Putin, no dispares al bailarín

Artem Datsyshyn nunca pensó que moriría en una guerra. Probablemente, la estrella del ballet de la Ópera Nacional de Kiev tampoco pensó en participar en una. Al menos, en una de verdad.

No hay nada más alejado del vuelo de los misiles que arrasan estos días las ciudades de Ucrania que el salto de un bailarín. Las piernas extendidas, los pies curvados, los brazos alargándose hacia el infinito, la mirada expectante y, sobre todo, la maravillosa sensación de levitar durante un tiempo que, para el resto de los humanos (también para los soldados), resulta del todo imposible.

El aterrizaje sobre el escenario, tan distinto al de los misiles triturando los edificios de viviendas de Mariúpol, fluido y preciso. Las lágrimas de las víctimas en esas viviendas, en otro tiempo hogares, tan diferentes a las de los que han visto, emocionados, volar a Datsyshyn.

El bailarín ucraniano, que había realizado numerosas giras por Occidente y era también admirado en Rusia, ha sido asesinado por los disparos de los invasores. Tenía 43 años y, aún, demasiadas cosas que hacer. Pero Vladímir Putin y sus generales han cercenado la danza, dejando como única acrobacia un cobarde reguero de proyectiles incrustados en las calles y en las vidas de los ucranianos.

Un mes de intrusión rusa en el país vecino han puesto en jaque al mundo, que cada día se parece menos al de principios de año, y eso que veníamos ya avisados por la pandemia: todo puede cambiar, incluso lo más invariable, en un solo instante.

Si la guerra se estanca, o si transforma aún más al planeta debido a ataques químicos o biológicos, o incluso nucleares, está aún por ver. Nadie conoce bien la mente del exagente del KGB que lidera el Imperio ruso. Pero parece claro que el conflicto que ha acabado con la vida del bailarín principal de la Ópera de Kiev también ha liquidado para siempre el mundo que conocíamos.

Figura en una edición del Concurso Internacional Serge Lifar y también en el de Nureyev, el artista, tiroteado el pasado 26 de febrero, sólo dos días después de que Rusia comenzara la invasión, peleó durante tres semanas por su vida en un hospital.

Pero, en una infeliz pirueta del destino, acabó perdiéndola donde menos lo esperaba, en una Kiev asaltada que, sin embargo, conserva cada pulgada del coraje descomunal y extraño de sus defensores.

Mao Zedong, como ahora Putin, también tuvo a su bailarín, Li Cunxin. El chino, que nació en una familia de campesinos en medio de la pobreza que causó la Revolución Cultural, huyó de su país para ser libre y poder bailar por todo el mundo. Su deserción provocó una enorme crisis diplomática entre China y Estados Unidos a principios de los años 80. El libro El último bailarín de Mao, también la película homónima de Bruce Beresford, narra en clave autobiográfica su extraordinaria vida.

La de Cunxin, ahora de 61 años, continúa en Australia. Pero la historia mayúscula del bailarín de Putin ha concluido ya, abatida por la ferocidad rusa. Ojalá que, sobre el cielo enrojecido de una Ucrania con olor a plomo, se le pueda ver revoloteando sobre el escenario mayor que hayan construido al otro lado.

Ángel F. Fermoselle es editor.

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