Putin no está loco

Vladimir Putin no se ha vuelto loco. Es poco probable que tenga un tumor cerebral, aunque esa opción se esté barajando últimamente, y tanto psiquiatras como psicólogos aficionados hablen sobre la salud mental del dictador en la prensa. Sin embargo, las especulaciones desvían la atención de lo fundamental: desde el punto de vista de Rusia, las acciones del tirano forman parte de un continuum lógico.

En los medios de comunicación rusos, los sucesos de Ucrania se presentan como algo razonable. Según las noticias, las tropas están liberando Ucrania del yugo de un gobierno nazi y rescatando a los habitantes de Donbás del genocidio cometido por los ucranianos. Según la organización independiente Centro Analítico Levada, un 68%de los rusos está de acuerdo con la «operación especial». ¿Y quién no lo estaría si creyera que sus hijos luchan por una causa tan importante? Pero la mayoría de la población obtiene la información de medios de comunicación controlados por el Estado. En los países occidentales, sin embargo, los motivos con los que se justifica la guerra suenan irracionales, puesto que en Ucrania no se ha producido dicho genocidio y el mismo presidente Zelenski, que fue elegido en unas elecciones libres, es de origen judío. En un contexto de derecho internacional no existen motivos que legitimen el ataque.

Las generaciones de mi madre y mis abuelos vivieron en la Unión Soviética oyendo las mismas fábulas a su alrededor, así que todo esto no es nuevo para mí. Aunque para mi familia resultaba problemático, porque éramos y somos estonios. Cuando la ocupación soviética llevó gente de Rusia al país de mis abuelos, los estonios se dieron cuenta de que los recién llegados tachaban a cualquier lugareño de fascista: era sinónimo de estonio para ellos. En el mundo soviético, los estonios eran clasificados como bandidos y nacionalistas, igual que los ucranianos en los medios de comunicación de la Rusia actual. Si en un país el gobierno, el sistema educativo, los medios de comunicación y el poder judicial repiten generación tras generación las mismas mentiras, estas se acaban convirtiendo en verdades universales. Tras la caída de la Unión Soviética, Rusia nunca rindió cuentas con su pasado como hizo Alemania, por lo que las viejas ideas seguían vigentes. Por eso no resultó difícil activarlas para reforzar la imagen de enemigo que necesitaban las guerras de Putin. La manipulación de la memoria del holocausto también sirvió para el mismo propósito.

Yo misma me topé con esta estrategia cuando Estonia se convirtió en blanco de los ataques híbridos de Rusia en 2007. Los que escribíamos sobre la historia de la ocupación de Estonia tuvimos que acostumbrarnos a que circularan fotografías nuestras por la red llamándonos nazis o fascistas y que los putinistas llevasen pancartas con nuestras caras pintadas de símbolos de las SS y esvásticas en las manifestaciones. En Finlandia, los putinistas proclamaron el fin de la independencia de Estonia, negaron las deportaciones masivas de la época soviética y organizaron disturbios en contra de Estonia.

Además de usar activamente las redes sociales, también publicaron libros, organizaron tertulias y elaboraron un imaginario lleno de referencias directas al holocausto, con cercas de alambres de espino y barracones de prisioneros. Como consecuencia de la campaña, las mentiras sobre la política de apartheid de Estonia se difundieron internacionalmente. En todos los foros putinistas se repetía el mensaje de que en Estonia se estaban construyendo campos de concentración para los rusos.

