Que al Reino Unido le vaya bien y a la UE, mejor

Reino Unido no se ha ido de Europa; solo se ha ido a otra habitación. Su puesto en Europa siempre ha sido complejo y ambivalente. “El deseo de aislamiento y la conciencia de que es imposible: esos son los dos polos entre los que sigue oscilando la brújula británica”, decía el historiador R. W. Seton-Watson en 1937. Era cierto entonces y lo es más hoy.

Los que hemos defendido la permanencia hemos dicho todo el tiempo que el Brexit va a crear un Reino Unido más débil, más pobre, más dividido, menos influyente y menos atractivo para el resto del mundo. Ya se ven algunos indicios. Según Bloomberg Economics, al acabar este año, el Brexit le habrá costado al Reino Unido alrededor de 236.000 millones de euros en pérdida de crecimiento económico, casi la misma cantidad (ajustada por la inflación) que el país ha aportado al presupuesto de la UE durante todo su periodo de pertenencia, desde 1973. Ahora bien, habría que ser muy egoísta y vengativo para querer que quienes votaron en favor del Brexit lo pasen mal ahora como consecuencia de ello. Los que votamos por la permanencia somos tan patriotas como el que más, y queremos lo mejor para nuestro país y para nuestro continente. Por consiguiente, ahora tenemos que desear que nuestras predicciones pesimistas resulten, al menos en parte, equivocadas, y trabajar para que así sea. A pesar de haber luchado contra el Brexit durante cuatro años como si fuera la peste, ahora debemos querer, en este mínimo sentido, que tenga éxito.

Que al Reino Unido le vaya bien y a la UE, mejorAl mismo tiempo, no queremos de ninguna manera que el Brexit haga daño al proyecto europeo en general. Si el Brexit fracasa y produce un país inestable, enfadado y resentido, toda la UE pagará las consecuencias. Pero también saldría perjudicada en el improbable caso de que la “Gran Bretaña global” haga realidad los sueños de los partidarios del Brexit y se convierta en un reclamo tan atractivo para la independencia que otros Estados miembros, Hungría o Polonia, por ejemplo, puedan seguir su ejemplo. Si ese es el principal objetivo del Brexit, entonces debemos querer que no lo consiga.

¿Pero de qué tenemos miedo?, grita el intelectual pro-Brexit. ¿Qué tiene de malo una Europa de naciones-Estado democráticas y soberanas que cooperen de forma pacífica? Este es el quid de la cuestión. La historia de Europa nos ha enseñado que nunca es buena idea tratar de imponer a los distintos pueblos europeos una misma norma común para todos. Pero otra lección, quizá más fundamental, es que una Europa de competencia descontrolada entre Estados en defensa de sus estrictos intereses nacionales tiene pocas probabilidades de seguir siendo democrática, próspera y pacífica durante mucho tiempo. Por eso, a la larga, el “éxito” del Brexit dependerá de que otros países no sigan el ejemplo británico. Necesitará que la UE continúe existiendo.

Los europeos británicos nos enfrentamos ahora a una auténtica tensión entre los imperativos patrióticos y los europeos. La mejor fórmula que se me ocurre es que debemos desear que al Reino Unido le vaya bien y que a la UE le vaya todavía mejor. Al fin y al cabo, el tamaño y la unidad de la UE son las únicas cosas que permiten unos acuerdos comerciales tan ventajosos como el firmado recientemente con Japón. Y, por supuesto, queremos que las relaciones entre los dos lados del Canal sigan siendo lo más estrechas y constructivas posible.

El Gobierno de Boris Johnson no deja de proclamar que hay que “unir al país después del Brexit”. Si lo dice en serio, eso significa tener en cuenta los intereses y los deseos de la mitad de la población británica que en todas las encuestas, hasta las pasadas elecciones de diciembre, mantuvo sin vacilar que prefería que el Reino Unido permaneciera en la UE.

La gran elección que queda es la que afronta Escocia: ¿dejará la unión británica para reincorporarse a la europea? Los escoceses deberían poder decidirlo lo antes posible, en un segundo referéndum de independencia. Las demás decisiones serán más graduales. Varias personas en altas instancias de la Administración británica me han dado a entender que el Gobierno seguirá una estrategia pragmática, paso a paso, que variará según los sectores. Este Brexit será blando en algunos aspectos y duro en otros.

Lo que tenemos derecho a decir los que hemos sido pro permanencia, en todos los sectores, es: “Si queréis unir a la industria, demostradnos que habláis en serio”. Por ejemplo, si os preocupa el empleo de los trabajadores en el sector del automóvil, debéis conservar una estrecha sintonía normativa con el mercado único europeo. Para los que trabajamos en las universidades, las pruebas de fuego serán mantener el acceso a los fondos europeos de investigación, visados no solo para las grandes estrellas académicas, sino también para asistentes más jóvenes y peor remunerados, y matrículas a precios bajos para los estudiantes de la UE. Y debemos mantener la plena participación británica en el programa Erasmus, que en los últimos años ha representado la mitad de los estudiantes británicos que salen al extranjero y ha traído cada año a más de 30.000 estudiantes europeos a este país. No es casualidad que se diga que el futuro de Europa está en manos de “la generación Erasmus”.

Pero nuestras exigencias legítimas al Gobierno no son más que la mitad del asunto. Después del fracaso de las revueltas en el siglo XIX, los patriotas polacos dijeron que iban a concentrarse en el “trabajo orgánico”. Nosotros necesitamos llevar a cabo nuestro propio “trabajo orgánico” en todos los rincones de la vida británica. En la Universidad de Oxford, vamos a esforzarnos para garantizar la continuidad de nuestra participación en la vida intelectual europea, como sucede desde hace 800 años. The Guardian, cuya web tiene cada mes más de 20 millones de visitantes únicos en Europa (sin contar el Reino Unido) y, por tanto, es quizá el periódico más leído del continente, va a reforzar su presencia y su cobertura de los asuntos europeos. Todos —museos, clubes de fútbol, astrónomos, zoólogos— pueden tomar medidas parecidas. Pero los 27 miembros de la UE cometerán un grave error si creen que el Reino Unido es el único que debe cambiar, porque el Brexit fue una excentricidad británica. No cabe duda de que varias causas del Brexit derivan del excepcionalismo británico, pero muchas derivan del nacionalismo populista y antiliberal. El antiguo líder del UKIP Nigel Farage estaría muy cómodo en una Francia gobernada por Marine Le Pen, y el principal ministro pro-Brexit del Gobierno, Michael Gove, es mentalmente ciudadano de la Hungría de Viktor Orbán. Para reformarse y reforzarse, la UE también tiene que aprender las lecciones del Brexit.

¿Qué posibilidades hay de que el Reino Unido vuelva a la UE? Esa cuestión no está hoy en la agenda. Tardaremos cinco años en averiguar lo que verdaderamente significa el Brexit y otros cinco en ver cómo funciona en la práctica. Para entonces, la Unión Europea será diferente. Confío de verdad en que, para 2030, los británicos estén empezando a pensar en volver, no por un sentimiento de miedo y derrota sino porque tengan más claro —y acepten más tranquilos— quiénes son y dónde están. Pero esa posibilidad también depende de que la UE sea más atractiva y dinámica que hoy. Entonces, y solo entonces, resultará creíble que del Brexit se pase a hablar del Brejoin.

No creo que este resultado tan benévolo sea probable, pero es posible. Pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad: esta es la eterna actitud del liberal realista. Esperar lo peor y trabajar para lograr lo mejor.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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