Putin y la posmodernidad

Europa no sabe qué hacer ante la campaña que Rusia ha desatado contra Ucrania, primero segregando la península de Crimea y ahora animando un movimiento secesionista en los territorios del este y sur del país, que tienen una considerable proporción de población rusófila. Tanto la canciller Merkel como el presidente Obama han decidido plantear la crisis como si de un problema ruso se tratara: «Putin no es de este mundo». En realidad, Putin y la élite política rusa sí son de este mundo, un espacio en el que las luchas de poder para asentar áreas de influencia se dirimen día a día entre las grandes potencias. Merkel, Obama y otros muchos occidentales optaron por ir más allá, por asumir un entorno posmoderno donde la fuerza quedaba arrinconada en el baúl de la historia para dar paso a un juego de influencias culturales y redes de intereses económicos. Esa fue una apuesta unilateral que les ha dejado fuera de juego, hasta el punto de no enterarse de algo que Putin venía anunciando desde hacía años y que tenía el precedente de lo ocurrido en Georgia.

Rusia es un estado con un problema crónico de imposible solución: una desproporción entre población y territorio agravada por la ausencia de fronteras naturales seguras. Este hecho les impulsa a tratar de adelantar las fronteras como medida preventiva de seguridad. Podemos acusarles, como a menudo hacemos, de neuróticos, pero tras las experiencias de Napoleón y de Hitler conviene ser algo más respetuosos.

El eje formado por los territorios comprendidos entre el mar Báltico y el mar Negro podría ser considerado como el istmo que une la península Europa al continente Asia. Un istmo que actuaría como el foso que ayuda a contener al enemigo, pero también como el puente que permite a Rusia reivindicar su condición de potencia europea y, por lo tanto, su derecho a participar en los grandes debates del Viejo Continente.

El eje Báltico-Negro fue parte del Imperio de los zares. La Unión Soviética lo perdió tras el fin de la Primera Guerra Mundial, pero lo recuperó en la Segunda añadiendo un nuevo glacis de seguridad que adelantaba sus líneas hasta el corazón de Europa. La descomposición de la URSS devolvió la libertad a estos países, y de nuevo Rusia trata de recuperarlas mediante la intimidación y la fuerza. No hay nada nuevo ni sorprendente, salvo la ceguera de Occidente. Putin es fiel a sí mismo y a la historia de su país. Es un nacionalista que se resiente de la humillación de la derrota y de la pérdida de una parte importante de lo que él y muchos otros rusos consideran suyo. Se siente dolido porque Estados Unidos y sus socios europeos no cumplieran el compromiso verbal del primer Bush de no avanzar sus líneas hacia el Este, y acogió con ironía el precedente de Kosovo como ejemplo de lo que se podía hacer con las fronteras de un tercero c uando co nvení a a una gran potencia.

El Ggobierno ruso ensayó una nueva política de acoso en Georgia y le salió gratis. Ahora repite en Ucrania con más decisión, porque sabe que Estados Unidos carece de estrategia, trata de evitar verse comprometido en nuevos conflictos y lo necesita en Siria e Irán. En cuanto a los europeos, están más divididos que nunca antes desde el Tratado de Roma. La implantación del euro ha dividido en dos al Viejo Continente, la desconfianza ha impedido su pleno desarrollo institucional y la suma de déficits, deuda y estancamiento crea fundadas dudas sobre el futuro de la eurozona, más aún cuando firmas de referencia comienzan a hablar de su inevitable fin. ¡Cómo no va a aprovechar Rusia una ventana de oportunidad como esta! ¡Cómo no va Irán a comprometerse a lo que haga falta sobre su futuro programa nuclear! Ni Estados Unidos ni Europa tienen algo parecido a una estrategia común. Por el contrario, lo que estamos viendo es una renacionalización de sus políticas, cada uno por su lado y sin orden ni concierto.

Rusia juega fuerte aunque es débil. Su economía depende de los hidrocarburos y estos van a sufrir una caída constante de precios en los próximos años. Por otro lado, sus ingresos llegan de sus clientes, que a medio plazo pueden cambiar de fuente de suministro. La corrupción y la ineficacia son características estructurales de un estado que se presenta como democrático, pero que no lo es. Su sociedad está lejos de sentirse satisfecha, pero disfruta de estos actos de prepotencia, de estos ejercicios de humillación a Occidente. Putin maneja la política exterior con fines domésticos, populistas y demagógicos que refuerzan su posición política. No es un loco. Mide sus pasos, calcula riesgos, evita acciones puramente militares y trata de disfrazar sus maniobras como respuesta ante el clamor de poblaciones maltratadas. Lo hizo en Georgia y lo está practicando de nuevo en Moldavia y Ucrania.

Europa despierta a disgusto, reconociendo que la inacción en Georgia dio alas a Putin y que el riesgo de que continúe en los estados bálticos es real. Son la pieza más septentrional del eje Báltico-Negro, con importantes poblaciones rusófilas en su interior. Entonces nada será igual, porque los tres forman parte de la Unión Europea y la Alianza Atlántica. Ya nadie podrá decir que no estamos obligados a actuar porque son nuestros aliados, aunque algunos analistas se han apresurado a reconocer que sus países no irán a la guerra con Rusia por Estonia. Rusia está poniendo a prueba la propia existencia tanto de la Alianza Atlántica como de la Unión Europea. La recomposición de un consenso estratégico en el seno de ambas organizaciones es, en términos orteguianos, el «tema de nuestro tiempo», el reto por excelencia que va a determinar nuestro futuro inmediato. Fijar una política común que disuada a Rusia de seguir adelante y que nos dote de un proyecto común, económico y de seguridad es condición sin la cual el actual entramado institucional se vendrá abajo, y ese es un lujo que no podemos permitirnos.

Florentino Portero, analista del Grupo de Estudios Estratégicos.

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