Putin, superhéroe

El pasado mes de noviembre se celebró en el Ultra Modern Art Museum de Moscú una exposición de corte patriótico en la que, sin atisbo alguno de ironía, una veintena de artistas retrató al presidente Vladímir Putin como un personaje dotado de superpoderes. Entre las distintas piezas expuestas, sobre todo pinturas de enorme tamaño en estilo cómic, destacaba una escultura de Putin cabalgando sobre un oso y portando la bandera de la Federación Rusa. Cualquiera que visite las numerosas tiendas de recuerdos instaladas en el centro de Moscú encontrará un sinnúmero de objetos con la imagen del presidente (incluida la falsa imagen de Putin y el oso), transformada en un atractivo turístico a la altura de las murallas del Kremlin o de las cúpulas de la catedral de San Basilio.

Putin, para buena parte de los rusos y sobre todo para los medios de comunicación que lo alientan, se ha convertido en un superhéroe capaz de recuperar Crimea para la Madre Rusia, de poner en su lugar a los impertinentes líderes occidentales, de combatir el terrorismo sin que le tiemble el pulso, de forzar su criterio en Siria, de tomar la iniciativa en el plano internacional sin encomendarse a nadie y, en definitiva, de restablecer el orgullo perdido tras la demolición de la Unión Soviética. Tanto es así, que ganará las elecciones presidenciales del próximo domingo sin haber realizado una mínima campaña electoral, sin ningún programa electoral digno de tal nombre y sin rival que le haga sombra. Y lo hará por mayoría absoluta en la primera vuelta.

Las elecciones presidenciales en Rusia tienen el mismo interés que han podido tener las elecciones parlamentarias celebradas el pasado domingo en Cuba o la reunión de la Asamblea Popular Nacional de China en la que se ha reformado la Constitución para eliminar el límite de dos mandatos presidenciales. Uno y otro acontecimiento son importantes, sin duda, pero informan más de las carencias democráticas de ambos sistemas que de su normalidad política. Para Putin es su cuarta candidatura a unas elecciones presidenciales (tras las de 2000, 2004 y 2012, más el interregno de Dmitri Medvédev en 2008) cuya única curiosidad reside en saber si estará por encima o por debajo del 63,6% obtenido hace seis años.

La campaña, alejada del contraste de proyectos o de candidatos (los neutralizados de toda la vida y los recientemente excluidos), se ha centrado sobre todo en la repercusión que ha tenido el discurso de Putin sobre el estado de la nación celebrado el pasado 1 de marzo. En él, Putin, como si estuviéramos en 1980, presentó un nuevo misil balístico intercontinental capaz de eludir los escudos antimisiles occidentales. Consciente de que la economía no es en este momento su fuerte, jugó su mejor baza, la que desde que fue nombrado presidente hace 18 años mejor ha utilizado: la emoción patriótica y la reivindicación de la grandeza de Rusia frente a un entorno internacional hostil. Nacionalismo, victimismo y orgullo a partes iguales. La superioridad rusa que demuestra al mundo el verdadero lugar que ocupa.

El problema para Putin es que ni el mundo está excesivamente preocupado por sus gestos de poderío ni hay nadie, ni tan siquiera un Trump desorientado, dispuesto a seguirle el juego. El problema para el pueblo ruso es que los aspavientos del Kremlin no resuelven sus verdaderos problemas, que son de orden económico y social. El ruido generado en Occidente por la intervención mediática en diferentes procesos electorales y políticos en Estados Unidos y Europa o por casos como el ataque químico contra Serguéi Skripal, el espía envenenado recientemente en Reino Unido, ha dado lugar a conflictos diplomáticos de mayor o menor calado, pero sin excesiva trascendencia.

Putin ha demostrado ser capaz de diseñar siempre una buena táctica cuando de conservar el poder se trata, tanto en el control de su entorno y la represión de sus oponentes como en el planteamiento de los distintos procesos electorales, pero conforme pasan los años se evidencia que no tiene más estrategia para Rusia que la de mantenerse en el poder sobre una ola nacionalista que cada vez aleja más a su país de la posibilidad de transformar una economía decadente asentada en la extracción de materias primas, modernizar una Administración clientelar con escasa calidad de sus servicios públicos, alejar la corrupción y, en definitiva, poner en marcha políticas públicas capaces de revertir el coste social del modelo consolidado en Rusia a lo largo de sus mandatos.

Jesús de Andrés es profesor titular de Ciencia Política de la UNED.

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