Los periodistas de Estonia y Finlandia empezaron a considerar demasiado fantasiosas las demagogas afirmaciones de estos agitadores, pero la prensa y la televisión rusas no tenían reparo en seguir entrevistándolos. Al principio estas mentiras también tuvieron cabida en nuestros medios de comunicación, ya que las campañas de desinformación de Rusia todavía no eran reconocidas como tales en occidente y la versión del siglo XXI de la narrativa soviética era ajena a los finlandeses. Tampoco se condenaron las acciones de los putinistas, a pesar de que negar el genocidio y las deportaciones del pueblo estonio es comparable a la negación del holocausto, y el nazismo no forma parte de la tradición estonia. Durante la primera República de Estonia, la situación de los judíos en el país era buena, pero en el intervalo entre los dos periodos de dominación soviética Estonia también sufrió la ocupación de la Alemania nacionalsocialista. Es probable que Noruega, Dinamarca y Francia sean los únicos países que ocupó Hitler cuyos ciudadanos no son tachados de nazis fascistas en la Rusia de Putin.

Rusia dirigió sus globos sonda a los países bálticos para comprobar la reacción de los países occidentales y observó que allí los únicos preocupados por la explotación del genocidio con fines políticos eran los ciudadanos con raíces en Europa del Este. Por tanto, ¿es de extrañar que Putin diera por hecho que mentiras similares funcionarían en el caso Ucrania en 2022? Con su indiferencia, Occidente dio a entender a Putin que la retórica de Rusia era aceptable. A finales de febrero, Ucrania presentó ante la Corte Internacional de Justicia una denuncia en la que hacía responsable a Rusia de manipular la memoria del holocausto y utilizarla para justificar un ataque militar.

En Occidente uno puede reírse ante las desvirtuadas afirmaciones del líder ruso, pero mis familiares no podían hacerlo, ya que desmentir las mentiras del Estado era un delito en la Unión Soviética, al igual que lo es ahora en la Rusia de Putin. En la Unión Soviética, el nacionalismo era contrarrevolucionario y por tanto estaba criminalizado. Cualquiera que fuese arrestado por cometer estos delitos también podía ser sometido a tratamiento psiquiátrico involuntario y diagnosticado con «esquizofrenia progresiva». Para prescribir el tratamiento bastaba con haber apoyado la independencia de los países liquidados, usar sus símbolos, como la bandera por ejemplo, cuestionar la justificación de las ocupaciones soviéticas o propagar información sobre el protocolo adicional secreto de Ribbentrop-Mólotov. La única forma de patriotismo que se consideraba normal era el amor por la Unión Soviética. Acorde con su propaganda, el mesías Putin debe curar a los ucranianos de ese sentimiento nacionalista hacia su propio país, su lengua y su independencia para que puedan volver a ser miembros sanos de la familia eslava.

Para la Rusia de Putin, es importante tachar a los ucranianos de «nacionalistas» porque para los rusos esta palabra suena igual de negativa que «neonazi» en los países nórdicos. El uso de un lenguaje denigrante consigue despojar cualquier pueblo de su humanidad, lo que hace que sea más fácil matarlo, y por tanto que tampoco suponga un problema moral la destrucción de sus hogares o la ocupación del país (de hecho, ese pueblo merece el trato que recibe). Las semillas de la persecución siempre germinan cuando una etnia se deshumaniza y pasa a considerarse infrahumana.

La caja de resonancia de la discriminación étnica de los ucranianos también se encuentra en el pasado imperial de Rusia. Nikolái Gógol, nacido en una familia ucraniano parlante, tuvo que esforzarse para conseguir el respeto de sus colegas rusos. Unos 200 años más tarde, durante una rueda de prensa en la que se hablaba ruso, los comentarios de un amigo mío periodista en lengua ucraniana fueron recibidos como si los hubiera pronunciado un idiota, aunque las mismas frases en boca de sus colegas occidentales recibieron elogios. Erradicar el racismo nunca ha sido el objetivo de Rusia, y el país no tiene tradición al respecto. Por su parte, la Unión Soviética era oficialmente antirracista: el racismo estaba reservado para EEUU. La actitud condescendiente de la raza superior hacia los ucranianos quizá ha jugado a favor de Ucrania en esta guerra; Rusia no los consideraba capaces de oponer la resistencia suficiente. Pero no ha sido así.

