósito, aceptado antes de la invasión, de que la OTAN se negara a acoger a Ucrania en su seno. Tales ligerezas han consolidado en la opinión mundial la sensación de que para ese viaje no se necesitaba tanta destrucción y muerte.

Cierto que para frenar esta locura no es presumible esperar una revuelta del desinformado pueblo ruso, más verosímil sería soñarlo de los oligarcas que critican esas actitudes de su líder y les trae al pairo la Rusia imperial o la geopolítica estratégica. Ellos, desde la City de Londres, lo ven en términos de negocio: no quieren ser los ‘paganos’ de la aventura y menos aún cuando les están motejando de traidores. Tampoco los militares aceptarán el deshonor por su decepcionante campaña. A unos y otros, llegado el momento, podría unirles un miedo insuperable, como el que acabó con Beria, el todopoderoso líder del KGB, o depuso a Kruschev por menores motivos. De originarse un pavor similar se podrían quitar a Putin de en medio.

¿Quién hipotéticamente ganará la guerra? No disponemos de un sismógrafo que nos anticipe las sacudidas del sistema nervioso de Putin. Si la victoria se cuenta en bajas, puestos de trabajo perdidos, ciudades asoladas y niños traumatizados, ganará Rusia. Si el triunfo delimita que Ucrania consolidará su independencia de Rusia dentro de la Unión Europea, con cesiones en la zona del Donbass, para que Putin sobreviva hasta que los rusos y chinos decidan qué hacer con él, habrá vencido Ucrania. Por cierto, hablando de la supervivencia de Putin, la faz parabólica que ofrece últimamente de cárabo lapón podría sugerir un tratamiento con cortisona.

Esto, en cualquier caso, no va de una guerra entre Rusia y Ucrania. Es dictadura contra democracia. Y esa pelea debe librarla la OTAN, sin miedo a enfurecer a Putin, que ya está enfurecido. Todavía está por ver la implicación final de la Alianza más allá de proteger a sus miembros, por mucho que la niegue Biden. De excederse Rusia en algunos límites: el magnicidio de Zelenski, el uso de armas prohibidas o una derrota de Ucrania que anime al mandatario ruso a seguir su romería expansionista, se vería obligada gradualmente a involucrarse de facto.

Que la guerra se prolongase, facilitaría la capitulación de Ucrania. Pero para Putin sería la victoria equivocada. Cuanto más cerca esté Rusia de someter a Ucrania, antes se enfrentará a una OTAN más poderosa tecnológicamente, que podría decidir que las bravatas nucleares del matón eslavo -un riesgo que ni sus militares, ni sus aliados, ni su economía se podrían permitir- le saliesen por la culata. El llamado botón nuclear no existe, es una abotonadura, con media docena de ojales que habrían de manejar otras tantas personas; acaso más temerosas por sus vidas y las de sus familias que por la del padrecito Vladímir.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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