La mesiánica misión de rescate se remonta a los tiempos de la Rusia bizantina y fue heredada por la Unión Soviética, que consideró justificada la ocupación de los países bálticos alegando su liberación de las redes del fascismo, aunque el destino de la zona ya había sido sellado con el acuerdo Ribbentrop-Mólotov. También se recurrió a la mitología de la liberación para reforzar la determinación de los soldados en la frontera finlandesa en 1939. El objetivo de la Guerra de Invierno era «liberar Finlandia del dominio de los usurpadores fascistas blancos».

Y ahora la Rusia de Putin aprovecha la misma liturgia de liberación que seguían las doctrinas militares de Stalin, según la cual una guerra legítima no aspira a las invasiones sino a la liberación. En la Unión Soviética, las escuelas se aseguraron de que una generación tras otra considerase justificadas las agresiones y ocupaciones de su país.

El programa de estudios y el control de las narraciones de la historia fueron unánimes en toda la Unión Soviética. Se producía de forma continua nuevo material fotográfico propagandista, y durante décadas los niños han entregado flores a los representantes del ejército en señal de agradecimiento. Cuando Rusia le arrebató a Ucrania la península de Crimea, Rusia se llenó del mismo tipo de imágenes. No es de extrañar que Putin esperase un recibimiento parecido en Ucrania, pero allí pisó una mina fabricada por su propia maquinaria: sus mentiras se habían convertido en verdad para él. Eso es exactamente lo que sucede cuando uno escucha noticias falsas durante mucho tiempo sin contrastarlas con otras fuentes de información.

Cuando es peligroso buscar información y cuestionar las ideas imperantes trae problemas, solo los padres más valientes animarán a sus hijos a hacerse preguntas sobre temas inadecuados, y desde que la enseñanza escolar sigue la línea estatal, esto se ha convertido en una tarea que únicamente se puede hacer desde casa. La percepción occidental de la verdad no es una obviedad en un país que se ha convertido en una mnemocracia, donde el Estado ha adoptado dogmas soviéticos como hechos. Las doctrinas marxistas-leninistas no reconocían una verdad objetiva ni absoluta. En realidad, todos sabían que las elecciones en la Unión Soviética no eran libres. Aun así, se trataban los resultados electorales como si fuesen hechos reales.

A la mayoría de la población le basta con que los argumentos con que se justifica la guerra le suenen familiares y se correspondan con lo que el público quiere oír: Putin recuperará la grandeza perdida de Rusia y, al mismo tiempo, salvará a algunos desdichados de los malos de Occidente. Rusia lleva repitiendo diferentes versiones de este gran relato desde que Putin empezó a tomar el control de los medios de comunicación. La enseñanza escolar y la prensa más libre de la década de los 90 son una anomalía en la historia de Rusia, ya que el país ha estado bajo un gobierno autoritario desde hace siglos. El zar siempre tiene razón y la oposición se encuentra en la cárcel o el exilio.

En el trasfondo de las historias de identidad de Rusia influyen los estratos de muchas épocas históricas; para deconstruirlas, no es suficiente con que Putin afloje el puño, puesto que el conjunto de valores y las estructuras de poder de todo un Estado no se apoyan en un solo líder. Si estos no cambian, Rusia continuará con sus actividades expansivas. Esto podría evitarse si la mnemocracia militante de Rusia pudiera enfrentarse a los crímenes causados por su colonialismo, pero en Rusia solo una minoría cada vez más reducida considera un problema los delitos de la superestrella Stalin contra los derechos humanos.

Si pensamos en cuánto tiempo y en qué medida el mundo occidental ha rendido cuentas con su pasado colonial, resulta más sencillo entender qué escala debería aplicarse en el caso de Rusia. Lo más probable es que la misma Federación Rusa se desintegre antes de que ese futuro sea posible.

Sofi Oksanen es novelista. Su último libro es El parque de los perros (Salamandra) .Traducción de Laura Pascual.

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